lunes, 30 de octubre de 2017

Dotarnos de contenido



            Parece que lo de Cataluña ha llegado a un punto que, siendo de los peores, no ha sido el peor de todos ellos, y que toma un camino determinado. A ese respecto, he de reconocer lo que en justicia le merece a mi querido Mariano, aunque no sea yo justiciero de nada, ni se requiera de mi participación en modo alguno: su intervención, una vez declarada la independencia de Cataluña, pidiendo calma, tranquilidad y paciencia a los españoles, ha sido de lo más acertado que ha hecho en su vida política.

            Una vez que podemos haber vislumbrado algo de luz al final de este túnel en el que llevamos enfangados durante meses, podemos intentar mirarlo con una cierta perspectiva, indicando como siempre que lo primero de todo es el cumplimiento de la ley. Es más, todos esos delincuentes que, durante este proceso, han abogado por saltársela no entienden que los primeros perjudicados pueden ser ellos: la ley no está pensada para meter en vereda a los rebeldes antisistema, sirve para protegernos del capricho de los poderosos, que son los que tendrían la fuerza para imponerse, por cierto. Hay que recordarles a estos que pierden el culo por llamar fascista a cualquiera que no acepte sus razones que antes de que existieran los parlamentos y los tribunales teníamos algo llamado monarquía absoluta, y que para un caso como el suyo –la simple pretensión de independizarse de su dominio– había jaulas colgando del exterior de las murallas en donde los cuervos se daban auténticos festines. Ahí dejo eso.

            Los españoles somos muy de quejarnos de cómo están las cosas, y esta situación nos lo ha puesto una vez más a huevo. Somos de mentalidad negativa, de que no hay nada que hacer, de que todo seguirá igual por mucho que lo intentemos. No vemos desde dónde llegamos, e incluso he oído decir que España es un estado fallido. Hablar de que España es un estado fallido sería ponerle al nivel de países como Sierra Leona, Somalia o Afganistán, y que yo sepa, todavía podemos irnos al curro por la mañana con una mínima de seguridad de que volveremos a casa por la tarde. No nos secuestrarán, ni nos violarán, ni empezarán una nueva guerra en lo que cumplimos con nuestras obligaciones. Pero no deja de ser menos cierto que en esta piel de toro todavía tenemos muchas cosas que aprender. La primera de todas es aprender a negociar en lugar de tratar de humillar al contrario o de buscar venganzas para satisfacer el orgullo herido. De ahí que la llamada a la calma de Mariano haya sido un acierto. Durante este tiempo, las diferentes facciones no se han preocupado lo más mínimo de alimentar las pasiones, como si estuviéramos en un partido de fútbol. Por desgracia, un golpe de Estado es algo más serio que un simple fuera de juego, aunque en este país a veces no se diferencie. Sólo mediante este aprendizaje, podremos llegar a determinados consensos sociales que llevamos muchos años solicitando, esos acuerdos de Estado que hemos pedido al PP y al PSOE y que de haberse llevado a cabo, no habríamos tenido a los nacionalismos pasando por caja cada cuatro años, salvo en las mayorías absolutas que, por cierto, tampoco visten muy bien en nuestra democracia.

            Otra lección, fundamental a mi criterio, sería la necesidad que tenemos de poder dejar atrás los independentismos de una vez por todas. No hablo de que tengan que renunciar a su legítimo derecho de defender sus ideas, pero el resto de españoles no podemos permitir que sigan condicionando nuestra convivencia. Han de asumir los mecanismos constitucionales para sus pretensiones: necesitarían una mayoría de dos tercios en las Cortes Generales y superar un referéndum de ratificación a nivel nacional: hablo de una reforma de la Constitución mediante el procedimiento agravado del artículo 168. No tienen otro camino, y nosotros no nos podemos dejar liar nuevamente.

            Una tercera lección, derivada de las anteriores, es la necesidad de que se instaure, de una vez por todas, una política de pactos entre los Grupos Parlamentarios que deben dar estabilidad de manera definitiva a esas cuestiones denominadas “de Estado”. No puede ser, resulta inasumible para la razón humana, que la única cuestión de Estado en la que las fuerzas mayoritarias sean capaces de ponerse de acuerdo verse sobre la unidad del Estado español. Y esto por un motivo: esa unidad nacional, vacía de contenidos, es decir, vacía de esos acuerdos, corre el riesgo de convertirse en un continente estéril y vacío, incapaz de aunar efectivamente a todos los ciudadanos. Precisamente por esta incapacidad sobre los asuntos básicos, es muy complicado que todos nosotros tengamos una noción sobre la que podamos sentirnos unívocamente orgullosos, más allá de la bandera y de Rafa Nadal. Necesitamos que nuestros dirigentes nos den esos puntos en común sobre los que podamos sentir la unidad que necesitamos y sobre la que poder construir una noción de España que sea positiva, más allá de las viejas glorias de nuestra historia, y que no se autoafirme por su propia necesidad de subsistencia. Que sea capaz de entender de manera tranquila, por cierto, que haya gente que quiera autoexcluirse, pero sin permitir que sean capaces de secuestrarnos todo el espacio público, tal y como han hecho este último año. Y que hayan sido capaces de hacerlo, no ha sido mérito suyo, sino demerito de nuestros líderes nacionales, incapaces todavía de entender esos tres puntos básicos que planteo.

