miércoles, 26 de agosto de 2015

Mira...


            Una de las gratas consecuencias que tiene la actualidad mediática de la que disfrutamos hoy en día, con nuestras tripas mórbidas dispuestas a tragarse toda la basura que nos ofrezcan, llámense corrupción política o mamachichos en semipelotas moviendo curvas y hormonas, es que nos permite girar la cabeza para no ver lo importante que hay sobre el globo terráqueo, y las consecuencias de nuestros actos y de nuestro irresponsable modo de vida. Sí, sí, ya sé que yo también soy parte de esto, no os duelan prendas en recordármelo, pero es que se me han hinchado las narices de tanto soplagaitas chupando cámara y portadas sin que diga nada bueno en el intento.

            Mira, en España además tenemos partida doble, porque además de ser cómplices de la insaciable máquina de asesinar en la que se ha convertido Occidente, tampoco jugamos con las reglas del capitalismo. Antes bien, hemos hecho una mezcolanza propia de nuestras bastardas raíces, hijos de todo perropichi que haya pasado por Iberia, adoptando lo peorcito de cada casa, y hemos construido una economía de mercado con tintes de cacique andaluz y párrafos de necrología castellana, sin olvidarnos por supuesto de las desvergüenzas pseudofascistas que son los nacionalismos y que no son más que otro reducto para esa costumbre tan sana como fue el feudalismo medieval y sus pretensiones derrocar a los reyes con la sangre de sus súbditos mediante para quedarse el señorito con las gallinas.

            Occidente es una máquina irresponsable generadora de mierda en todas sus acepciones. Generamos, literalmente, basura por doquier y la lanzamos al mar para que desaparezca de nuestra vista. Generamos muerte y destrucción en países que no sabemos situar en el mapa precisamente porque ojos que no ven, corazón que no siente, y cuando lo siente, se cambia de cadena. Y cada vez sentimos menos. Exportamos nuestro acrisolado modelo democrático a países cuya cultura social pasa por no saber hacer la o con un canuto si no le indica cómo un mulá o un califa. Eso sí, les juzgamos como a bárbaros, igual que hicieron con nosotros los romanos hace dos mil años como justificación para colonizarnos, educarnos y amaestrarnos, sin olvidarnos de que muchos de los males que están sufriendo se los llevamos nosotros hasta la puerta de su casa para hacer caja a fin de ejercicio contable. Generamos aquiescencia con la inmoralidad más absoluta alimentando nuestras sombras, esas maldades que, como todos llevamos, han de ser aceptables, y desconfiamos de quienes puedan pretender traernos esfuerzo y voluntad para conseguir ser mejor de lo que somos.

            Y ahora, una vez que he conseguido vuestra atención –o al menos la de aquéllos que han seguido leyendo después del segundo párrafo– pasaré a la práctica. Está muy bien eso de las cifras macroeconómicas, el debate sobre la libertad de mercado, la devaluación del yen y la legalización de la estupidez social vía real-decreto como ha puesto de moda Mariano, pero hay cosas mucho más importantes ahí fuera, y nos las están metiendo con calzador gracias a este espectáculo de luces y sonido que nos han montado. Así, mientras seguimos lanzando mierda a la atmósfera que, independientemente de que sea la responsable del cambio climático, nos hace enfermar y tenemos un modelo energético ponzoñoso, nuestros políticos van tomando asiento en los consejos de administración de las empresas energéticas para las que regularon en su día un marco legislativo favorable. Al que esto no le huela a huevo pocho, es que no tiene pituitaria.

            ¿Me paso con esto de máquina de asesinar? La crisis económica ha tensado tanto las cuerdas a tanta gente que el índice de suicidios parece una autopista hacia el cielo, y el de las enfermedades derivadas del estrés una barra libre de depresión mezclada con vodka a las puertas del instituto. Pero antes de esto ya teníamos la guerra del coltán, los conflictos del Congo por sus recursos, el petróleo de países amigos, las pandemias del Tercer Mundo –que sólo interesan, un poquito, cuando matan misioneros occidentales– o el mantenimiento de la renta agraria en Europa y Norteamérica y sus aranceles respectivos para que África no inunde nuestros mercados con sus productos a bajo coste. La cuna del liberalismo económico y sus subvenciones… Todo esto, si se consideraran como lo que son, consecuencia de las políticas refrendadas por nuestros gobernantes y nuestras asépticas organizaciones internacionales, mostrarían una cifra acumulada de cadáveres que harían sonrojar al Estado Islámico por su evidente incompetencia en la limpieza étnica.

