miércoles, 29 de febrero de 2012

A versus D primera parte

Antes de comenzar siquiera, ya os aviso de que me voy a meter en un charcal en el que es probable que me ahogue, y no es coña. Además, también os digo que aquí es probable que haya tortazos para todos, aunque en mi descargo diré que el daño que puedan causar no dependerá tanto de mí como de vosotros. Este es un tema en que cada uno tendrá su propia opinión; lo que ya no tengo tan claro es que la gente en general haya recapacitado mucho sobre ello. Por suerte y por desgracia, porque todo en esta vida es así aunque no queramos verlo, me tocó hace un tiempo darle un repaso y sacar algunas conclusiones.
Para poder hablar sobre un tema, lo primero que dicen los expertos que hay que hacer es delimitar el objeto, o aquello sobre lo que pretendemos explayarnos luego. Hay dos posibles orientaciones en una definición, positiva por un lado y negativa por otro, y aprovecharé las dos, con vuestro permiso. Si hablamos de qué es el amor (aprovechad para reíros ahora por la ñoñería de la palabra, que luego ya no se puede) hemos de decir una obviedad: es un sentimiento. Éste tendrá las bases físicas y biológicas que sean y provocarán reacciones en nuestro organismo, pero a cada uno nos las provocan personas distintas en base a condicionantes diversos y, al menos de momento, indeterminados. Pero por encima de todo, es un sentimiento, y como tal, irrefrenable; ojo, puedes hacerle caso o no, pero es irrefrenable, en el sentido de que aunque lo pretendas, no dejarás de sentirlo por propia voluntad. Además de irrefrenable, es algo que te deja completamente desnudo ante quien te lo ha provocado, totalmente expuesto porque atañe los recónditos lugares más escondidos de nuestro ser, ese lugar donde el daño es igualmente irresistible.
Y tenemos lo que no es el amor, y puedo decir que no es nada de lo que le añadimos motivado por el miedo, por el pavor a que ese rincón íntimo resulte dañado. Hablo de aferrarse, de poseer a la persona amada, de coartar la libertad individual… Ese largo etcétera que justificamos de una u otra forma para llevar la razón de lo que pretendemos para protegernos. O si no, esa serie de preguntas tipo test que hacemos a nuestra relación para contrastar el amor que la otra persona siente por nosotros, cuestionando continuamente tal como haríamos en un experimento científico. Ese miedo, que trataré en otro momento, incluso cercena la posibilidad de amar con autenticidad. Ojo, mentes descreídas incluso han llegado a decir que el amor no es si no un torpe recubrimiento del simple impulso reproductivo mezclado con la necesidad de asegurar a la camada mediante un sistema familiar culturalmente establecido. Aquí parto de la base de que existe algo que trasciende al propio individuo y que le hace consciente de la existencia de el otro, que está más allá de sí mismo y al mismo tiempo compartiendo una existencia, un espacio y un tiempo. Con la reduccionista visión egocéntrica que en algunos foros se pretende vender, en la que el ser humano únicamente se mueve por conceptos que giran en torno a uno mismo y niega la posibilidad de la trascendencia de la que hablaré más adelante, la noción del amor se desdibuja en un simple intercambio comercial en que dos personas buscan la autofelicidad en base a un contrato celebrado con otra persona con la que se comparte cierta afinidad. No, yo no hablo de esto; aquí me estoy poniendo romanticón y me refiero a ese amor que, en contra de toda lógica de supervivencia y más allá de la concepción egocéntrica dentro de la evolución del individuo humano, es y ha sido capaz a lo largo de la historia, de dar incluso su propia vida para que subsista la de otro.
Esto me lleva a afirmar que todas las justificaciones de las que hablo, ese reduccionismo del ser humano a una evolución individual en que sólo es capaz de satisfacer sus propios deseos (y si se sacrifica por los demás aún a costa de su propia felicidad es que así es feliz, toda una vuelta de tuerca para así tener razón y punto), son parte de la manifestación de ese miedo que he mencionado. El miedo es un poderoso enemigo, tanto en este tema del que hablo como en cualquier otro; retuerce la realidad a su medida e incapacita a las personas de tal manera que, ese sí, les obliga a ir en contra de lo que realmente deberían hacer o no. La falsa prudencia (hay una que es buena), el reduccionismo egocéntrico, el encadenamiento, la necesidad de seguridad, el aferramiento… Tenemos un sinfín de bonitas palabras con qué rodear al amor para justificar otras cosas que no lo son pero que en base al temor de que ese interior nuestro quede dañado.
Una vez introducido el tema, aplazo para próximas entregas profundizar en esta cuestión que, personalmente, me parece de una vital importancia en la vida de los seres humanos, tocando también el tema del desamor, fundamental cuando hablamos de la implicación de estos sentimientos en la persona. No en vano, la pregunta de para qué estamos aquí el sentido último, viviendo esta existencia que tenemos, es una pregunta que se ha hecho la humanidad entera desde tiempos inmemoriales; y el intento de los últimos años de obviar la trascendentalidad del ser humano a través de un consumo desaforado basado en una idea perversa de que hay que vivir el presente como si el futuro no existiera, lo único que nos está dejando es una sociedad absolutamente vacía de contenido, y una serie de puntos que la componemos totalmente perdidos y sin respuestas ante una realidad que nos confunde, nos deja perplejos y por último nos derriba.