 

Alberto Martínez Urueña 30-10-2017

miércoles, 25 de octubre de 2017

Año 2036



            Cataluña se declaró independiente a finales de 2017. Rajoy tuvo un lapsus linguae en el Parlamento y ratificó la decisión del Parlament y, en un prodigioso alarde de orgullo personal, se negó a rectificar lo que con su estupidez había confirmado. No sabemos nada de él. Una sombra oscura y siniestra, bajita y con bigote, se alzó sobre él esa misma madrugada, junto con varios de sus arcángeles del Mal y se le llevó a dar un paseo. De la boca bigotuda salían múltiples voces que gritaban “A por ellos”, y que a los abuelos que vivieron los días previos a la Guerra Civil, les resultaron conocidas.

            Los catalanes salieron a la calle a celebrarlo, y el primer día fue cojonudo. El segundo, su nuevo molt honorable president les pidió que volvieran a sus casas y a sus trabajos, pero al tercer día los celebrantes le pidieron que solucionara la otra brecha social en Cataluña. La de los abandonados por aquella cosa que había creado el Estado español. Lo de la crisis del dos mil ocho. Automáticamente, el president, en una rueda de prensa digna de los más altos defensores de la visión una, grande y libre de la nación española, ordenó desalojar las calles por la fuerza. Y esos ángeles del 1-O llamados mossos d’esquadra, sacaron los dientes y se comportaron de la misma manera que se habían comportado en aquella ocasión en que Artur Mas tuvo que llegar al Parlament en helicóptero. Las bolas de goma volaron libres e independientes, aunque tal independencia no fue tan celebrada como la lograda en política. La primera ley del Parlament fue la Ley de Amnistia –al más puro estilo estado postfranquista y opresor– para todos los condenados o investigados por el Estado español opresor. La fiesta celebrada en la masía de la familia Pujol fue la más sonada en Cataluña desde que la selección nacional del Estado español opresor ganara el Mundial de 2010.

            Dos años después, el molt honorable president fue visto en la televisión pública TV3 –a cuyos directivos nombró uno por uno haciéndoles jurar el cargo sobre el cheque de su primera nómina– en una rueda de prensa sin preguntas, justificando la caída del 20% del PIB de la República Catalana por culpa del Estado español opresor, que prohíbe su entrada en cualquier organismo internacional en el que tenga influencia. Asimismo, pide paciencia a sus ciudadanos y asegura que “en el menor tiempo posible” logrará que el IPC catalán baje de las tres cifras. Igualmente, asegura que la tasa de malnutrición infantil que sufren los niños de las zonas rurales, cuyas cifras publicaron las ONG’s internacionales, cómplices del Estado español opresor, son falsas. Y las fotos de los niños catalanes llorando, retocadas. Ya nadie llora en la República Catalana.

            En una, grande y libre España ya nadie se acuerda de Rajoy salvo cuando algún gaditano hace un chiste de gallegos. El PP tiró balones fuera y la culpa de lo de Cataluña fue culpa de la izquierda que quiere romper el país, y el hecho de que fueran ellos los que gobernaban no es relevante, porque fue por “ese señor del que usted me habla” y que ya no pertenece al partido. De hecho, ante el mutis de Mariano, el PP eligió por unanimidad como dirigente del Gobierno y Secretario General, ¡tantachán!, a Rafael Hernando. El nivel de presión sobre el poder judicial fue incrementado cuando Pedro Sánchez fue fotografiado con una menor y, por fin, Susana Díaz pudo salvar al PSOE de sus miserias. No le importó a nadie que la fotografía fuera evidentemente un montaje y que ese cuerpo que le pusieron a Pedro tuviera los pechos de Malena Gracia. Los chistes y memes que se hicieron al respecto eran mucho más graciosos que la fría realidad; y además, todo esto sucedió al mismo tiempo que el indulto de Bárcenas y la decimocuarta Champions ganada por el Madrid, por lo que los hechos referidos pasaron a ocupar una triste columna en la sección de espectáculos en el diario El País. Paco Marhuenda y Eduardo Inda abofetearon de manera reiterada a un contertulio de la Sexta Noche que se atrevió a cuestionar la veracidad de la instantánea y la sanción por agresión que les impusieron salió de la partida de fondos reservados del Ministerio del Interior. Todo muy legal desde la modificación de la Ley General Presupuestaria.