            Mira, yo no tengo la solución para este mundo mezquino, pero intento solucionar el pequeño mundo que tengo cerca. Me cabreo cuando veo a alguien cercano actuar como un desalmado, sin empatía ni compasión, agresivo, y al mismo tiempo trato de comprenderle porque lo único para lo que nos han educado a conciencia es para llamar hijo de puta al que nos adelanta por el carril derecho. Intento regalar sonrisas y trato de no ser un estorbo, ni verter cianuro en el ambiente, y cuando puedo, ayudo en la medida de mis capacidades económicas, o de las otras. No soy perfecto en modo alguno, pero tengo claro que mi responsabilidad alcanza a donde llegan mis actos, y que no voy a asentir con cara bovina ante el sufrimiento ajeno porque no podemos hacer nada. Vamos, que hagáis lo que os salga del arco del triunfo, pero tened claro que sólo la compasión acaba mereciendo la pena en este mundo hipereconomizado. Todo lo demás son facturas.


Alberto Martínez Urueña 26-08-2015

lunes, 24 de agosto de 2015

Ideas y personas


            Como hay algunas cuestiones que a mí, personalmente, me tocan bastante la entrepierna, me veo en la necesidad perentoria de darles una respuesta en esta columna que, aunque no llega a demasiada gente, siempre puede quedar un poso de aquiescencia. Cuando se habla de ideologías, sobre todo en este país de gente ilustrada siempre dispuesta a la conversación tranquila y al debate sesudo, hay que tener mucho cuidado en no caer en clichés y estereotipos, así como en opiniones estúpidas y necedad a granel. Aquí hay para todos, ojo, y da igual si eres derechas, de izquierdas, de arribas o de abajos: los salivajos malintencionados te pueden llegar en todo caso sin previo aviso. O incluso soltarles tú, sin previo aviso. No hay mesura ni sosiego; más bien, mucha mala baba y ganas de hacer daño, llevándolo todo al plano personal y a la descalificación virulenta.

            Visto con la óptica del antiguo régimen, se me podría considerar un rojo recalcitrante de los que pretende quitarle lo suyo al rico, vulnerando cualquier principio mínimamente sensato respecto al derecho a la propiedad privada y la libertad de empresa. Un ladrón institucional en potencia dispuesto a esquilmar a cualquiera que destaque dentro del sistema económico, movido por la envidia de quien no es capaz de hacer su propia fortuna. Se me aplicaría, por supuesto, unas buenas dosis de amor por el caos y desorden social en base al libertinaje y odio por las normas que todo buen rojo debe perseguir. Por último, y no menos importante, un absoluto desprecio por cualquier persona que profese un credo religioso, tildando a todos sus miembros de ignorantes y sádicos homicidas perseguidores de la ciencia y el saber, y debería buscar la venganza con todos los medios posibles por cualquier tipo de tropelía sucedida hace quinientos años al otro lado del mundo. A este respecto, evidentemente, tendría que justificar con modos suficientes las benignas vacaciones en Siberia con que Stalin agraciaba a sus opositores, sospechosos o gestitorcidos rusos, declarar convencido sobre las bondades de la reforma educativa china y pontificar sobre las bondades de un sistema bien planificado desde los cimientos como el venezolano.

            Un buen rojo no gana demasiado dinero con su trabajo, no puede además ocupar cargos directivos o de responsabilidad económica, pues estaría jugando a favor de un sistema contra el que está su ideología comunista. Vive en un modesto piso de habitaciones pequeñas en barrios grises y sin ninguna concesión estética que suponga un gasto superfluo. Jamás trabaría amistad con un empresario salvo si es para echarle en cara sus actividades desalmadas, y nunca compraría un producto de fabricación dudosa llegado de Asia: esas justificaciones de generar riqueza y puestos de trabajo en países subdesarrollados no justifican la política imperialista de occidente, amen de la explotación y grave indignidad que supone para aquellos muertos de hambre. No veranea en complejos hoteleros de lujo o en chalets a pie de playa, sólo en apartamentos cutres o en zonas de acampada con los cuartos de baño desportillados. O no veranea, y punto.