Alberto Martínez Urueña 29-02-2012

viernes, 17 de febrero de 2012

Revolcones

Hay veces que la realidad te coge y te pega un revolcón. Son esas veces en que estás pensando en la inopia y, sin previo aviso, te sacude un puñetazo en las costillas y te quedas sin aliento. Esta semana, en cabeza ajena, dos historias de echarse a temblar.
La primera de ellas, escuchando Radio Nacional, a eso de las cinco y pico de la tarde, en el turno de participación de los oyentes, una llamada. No recuerdo el nombre, y no quiso dar su apellido, cosa perfectamente comprensible, porque en una ciudad no muy grande como era desde la que llamaba el interfecto le conocería demasiada gente. Por resumir, una pareja con un par de sueldos normales se quedaron al comienzo de la crisis los dos en el paro, y progresivamente, sin ingresos. Estuvo hablando cosa de diez o quince minutos, tiempo en el que el presentador no dijo palabra, imagino que sobrecogido como todos los que estábamos escuchando, salvo sociópatas y ratas desalmadas. Sólo dos cosas de sus palabras que no olvidaré, ya que hacían referencia al hijo de tres años que tenían: dijo, con perdón por la palabra (pedía perdón, y casi se me saltan las lágrimas), que su hijo tenía el culito irritado porque no tenían para pañales; la segunda, que con el kilo de arroz, el kilo de macarrones y la botella de aceite de girasol que les daban cada quince días en Cáritas (honrada organización, contrapunto de los cuervos vestidos de morado que viven en palacetes y sufren de obesidad) no daba para que el niño no estuviera malnutrido. La puntilla me la puso, el cabronazo, cuando reconoció, casi a gritos histéricos retransmitidos en frecuencia modulada y estereofónica, que se arrepentía de haber tenido a su hijo. Silencio, por favor, y pensad antes de hablar, porque imaginaos la desesperación de un padre para que diga semejantes palabras. Ahora preguntadle (a mí creo que no hace falta) qué opina cuando Rajoy pide tiempo a los desempleados para que surtan efectos sus medidas.
La otra historia que pone los pelos de punta la he leído en ese periódico de rojos recalcitrantes que es “El país”. Es una noticia más de la sección de sociedad que de la de sucesos, aunque debería estar en la de denuncia social. Se trata del caso de una madre, Maria Luisa, de Huelva para más señas y que la busquéis en San Google, una de esas andaluzas vagas e inoperantes de las que hablaba Duran i Lleida durante las elecciones. La susodicha tuvo la suerte de tener tres hijos, y la desgracia de que los tres nacieran con un gen recesivo que les manifestó a todos y que produce un tipo de cáncer de los que te llevan sí o sí al otro barrio. Y jovencitos. La única solución, como os podéis hacer cargo, era inevitablemente genética, con un índice de probabilidades de conseguir donante tan irrisorio que haría del salario de un trabajador español una fortuna. Entre unas y otras, (podéis leeros la noticia completa en Internet), la tocó irse a Bruselas, Bélgica, donde no hay nadie diciendo que eso de que tener hijos mediante reproducción asistida es pecado y con unos legisladores dispuestos a hacer caso a semejante despropósito. Ya ni te cuento, una vez que se ha legalizado, los trámites burocráticos para conseguir tener hijos con un estudio genético bajo el brazo y que puedan ser donantes apropiados para sus hermanos. Un chiste. La cuestión es que allá se fue, en plan comando, a luchar por la vida de sus hijos hasta las últimas fuerzas que tuviera. ¿Final feliz? Bueno tenía tres hijos, y nacieron otros tres, pero las matemáticas trágicas hicieron que ahora sólo tenga cinco. Las mismas matemáticas que, utilizadas de mejor manera, hacen que las personas que viven casos reales como los anteriores se conviertan en simples cifras y se comparen con otras más grandilocuentes como déficit presupuestario, producto interior bruto, balanza de pagos, prima de riesgo…
Porque dentro de los conceptos semánticos y lingüísticos, que cuando las eminencias públicas los sueltan en antena parecen estar todos al mismito nivel de importancia, me da a mí que hay rangos y categorías. Podemos apoyarnos en las matemáticas, si queréis, para dar empaque a la conversación, y de esa manera, poder ir diciendo de qué manera o de qué otra. Es decir, mientras haya gente que pase hambre, malnutrida y esas cosas tan feas, en esta mierda de país de pandereta, se tendría que arrojar por la borda a cualquier persona que tuviera el sueldo que algunos se ganan. Incluso algunos, mientras a los demás nos les congelan, ellos tienen los cojones de subírselo en votación parlamentaria. Para que luego digan que la democracia es el sistema más justo. Y si tiene mala prensa la votación, se lo enchufan en gastos de viaje y comisiones de dietas. Nos comentan cuestiones como lo de las reformas laborales, se inflan los papos como pavos gordos y lustrosos de Navidad, pero cuando investigas un poco en foros donde escriben catedráticos de distinto corte político, todos están de acuerdo en una cuestión: a ellos, que son los que saben, nadie les pregunta. Y tienen ideas, ojo, no es hablar por hablar. Y ni te cuento cuando se les pilla mintiendo, robando y chupando del tarro: se indignan. Échale cojones.
Por eso ya me da igual todo, puedo decirlo abiertamente. Mientras los problemas de la gente sencilla no se vean resueltos, no volveré a creerme nada de lo que salga en la prensa. Ahí sólo tienen foro los sociópatas y las ratas de las que hablaba antes, y todo lo que dicen no se sostiene en lo que no se cure la irritación que nos corroe a mí y a ciertos conciudadanos, pero sobre todo la del culito del niño de aquel oyente.


Alberto Martínez Urueña 16-02-2012