            Gracias al orgullo patrio que generó la caída a los infiernos de Cataluña, la una grande y libre España pudo sobrellevar los casos judiciales que afectaban a su clase política. La coalición parlamentaria Hernando-Díaz por fin pudo aprobar la ley por la que el Gobierno pasaba a nombrar a diez de los doce miembros del Tribunal Constitucional, elegidos de entre miembros de reconocida trayectoria en sus propias direcciones estatales que hubieran tenido algún tipo de contacto con el poder judicial en los últimos treinta años. De esta manera, Pedro Antonio Sanchez, Jaume Matas y Rodrigo Rato tuvieron una nueva oportunidad de congraciarse con el Estado mediante la prestación de sus valorados servicios y obtuvieron tres de los puestos vitalicios del Tribunal. Igualmente pasó con el Consejo General del Poder Judicial y con el Tribunal Supremo. Entre todos ellos obtuvieron el argumento jurídico para que los partidos afectados por casos de corrupción pudieran cumplir sus condenas mediante la prestación de servicios a la comunidad remunerados en cargos de dirección política, una nueva condena judicial de amplia aplicación desde aquellos tiempos. Así, nadie queda impune por delitos de corrupción, aunque eso sí, no entran en la cárcel si declaran sentirse muy arrepentidos. La única condición establecida en el procedimiento reglado en la Ley de Enjuiciamiento Criminal es que lo juren sobre una copia del Antiguo Testamento, o en su defecto, sobre una camiseta de la roja. Hoy en día, tampoco llora nadie en España. Está muy mal visto, porque joder, los catalanes se independizaron, vale, pero están jodidos de la hostia.

 

Alberto Martínez Urueña 25-10-2017

lunes, 16 de octubre de 2017

La visión periférica


            Como personalmente estoy hasta los cojones de hablar de lo urgente que es el asunto catalán, hoy quiero ocuparme de una cuestión importante de esas que les mandaría a todos esos meapilas al banquillo de suplentes. O más bien, a la grada. Ya tendríamos tiempo de hablar de identidades, lenguas y demás gilipolleces. Con todo el respeto a las personas que defienden cada una de tan relevantes posturas.

            Este fin de semana me he dado cuenta de la burbuja en la que vivimos en los núcleos urbanos reseñables. Valladolid y su alfoz, llega a los cuatrocientos mil, según datos el INE, por lo que podemos considerar que la mayoría somos un montón de gente viviendo en un hormiguero de asfalto maquillado con zonas verdes que nos dan la sensación de estar respetando el medio ambiente. Claro, eso hasta que ha llegado la sequía. O más bien, como consideran la ingente mayoría de científicos que, con sus estudios, hablan del cambio climático. Con respecto a los negacionistas, todo mi respeto, pero prefiero fiarme de los últimos informes que demuestran que ese tres por ciento de estudios que niegan el cambio climático están mal diseñados. Y mira que soy de ir contracorriente, pero no tanto. Sobre todo cuando además del cambio climático, el sistema energético que tenemos está envenenando el aire que respiran mis hijas.

            Hablando de la burbuja en la que vivimos en las ciudades, no dejan de resultar exóticos esos parques de color marrón o, en algunos casos, ya grisáceo, con hierbas que según las pisas, se deshacen. Los árboles con las hojas marrones en agosto. El pinar de Antequera convertido en polvo… Esas cosas que no has visto nunca, y que resultan dignas de ver por lo extraordinario. Lo que no somos verdaderamente conscientes es del alcance hasta que no vas de visita a alguna zona rural, a algún embalse, o a la montaña, y te encuentras un paisaje pavoroso. Utilizo el término pavor como expresión de un miedo que además causa espanto o sobresalto; no hablo de un simple miedito a que un día salgas a la calle y te hayan levantado el coche. Miedo del de verdad, con espanto.

            Luego vuelves a la ciudad, miras los diarios, y otra vez con la cantinela, con la corruptela, con la usurpación de la atención por parte de los medios dirigidos por sus amos. Otra vez a discutir sobre el sexo de los ángeles, sobre si es más importante un razonamiento lógico o emocional cuando hablamos de la identidad de las regiones. O no son regiones, son pueblos, o naciones. O sobre si es su puta madre bailando la sardana o la jota aragonesa la que sale en el cuadro cuando lo del Tratado de Utrecht. Y mientras, Galicia reseca y en plena fiesta de la barbacoa, sin medios para frenarlo. Vivir para ver.

            En realidad, esto no deja de ser un defecto de forma del propio ser humano. Un poco de todos, pero cada uno en su justa medida. En principio, las personas, tú y yo, y el duque de Alba pero con más dinero, carecemos de visión periférica, visión de conjunto, y vemos la vida conforme a una noción egocéntrica en la que somos el Sol de nuestro propio sistema; y en torno a nosotros, giran el resto de planetas, asteroides y cometas, merced a nuestro capricho gravitatorio. O al menos así nos gustaría. Ésta es la raíz de un sistema energético competitivo de combustibles escasos cuando tenemos el sol, un sistema económico competitivo que no tiene en cuenta la contaminación que le aniquila, un sistema educativo competitivo que exprime y convierte a nuestros hijos en máquinas, haciendo que se olviden de que lo más importante es otra cosa. Por eso, hay tantos padres que prefieren hijos listos pero hijos de puta, a hijos bondadosos de los que alguna vez alguien se aproveche. De primeras, no tenemos una visión global y periférica que nos permita ver el sistema como el todo colaborativo que en realidad formamos.