            Una vez ejercido mi derecho a la pataleta y al cinismo, os diré una pequeña realidad: creo que la cuenta corriente no determina la ideología que profesas. He conocido gente que no tenía donde caerse muerto y aun así defendía las políticas de bajos impuestos y la destrucción del Estado del Bienestar por el simple hecho de que era católico, y claro, se debía a los partidos de derechas que defienden la cruz de Cristo. También he conocido gente de derechas, conservadora, católica, apostólica y romana, con pasta en el banco que, en secreto, donaba generosas cantidades a organizaciones de ayuda a los más desfavorecidos. Hay rojos que ganan dinero con su trabajo, y bien ganado está, pero al mismo tiempo abogan por un sistema tributario justo donde paguen más los que más tienen –ellos incluidos– y que con esos ingresos se pueda mantener un buen sector público que dote de oportunidades a los hijos de los más desfavorecidos; y hay conservadores que saben que un buen escenario para los negocios es un país con una estabilidad social nacida de un Estado de derecho justo con las desigualdades precisas y necesarias. Incluso hay empresarios que introducen en sus criterios de negocio valores sociales como el apoyo a la conciliación laboral y familiar y no le ponen peros a las mujeres que desean ser madres, que dan trabajo a personas con enfermedades crónicas como la fibromialgia o la esclerosis y que saben que la bondad cristiana que refrendan no se limita a las cuatro paredes de un templo de piedra.

            La realidad ideología es muy compleja, pero la bondad de las personas no depende su espectro político. El intento de conseguir una sociedad óptima para la mayoría es un objetivo que muchos persiguen, cada uno desde su perspectiva, y lo que se discute entre gente de bien es la mejor manera de lograrlo, sin necesidad de insultarse. Yo, por mi parte, como siempre recalco, no tengo problemas con una sociedad donde haya ricos, lo tengo con aquellas donde hay malnutridos, marginados y aplastados por la bota de quien tiene tantos problemas mentales que sólo puede sobrellevarles humillando a cualquier bicho viviente que aparezca en sus cercanías, ya sea un toro de la vega, un inmigrante subsahariano o un parado de larga duración.


Alberto Martínez Urueña 20-08-2015

lunes, 10 de agosto de 2015

Luces y sombras


            ¿Sabéis? Cuando hablo de economía siempre me queda una persistente y perversa duda rondándome las tripas. ¿Qué criterios siguen los procesos económicos que vivimos como agentes participantes de esta sociedad y que pretendo describir y sobre los que pretendo opinar? Es decir, ¿somos ese homo economicus del que habla la escuela neoclásica? Os puedo asegurar que esta diatriba interna es la que se lleva planteando la economía desde hace muchos años, no es nueva ni pretendo atribuírmela.

            Al final, como todo en esta vida, depende del concepto que tengas del ser humano, lo que deviene indefectiblemente en una dialéctica sobre filosofía. Esto es así, por mucho que hoy en día los aparatos internacionales intenten hacernos creer que la economía es una línea recta de una sola dirección y con un solo destino. Es mentira, pero la sociedad occidental ha pasado de creer en hombres que se esfuerzan en cultivar la potencialidad de sus luces a crear hombres que se vanaglorian de sus sombras y que las explotan de acuerdo al principio de que son comunes a todos e inevitables. Tal y como afirmaría un cínico, “si todos los hombres buscan su propio beneficio de manera egoísta, ¿por qué no voy a hacer yo lo mismo?”. El gran logro del capitalismo ha sido convencernos de nuestro egoísmo, justificarlo, o incluso convertirlo en la herramienta a través de la cual la sociedad alcanza sus beneficiosos objetivos.

            La lucha del hombre contra sus demonios ha sido retratada por el arte desde que éste existe, no es nada nuevo, pero hoy en día parece que el diablo ha ganado la partida y el péndulo se inclina peligrosamente hacia un lado, amenazando con hacer colapsar el sistema de la balanza. Y por supuesto que esto tiene que ver con la economía, y con la persistente y perversa duda que me ronda las tripas. Decía la primera modelización de Adam Smith que la búsqueda individual por parte de cada uno de los agentes económicos conducía a una maximización del bien social; sin embargo, ¿es cierto que el egoísmo puede traer un máximo de bienestar para todos? Eso es lo que argumenta el economista clásico, y con sus matizaciones, las posteriores adaptaciones que han ido surgiendo desde esa base. Por otro lado, la otra rama de la economía, que podríamos llamar keynesiana, apuesta por un papel fuerte del Estado, que puede acabar convirtiéndose en una institución que tutela a unos ciudadanos irresponsables necesitados de un guía superior, o visto de otra manera, que busca un bien social superior imponiéndose a los particulares de los individuos.