            Es esa noción natural, pero perversamente fragmentaria, que habla de la ley del más fuerte en la que el león se come a la gacela y mata a los descendientes de sus rivales. Esta noción no incluye el equilibrio natural de conjunto, y no lo ve por un sencillo motivo: lo reduce todo a la visión del individuo. Que está muy bien, ojo, hasta que deja de estarlo, y nos comemos un cambio climático que lo manda todo al carajo porque nuestro sistema energético y económico se olvida del conjunto. En realidad, esta noción acierta en un extremo: es un problema del individuo, sí, y siempre lo ha sido.

            El individuo tiene una elección básica en esta vida, y nadie puede soslayarla. Aquí, un no sabe/no contesta se considera un no, pero además pergeñado de estupidez e irresponsable conciencia. La pregunta, de una forma algo filosófica, va de aprender de qué va la vida o pasar por ella como un asno zamorano al que le han puesto orejeras. De una forma más prosaica, si te ponen delante un plato de fabada o uno de cicuta, ¿qué elegirías? Porque sistemáticamente elegimos cicuta y la gente se cree que lo hace en base a su libre albedrio cuando, en realidad, las empresas se gastan ingentes cantidades de pasta en anuncios publicitarios. Si esa publicidad fuera inocua en nuestra conciencia, esos entes despersonalizados llamados empresas, ¿se gastarían el parné? En resumen: si te dejas hacer y haces como que no miras, es culpa tuya, y pagas la factura.

            Por tanto, y para evitar el cambio climático, los incendios descontrolados y el apocalipsis bíblico que avecina, y además, perder el tiempo con la independencia de Cataluña, deberíamos preocuparnos por esa visión periférica tan reducida que tenemos, que nos envenena tanto el cuerpo como la mente, que nos enseña al resto de seres humanos como potenciales enemigos y que nos hace creer que somos libres cuando realidad sólo nos dirigen desde los medios. Que, en definitiva, nos está mandando a todos –porque lo que cuenta es el conjunto– irremediablemente a la mierda.

 

Alberto Martínez Urueña 16-10-2017

 

PD.: ya sé que este artículo es demagógico; igual que cuando nos preocupa que no nos dejen entrar al centro con el coche más que el veneno que respiran nuestros hijos en el patio del colegio. Por cierto, esto es sarcasmo.

miércoles, 11 de octubre de 2017

El principio de realidad


            Las variables ideológicas de la cuestión catalana han sido analizadas por activa y por pasiva en esta columna, y en todas las columnas de todos los diarios. Está claro que el referéndum no estaba amparado por la ley, y además, una vez celebrado, no ofrece las garantías necesarias para poder fiarse de los resultados. Afirmar otra cosa es negar la realidad, como hacen la CUP, que asume que su capricho ha de prevalecer, obviando cualquier razonamiento que pueda cuestionarlo, por lógico que sea.

            Otra cuestión es eso del diálogo. Dialogar siempre, por supuesto, pero dialogar, ¿para qué? Porque todos tenemos la sensación de que cuando los independentistas hablan de dialogar, lo que quieren decir es “vamos a ver de qué manera aceptáis que nos vamos”. Es decir, no abren el diálogo admitiendo que podrían quedarse, si no para elaborar un mecanismo que les permita, sí o sí, vulnerar el orden constitucional. No quieren dialogar sobre el fondo del asunto, lo que quieren es dialogar sobre la mejor forma de salirse con la suya. Una extorsión más, muy torticera por cierto, porque lanzan la pelota al tejado de los constitucionalistas argumentando que ellos son los dialogantes y los otros son los intransigentes. Hablan de dialogar, pero no lo hacen de manera clara, porque si lo hicieran, tendrían que afirmar que ellos sólo van a admitir un diálogo sobre la premisa de que se van a ir se hable de lo que se hable. Una extorsión más de todas las que han sido, después de años de pasarse por el forro el principio de lealtad institucional entre las diferentes comunidades autónomas y el principio de solidaridad. La declaración de la independencia en diferido no es más que otro chantaje, porque en realidad el diálogo que ofrecen parte de la base de que ellos ganan y los otros pierden. Sólo se negociaría la manera en la que esto pasase.

            Queda clara mi postura con respecto al independentismo, o al menos eso creo: estamos ante una situación de alguien que está negando la realidad para satisfacer un deseo que puede ser legítimo, pero que no te va a reconocer nadie. Y al final, eso es un brindis al sol: te quedarías sin UE, sin empresas, sin posibilidades de financiación en los mercados internacionales, con la sociedad catalana dividida en dos mitades, y con otra cuestión muy particular: imaginaos, una vez declarada la independencia, lo bien que se iban a llevar partidos tan similares desde un punto de vista ideológico como el PDeCat y la CUP. Una jaula de grillos para solventar todos los problemas que se les vendrían encima. Quien no quiera ver todo esto, está negando la realidad, pero además, el Estado tiene la obligación de proteger a quienes la afirman y se quedarían en la estacada.

            Estamos ante una negación sistemática de la realidad, pero ojo: no son los únicos que la niegan. Negar que el independentismo ha crecido exponencialmente en los últimos años es negar la realidad más evidente, y quien no quiera verlo, está aumentando el problema. La actitud macarra del Partido Popular ha conseguido dos logros fundamentales. En primer lugar, y esto no es cosa de risa, permitir que la extrema derecha se sienta orgullosa del partido al que vota, alimentando al demonio del fascismo, siempre dispuesto y siempre ávido de violencia. Negando la realidad de que la historia no hace más que demostrarnos que la violencia sólo esconde los problemas debajo de la alfombra, todavía hay indigentes mentales que creen que las cosas se solucionan a hostias. Por suerte, aunque haya quien niegue la realidad, hay otras formas de sentirse orgulloso de ser español aparte de alimentar los deseos de venganza y sangre contra aquellos que vulneran una idea de España que no tiene por qué ser la única.

            En segundo lugar, e igual de importante que la anterior, esa actitud de camorrista que exhiben los dirigentes del partido popular es una fábrica de independentistas. No podemos olvidar que la política tiene por objetivo identificar los problemas y ofrecer soluciones lo más pragmáticas posibles: encabronar a los catalanes no creo que sea la mejor opción, porque no soluciona nada y además, y, esto es importante, hace que cada vez haya más gente que quiera irse –y más que quiere obligarles a quedarse– de un país donde la derecha que prefiere aplastar cualquier opción que no sea la suya. Una opción extrema y excluyente que sólo admite un gobierno fuerte en Madrid al que se pliegue el resto de los territorios. Una visión que encierra un miedo: cree que en cualquier otra opción se le van a subir a las barbas. Esto no me lo invento, es la visión del cacique que recorre toda la literatura española desde hace siglos: someter antes de ser sometido.

            Por lo tanto, no podemos permitir el chantaje y la extorsión bajo ningún concepto, pero a la hora de solucionar el complicado problema que tenemos entre manos, el planteamiento de Mariano Rajoy ha sido el más irresponsable de los posibles –en realidad no es irresponsable, lo ha hecho para sacar votos del espectro central de votantes–, realizando todas las actuaciones necesarias para sacar lo peor que guarda España en sus entrañas, como es el fascismo latente en ciertos grupos sociales, así como una actitud prepotente que ha dejado abandonadas por completas a personas que no quieren irse de España, pero a las que esa visión unívoca del Estado no les parece que sea la que mejor refleja la auténtica realidad que nos rodea. Y negar la realidad es el principal error que puede cometer un político. Hoy en día, en España, tenemos un problema y ninguno de los líderes que lo están llevando están preparados para resolverlo. Ni siquiera son capaces de verlo tal cual es. Como mucho, lo que harán será barrer debajo de la alfombra y que lo que venga dentro de unos años, se lo coman los que vengan. Y mientras tanto, nosotros los ciudadanos, como siempre: puteados.

 

Alberto Martínez Urueña 11-10-2017

viernes, 6 de octubre de 2017

Sentimientos


            Las discusiones entre amigos tienen muchas cosas buenas, incluso cuando hay palabras subidas de tono, porque te dan la ocasión de pedir disculpas si has ofendido y demostrar qué consideras importante y qué no. No podemos permitir que cuestiones de índole ideológica o política –no siempre son la misma cosa– nos hagan perder amigos: lo contrario es no tener nada claro lo verdaderamente relevante de la vida.

            Por otro lado, estas discusiones te dan la ocasión de escuchar con paciencia, aunque sólo sea por el respeto que le debes al otro y, de esa forma, poder profundizar y encontrar las inconsistencias del discurso, incluido el tuyo. También, de descubrir que debatiendo no tienes por qué llegar a un consenso, sino a un punto en el que cada uno puede tener visiones diferentes y estar obligado a aceptarlas aunque no las compartas.

            En ese caso, tienes que elegir en dónde pones el foco de atención: en esas diferencias o en los nexos. Las cosas que te separan siempre se ven como algo negativo, pero en realidad convierten a la realidad en algo más amplio, y eso es algo bueno; no es, por lo tanto, un problema de divergencias, si no un problema de tolerancias. Y detrás de la intolerancia, siempre está el miedo. También podemos fijarnos en las cosas que nos unen, y ésas nos sirven para poder compartir esferas comunes. Es decir, tanto las diferencias como las similitudes son positivas en sí mismas, salvo que no sepamos mirarlas de la manera adecuada.