            ¿La economía sigue criterios económicos, tal y como nos dicen los modelos que articulan y  utilizan las cabezas pensantes para hacer sus predicciones? ¿Es el hombre tan racional como pronostican las matemáticas y los superordenadores que manejan los datos? ¿O seguimos otros criterios diferentes? ¿O los criterios económicos no son tal y como los piensan quienes nos dirigen desde su torre de marfil? ¿La misma torre de marfil es tan aséptica como pretende las letanías que le dan nombre?

            Tenemos multitud de ejemplos según los cuales la racionalidad no es precisamente una de las principales herramientas que utilizamos a la hora de tomar nuestras decisiones. Las grandes pulsiones de la vida, de hecho, dependen de otras cuestiones más prosaicas, y las motivaciones tales como la ira, la venganza, el odio y ese largo etcétera que ya describieran los griegos siguen estando bajo la piel de que nos contiene. Hay quien incluso opina que la razón, aplicada en este campo, no deja de ser la vestimenta que otorgamos a nuestros impulsos para dotarles de justificación. De acuerdo a esa entronización de nuestras sombras de la que hablaba en el segundo párrafo, estamos mucho más expuestos que antes a sus extremos, y en esta era de prepotente modernidad racional, mucho más engañados e indefensos frente a ellas. Toda la vestimenta de silogismos con que engalanamos nuestras decisiones y juicios no son sino fruto de la inseguridad en la que nos vemos sumidos al no entender y aceptar que los conceptos de bueno y malo que pretendemos conseguir dependen de algo tan sencillo como la empatía que nos produce un ser humano y su sufrimiento, el que podemos producir o evitar, sentimiento que sí que es común a todos, y que no depende de razones, que cada cual tiene la suya. Y cada cual sus particulares sombras.

            Por eso, cuando veo a esos señores trajeados que salen en los periódicos que informan sobre las cumbres donde se deciden las cuestiones importantes, y se blindan con razones para hacer tal o cual cosa que vulnera la dignidad del ser humano, me cuestiono si lo que hay por detrás de tales medidas son auténticas razones económicas o hay algo más. Algo que tiene que ver precisamente con esas sombras que por un lado, en este siglo veintiuno, pretendemos ocultar, pero que por otro, entronizamos. ¿Dónde ha quedado la voluntad nefanda de poder, de trofeo, de imposición, de conquista, de éxito, de la que todas las obras clásicas han hablado y han atribuido a los poderosos de todos los tiempos? ¿Dónde ha quedado esa necesidad que siempre han sentido algunos de poner un pie sobre el cuello de otros para demostrarles que pueden hacerles cumplir su voluntad? Pueden recubrir de raciocinio todas las decisiones que adopten, pero una mirada desapasionada y distanciada en su justa medida les pone en evidencia. Y es que, como reza una frase cristiana, el mayor logro del diablo es hacernos creer que no existe, y así las conductas que dañen a nuestros semejantes pueden obtener la justificación que los perpetradores requieren. Y las justificaciones económicas son múltiples. 

Alberto Martínez Urueña 10-08-2015

lunes, 3 de agosto de 2015

Gracias, Mariano


            Una de las cosas que tiene esto de permitirse escribir una columna propia con una mínima regularidad que no siempre cumplo es que acabo escribiendo de lo que buenamente me da la gana, sin preocuparme demasiado de más consejeros editoriales que vosotros mismos, mis lectores. Siempre he procurado tratar todos los temas sensibles con absoluta educación, en aras de no ofender a ninguno de todos aquellos a los que os llegan mis escritos, a sabiendas de que alguna que otra vez ha sido imposible no levantar alguna ampolla, ya fuese con temas de religión, o con temas de ideología. Por suerte, como normalmente hablo de economía, esto no le importa a nadie, a no ser que los políticos europeos mientan, y economía e ideología estén directamente relacionados; pero confío en nuestros líderes y no creo que cometiesen tal dislate.