            Comentábamos en uno de esos diálogos que una de las justificaciones con respecto a la independencia de Cataluña habla del sentimiento catalán que tienen esas personas como un hecho diferencial que les impide sentirse español al mismo tiempo. Y piden respeto para ese sentimiento que, por mi parte, lo tienen de manera absoluta. Siempre he considerado que los sentimientos están en un plano diferente a los juicios valorativos, no puedes juzgarlos, están más allá del Bien o del Mal. Otra cuestión diferente serán las consecuencias que de ellos se deriven, y ahí sí que podemos empezar a considerar las bondades o maldades que surjan: suele decirse que no elegimos de quién nos enamoramos, pero sí que podemos elegir quedarnos o no si esa persona nos insulta de manera sistemática. No creo que podamos negar a un catalán la posibilidad y el derecho a sentirse SÓLO catalán, igual que no creo tener derecho a juzgar a un amigo porque se haya enamorado de una mujer determinada, aunque ésta le insulte. Otra cuestión es que le pueda recomendar que se largue. Y otra cosa diferente será que a un catalán le recomiende no vulnerar la legalidad vigente, porque al hacerlo puede estar legitimando que monstruos mucho más peligrosos que su deseo de independencia encuentren la justificación para saltársela igualmente. Tendemos a menospreciar las leyes que no nos gustan, pero eso es un defecto que deriva de no ver la totalidad del ordenamiento jurídico como una entidad única, con las bondades que de ello se derivan, aunque también tenga sus defectos. Y que haya ciertos oscuros personajes que la vulneran no implica que nosotros también nos tengamos que dejar llevar al reverso tenebroso de la fuerza. Porque de ahí sólo pueden salir consecuencias terribles. Para nosotros mismos, margen del daño que podamos causar a los demás.

            Con respecto a los sentimientos digo que merecen mi respeto de manera absoluta, pero precisamente por eso, por su carácter absoluto e insoslayable, no pueden servir ni como argumento ni como árbitro de ningún conflicto. Pensar que un sentimiento catalanista sirva de excusa para la independencia nos lleva a tener que admitir igualmente que un sentimiento de que “mi España es la que es y que no me la toquen” sea igualmente legítimo para impedirlo, y entre dos opciones contrapuestas no hay posibilidad de entendimiento. Sólo de violencia.

            Por desgracia, vivimos en una sociedad en la que no podemos fiarnos de que nuestros dirigentes se pongan en el pellejo del contrario, es decir, que actúen con la suficiente empatía para intentar, al menos, respetar los sentimientos de otras personas que no sean las que les aclaman en los balcones de sus sedes políticas. Para entender que gobiernan para todos, no sólo para sus votantes. Ni siquiera podemos fiarnos de que no se dediquen a exaltar los sentimientos más bajos que puedan bullir en el alma humana con el único objetivo de pescar votos, y por eso, no estoy a favor de aceptar positiva y explícitamente ni un solo caso en el que se admita vulnerar el principio de legalidad, porque al final, enarbolando un sentimiento de la naturaleza que sea, siempre habrá algún salvaje dispuesto a saltarse la ley que le incomode. Por ejemplo, preguntadle a Garcia Albiol, adalid del derecho constitucional español, por los sentimientos que fomenta con su discurso sobre los inmigrantes, porque no es precisamente el respeto a la Declaración de Derechos Humanos, ratificada por el Estado español hace décadas.

            Por eso, respetando las sensibilidades de cada uno, creo que hace falta que todos se aten los machos, que se olviden de las declaraciones llamando a la “guerra” o directamente a la guerra, y que entiendan que todos tenemos sentimientos, cada uno de un palo, pero sólo tenemos un marco en el que poder entendernos todos y construir algo que nos pueda servir para no vivir en el caos de la violencia gratuita.

 

Alberto Martínez Urueña 6-10-2017

miércoles, 4 de octubre de 2017

Una pequeña pausa


            Recuerdo perfectamente cuando decidí dejarme el pelo largo por primera vez. Tenía dieciséis años, corría el año noventa y seis, y los chicos con el pelo largo todavía eran vistos como homosexuales, drogadictos, camorristas y cualquier otro tipo de apelativo poco cariñoso. Luego tendríamos a Pio Cabanillas con su media melena, e incluso Ansar llegó a tener greñas cayéndole por el pescuezo. También tendríamos modas en las que las niñas bien llevaban tachas metálicas en las cazadoras de cuero, e incluso cremalleras, como las chupas de los macarras de los años ochenta. Recuerdo que no a todo el mundo les hizo gracia la idea, y que hubo personas a mi alrededor que me miraron con esa mezcla de desprecio y lástima que da lugar a la palabra prepotencia. Hubo quien incluso llegó a mencionar a Franco y a sus leyes contra vagos y maleantes que, haciendo uso de la arbitrariedad a la que su propia definición recurría, dejaba en manos de otros la interpretación de lo que podía ser eso, abriendo la puerta a que algún policía un poco subido de tono considerara apropiado enseñarle como era la vida por las bravas. Hoy en día a nadie le extraña demasiado ver a un chico con el pelo largo. Hay quien todavía mira con cara de asco, pero ya sabemos que eso es debido a sus propios complejos y problemas mentales subyacentes, y no tenemos que justificarnos demasiado si tomamos una decisión semejante. Os lo digo por propia experiencia. No admiten un razonamiento simple: porque quiero. Y mucho menos si la corriente mayoritaria opina que te queda mejor corto. No se puede, hace falta un razonamiento, o al menos, necesitan que les des un razonamiento para que puedan desmontarlo y hacerte ver el error que comentes. Claro, si les dices que lo haces porque quieres, la peña tuerce el gesto. No tienen posibilidad de meterle mano a tu decisión, salvo que usen la verdad de las buenas costumbres, de la tradición o de lo que es “como dios manda”. Si no entran por ese lado, no les queda más remedio que decir que para gustos, los colores, y entonces es como si te dieran permiso. Te quedas con ganas de sonreírles y decir que no estabas buscando su aprobación, pero en mi caso, siempre he optado por callarme.

            Hablando de estos temas, recuerdo las historias que me contaba mi tío Ramón sobre su maligna inclinación a utilizar su mano siniestra. La zurda, para más referencias, que de algún sitio le viene el nombre. En la época de nuestro bien amado paquito no se dudaba sobre esas cosas, había un protocolo claro de uso de la regla de madera, o incluso de llegar a atar esa mano a la silla para impedir su uso. Los zurdos eran hijos del demonio, era incuestionable, y había que aplicar las medidas correctivas necesarias para encauzar al chaval. Por suerte, eso ya no pasa en la España de hoy en día, a pesar de que todavía hay quien echa de menos aquellos bofetones que repartían los curas cuando te salías del recto camino. Rectísimo.

            ¿Y qué me decís las mujeres? Hasta la muerte del gran caudillo, la legislación patria subordinaba vuestra dignidad como persona a la indisolubilidad sagrada del matrimonio. Es decir, para cualquier actuación necesitabais el permiso de vuestro padre hasta que os casabais, y después, el de vuestro marido. Y éste podía denegároslo por el simple hecho de que no le saliese de los cojones –a lo macho ibérico– permitiros tener un trabajo, una nómina o una cuenta abierta en el banco. No estaba bien visto que trabajarais, y si os lo permitían porque os poníais burras, era a costa de que no descuidarais las labores del hogar. De hecho, si te paras a pensar, esta circunstancia todavía pervive en ciertas casas. ¿Y la manera de hacer cumplir estas leyes? Bueno, pues podéis imaginároslo. Muchas de vosotras me habéis contando las hostias que habéis recibido en casa. Incluso algunas recordabais con una sonrisa triste la dureza de la hebilla del pantalón de algún bastardo demasiado comprometido con la causa.

            Ni que decir tiene, por encima de todo esto, los matrimonios de conveniencia, las parejas rotas por diferencias sociales, las palizas porque no se veía con buenos ojos que la chica saliera con ese desarrapado con pinta de gitano… En aras de los convencionalismos sociales –que no dejan de ser leyes no escritas– algunas han recibido estopa como alfombras. Algunas han visto sus sueños rotos. Algunas tuvieron que aceptar que querían a una persona, pero se la arrebataban por la fuerza.

            Podemos seguir hasta el infinito y más allá con ejemplos en los que la imposición por la fuerza y con violencia –medida y justificada de acuerdo a los parámetros sociales de la época– destruyó a las personas que sufrieron la represión en estos casos. Pero además, podemos seguir hasta el infinito y más allá con casos que en su día fueron legales, pero que además estaban bien vistos, a los que la historia ya ha puesto en su sitio y en los que los verdugos encargados de aplicar las medidas han sido, cuando menos, sancionados desde un punto de vista moral. En nuestra mano está aprender las lecciones que nos va ofreciendo la Historia, o por el contrario, seguir cometiendo una y otra vez los errores que nos llevan una y otra vez a la violencia que el paso de los tiempos deslegitima.

 

Alberto Martínez Urueña 4-10-2017

lunes, 2 de octubre de 2017

¿A quién quieres más?


            ¿Quién tiene razón, a quién quieres más, a los que no quieren dejan celebrar un referéndum bajo ningún concepto o a los que consideran que en un Estado de Derecho cualquier cuestión puede ser sometida a referéndum, sin filtro de ningún tipo, sin matices? ¿Hacen bien los separatistas fiándolo todo a la palabra de un gobierno que tiene por bandera y por orgullo la vulneración de la legalidad constitucional, y que incluso vulnera sus propias leyes secesionistas? Por otro lado, ¿podemos fiarnos de un gobierno que tiene a bien vulnerar la propia Constitución que enarbolan por bandera incumpliendo los trámites constitucionales y legales para retirar competencias a las autonomías que indican el artículo 155 y el Reglamento del Senado; ese Gobierno de la amnistía inconstitucional o el que, si le dejas, usa el Real Derecho Ley sin que medie la urgente necesidad que indica el artículo 86?