            Precisamente por eso, porque hablo de lo que quiero, y en los términos que quiero, pero con absoluto respeto –y así no me amordazan–, puedo contaros la historia que sigue, y es que el viernes pasado tuve la suerte de poder salir un poco antes del trabajo. Había acumulado horas el resto de días, y pude recogerme con antelación. La suerte se transformó en premio gordo porque al encender la radio una voz conocida asaltó mis tímpanos y regaló un discurso a mi intelecto de los que dejan huella. Todo motivado por las prisas que le ha entrado al Ejecutivo de aprobar los presupuestos antes de meterse en campaña electoral, porque las tortas vienen gordas. O quizá precisamente porque viene campaña electoral y de esta manera poder hacer más populismo con las cifras, amplia costumbre de quienes denuncian al resto de lo mismo.

            Y es que nuestro querido presidente del Gobierno –hay que medir mucho los párrafos, como en tiempos del NODO– estuvo elocuente ante el micrófono, bien pertrechado de gráficas y datos para poder dar lustre a la ley más importante del año y que, precisamente por eso, han aprobado con carácter extraordinario fuera del plazo habitual, para que nadie pueda meterle mano dentro de unos meses, cuando a lo mejor, y digo sólo a lo mejor, al votante español con el colmillo retorcido se le ocurra pedirles cuentas por las tropelías cometidas. El problema es que hizo una demostración de cómo las cifras, según se lean pueden soportar una realidad o la contraria. Los datos de paro son los más elocuentes de esta verdad axiomática, ya que se atribuyó el mérito del gran descenso de desempleados y le encasquetó al anterior Gobierno el descrédito de tener el mayor aumento al inicio de la crisis. Nada tienen que ver los argumentos de los sabios en materia económica que indican con sus doctos estudios que el origen tiene más que ver con la propia estructura del mercado laboral, y con la estructura de la economía española. De hecho, gracias a la inacción política de los últimos cuarenta años –por poner una cifra– tenemos una economía a la que los inevitables ciclos le afectan en mucha mayor medida que a nuestros vecinos europeos. De esta manera, cuando llega la hecatombe, todas las variables, no sólo el paro, se ven mucho más afectados, y cuando llega la recuperación, las tasas de crecimiento suelen ser superiores. Esto es, en gran medida, debido a la falta de reformas verdaderamente estructurales de nuestro sistema productivo, nada diversificado; a nuestro sistema fiscal, muy poco eficiente; a nuestros mercados internos, divididos por diecisiete comunidades autónomas; y a nuestro mercado laboral, incapaz de crear empleos de calidad. Así, las cifras de desempleo disminuyen, pero la lectura de los datos pormenorizados indican que la calidad es lamentable, que no es que haya más trabajo, sino que el mismo se reparte entre más gente, y que los sueldos resultantes de esta supuesta reforma del mercado laboral no permiten llevar una vida medianamente tranquila a muchos conciudadanos. Y cuando hablo de una vida tranquila, me refiero a no vivir con la espada de Damocles sobre el pescuezo, dispuesta a partirte el espinazo a la mínima vibración que la perturbe.

            Y eso nos lleva a las reformas estructurales de las que hablaba Mariano. Llevamos escuchando desde hace varios años el mantra estúpido de que las crisis suponen una oportunidad para la mejora, lo cual únicamente habla de lo bobas que son las sociedades humanas. Sin entrar en más detalles, os diré que ni los economistas más liberales están de acuerdo con las mínimas reformas que ha llevado a cabo el Gobierno del PP, que para algunos se quedan en un pequeño lavado de cara de lo ya existente y para otros, en una burla al servicio del capitalismo carroñero. Únicamente acudiendo a medios afines al Gobierno podemos encontrar algún discurso bobalicón que ensalza tales medidas, pero sin indicar los motivos y razones de acuerdo a datos contrastados. A estos les vale prosa grandilocuente y afirmaciones sin base científica que las respalde.

            Por lo tanto, muchas gracias Mariano por darme nuevos motivos para poder disertar sobre lo verdaderamente importante en política económica: a saber, datos estadísticos interesadamente leídos y ausencia absoluta de verdaderas medidas que sirvan para crear un verdadero tejido productivo basado en la acumulación de conocimientos y progreso científico. Tendremos que seguir conformándonos con turismo, sol y playa, producción automovilística y sectores estratégicos –la energía y las telecomunicaciones van a ser objeto de estudio próximamente– que ponen en tela de juicio a todos los organismos institucionales que los controlan y velan por una verdadera competencia en sus mercados. 

Alberto Martínez Urueña 03-08-2015