            Si hablamos de preferencias cuando estás en un barco que se está hundiendo, la respuesta es clara: salvar la vida como sea, y esta tesitura se han encargado, tanto unos como otros, de que nos encontremos. Otra cosa diferente es cuando te planteas esa opción pero dos meses antes de comprar el billete del barco, y entonces te cuentan que el capitán es un kamikaze suicida, que el jefe de máquinas bebe como si no hubiera un mañana y que además, no se hablan entre ellos. ¿Veis a lo que me refiero? Es fácil pedir que nos decantemos cuando ya está toda la carne vendida, pero hemos llegado a la situación que tenemos por causas que tampoco pueden obviarse. El problema es que las pistas estaban ahí, y no todo el mundo quiso verlas.

            Para redondear el análisis, daos un paseo por la prensa internacional, ved la marca España que han conseguido vender esos patanes. Porque nos dan palos por todos lados. Eso mismo que hacemos nosotros cuando hablamos de Venezuela, de México, de Brasil, de Arabia Saudí, de Polonia, de Ucrania… Si creemos fundamentadas nuestras críticas de la gestión de otros Gobiernos y de otras realidades, deberíamos plantearnos qué es lo que estamos haciendo aquí para que ocupemos las portadas de toda Europa. Ochocientos heridos, y parece que sólo es culpa de Puigdemont. Sólo suya. Que la tiene, ojo, por incendiario y por irresponsable, además de por delincuente que ha dado un golpe de Estado. Pero si el capitán del barco es un irresponsable con ganas de inmolarse y el jefe de máquinas, un borracho, quizá no deberíamos haber subido al barco. Cuando el vigía del Titanic vio el iceberg ya no quedaba más que santiguarse e intentar virar como fuera; si hubieran ido más despacio, respetando los avisos que les decían que esto podía pasar, a lo mejor no habrían muerto mil quinientas catorce personas. Si la reacción del gobierno español al problema catalán no hubiera sido la de un kamikaze suicida, faltón, que insulta y que ningunea, que busca, más que negociar, humillar al rival, quizá no tendríamos a millones de personas queriendo irse de España. Porque gente que se quiera ir de España siempre ha habido y siempre la habrá, pero desde que Mariano abrió su bocaza, la cosa se ha puesto mucho más chunga.

            Sí, es cierto, prefiero que se respete la ley, soy así de facha y conservador. Prefiero que los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad hagan su trabajo y salvando a algún descerebrado, que en todos los sitios les hay, creo que el resto hace su trabajo lo mejor que puede, y que su presencia en las calles, antes de reprimirme –quizá alguna vez lo haga–, me protege de que a algún gilipollas se le ocurra hacerme daño a mí o a los míos. La auténtica represión, ya lo he dicho más veces, es la de Nelson Mandela en Sudáfrica, o la de Rigoberta Menchú en Guatemala, lugares donde te mataban a la familia por motivos de estado. Lugares donde no se respetaban las leyes –o éstas eran manifiestamente injustas – ni los derechos humanos más básicos. Sinceramente, creo que lo de Cataluña es otra cosa.

            Pero más allá de un simplismo semejante –porque el que no lo vea está ciego, o demente–, por encima de todo prefiero tener a dirigentes políticos que no se comporten como retrasados mentales con un bidón, una cerilla y muchas ganas de armarla, incapaces como son, además, de no crear más problemas de los que ya tenemos. Fíjate, en este país, ya no les pido siquiera que nos solucionen los que sufrimos –que ya lo haremos nosotros como podamos, como siempre hemos hecho, a pesar de ellos–, pero que por lo menos que no se dediquen a cabrear al personal, porque aquí saltamos a la mínima y, por desgracia, todavía hay muchos zoquetes nostálgicos de otras épocas a los que saltarse las leyes que no les gustan también se la pone muy dura. Rajoy y sus adláteres, con su actitud de camorristas de patio de colegio a los que sólo les importa ganar votos como sea, se han marcado una maniobra de libro: pescar en esa región indeterminada del electorado español denominada centro que sobre economía no lo tiene muy claro, sobre la iglesia y el concordato tampoco, y que si le hablas de la políticas de ciencia, energética o industrial les da un mareo. Eso sí, siempre han tenido claro que España es lo que es y no se toca, que los catalanes son unos llorones a los que siempre se les ha consentido todo y que, cuando comentan estas cosas en una barra de bar con los amigos, tienen muy claro que lo que se merecen esos cabrones insolidarios son unas buenas hostias, coño. Con dos cojones.

 

Alberto Martínez Urueña 2-10-2017