lunes, 14 de enero de 2008

Libres y salvajes

Este es un tema de esos que puedes atacarle de mil formas distintas. Puedes echar espumarajos por la boca y no dejar títere con cabeza en cuanto empieces, o tratar de ser comedido y dar explicaciones que nadie te pida. Unos lo expresan desde el punto de vista de los causantes, y otros se ponen en la perspectiva de la víctima. La verdad es que yo prefiero verlo desde el mío propio, como quien lo ve en tercera persona y no se ha visto involucrado nunca con estos temas, y espero que por mucho tiempo siga todo así.

Ya sabéis que soy un firme defensor de los derechos de eso llamado ser humano, y de todas esas parafernalias de las que se llenan la boca determinados foros y contertulios, y otras alimañas más feroces y también más radicales. No en vano, y siendo así de directo, el peligro de pegarle una paliza a tal o cual sujeto es que quizá te equivoques de destinatario y se lo hagas pagar a quien no debes. No hay que olvidar incluso en el aspecto judicial determinados casos de errores flagrantes que han mandado a inocentes a la cárcel, o a la cámara de gas. Aparte que hay quien puede opinar que para sacarte determinada información, que al final resulta que no sabías, están legitimados para retorcerte los intestinos con unas pinzas de chimenea. En estos casos, luego pueden pedirte perdón con mucha baba bendita, pero nadie va a poder resarcirte realmente de lo sucedido. Gracias a Dios, por mucho que a determinados radicales (autotildados de tolerantes) les pese y gustaríanse de ver colgando del pescuezo a quien ellos determinen, hay determinados derechos que no te pueden quitar, como el derecho a la integridad física (no ser torturado), derecho a la presunción de inocencia (no como con la antigua congregación para la fe y los santos, es decir, la Inquisición que tenías que demostrarla y no al contrario) y otras más que vienen en esa Constitución que muchos no saben para qué fue promulgada.

El problema de esos aspectos unidos en uno es que al amparo de determinados derechos se vulneran otros. Estoy sumamente identificado con la posesión de éstos en el ámbito público de las personas; el sistema, sin embargo, se tambalea cuando esos derechos no van acompañados de correspondientes responsabilidades. Para hacernos una idea, yo tengo derecho a que no venga nadie y me torture, pero también está el aspecto negativo de que yo no tengo derecho a torturar a nadie, y ésa es precisamente de la responsabilidad de la que hablo. Con el objetivo de evitar esos desmanes, que no hace tanto ocurrían en este nuevo paraíso occidental con el que se le cae la baba a más de uno, se promulgaron una serie de preceptos a fin de erradicar esto que antes parecía más una costumbre que una atrocidad.

Pero claro, ¿qué pasa cuando a un menor de dieciocho años se le pone entre ceja y ceja que quiere partirle la cabeza a una mujer de cuarenta y pico en Medina del Campo porque no le gusta lo que le ha dicho, por poner un ejemplo? Véanse también abuelos agredidos en plena calle, maestros que son objeto de practicas pugilísticas en los pasillos de un instituto cualquiera, mendigos que suficiente tienen con el frío del invierno para que vengan determinadas bestias a reclamarles sangre… Y así un largo etcétera de víctimas de personas que por códigos legales son menores, y así se les defiende, pero que por salvajadas son Atila y su ejército.

Claro, es el momento en el que alguien saldrá diciendo tonterías tales como la carencia de responsabilidad, al menos legal, de personas de esa edad, que hay que protegerles de los ataques de los más fuertes, y todas esas cosas que estamos acostumbrados a oír a señores de traje, corbata y sonrisa displicente que algunas veces han conseguido alterarme más de la cuenta. Ya sabéis a lo que me refiero. El problema en este sentido es que a la víctima nunca queda resarcida de las lindezas del mocoso, robándole a mano armada sus propias legitimidades. Y reclamando aquello de “tócame, que soy menor”. Es decir, sabe que es menor, así como reclamar los derechos anejos a tal condición, pero no sabe discernir si quemar viva a una mujer en un cajero está bien o mal.

Aquí se pueden empezar a rebuscar en el fango más podrido miles de retorcidas razones para justificar que un niño de esas edades se parezca demasiado a Hannibal Lecter. Podemos hablar de los peligros del grupo-manada, de las indecencias emitidas en horario infantil, de la violencia de internet; pero la verdad es que no quedo satisfecho con ninguna de ellas. Todavía recuerdo épocas en que las pistolas eran el juguete más deseado, o los militares aquellos del GIJOE, o en las que se buscaba el rato en que los padres no estaban en casa para ver tal o cual película, o cuando buscábamos la forma de ver el interior del cuarto de baño de las chicas. Algo hicimos todos, nadie se libra de la mancha. Pero claro, si te pescaban te caía la que te tenía que caer, y si hacía falta a dos manos, y si chistabas lo más mínimo te caía el reintegro porque protestar cuando te habías equivocado también era falta.

Luego el problema al que llego es a la falta de responsabilidad. Es decir, no me vengan con soplidos en la oreja referentes a las pobres criaturas víctimas de tanta patraña, porque el problema precisamente es ése, que aunque en la televisión salgan soldados americanos pasándoselo en grande en las cárceles irakíes, cuando el niño haga lo que no debe, que la pague toda entera; y que no venga su madre diciendo que es que no puede con él y su padre cagándose en los muertos más frescos del profesor, policía, o quien sea, porque su hijo es un santo y no hace eso. Y mientras tanto, el niño partiéndose la caja porque el otro día le metió mano a una compañera que no quería, siendo el más gallo de su clase, con video formal en teléfono móvil que lo demuestra, y además ha conseguido burlarse del gilipollas que le hace de padre.

No recuerdo a ninguno de los de mi generación y anteriores que hayan salido traumatizados por una bronca de las que hacían temblar los cimientos de las casas, ni porque alguna vez tu padre te cruzase la cara cuando te lo merecías. Pero dejadles, que crezcan libres y salvajes, porque como siempre suelo decir, al final tendremos la sociedad que nos merecemos, y si un día tu hijo te parte la cara porque le sale de la santísima e inocente bisectriz, siempre puedes echarle la culpa al Gobierno.

Alberto Martínez Urueña 13-01-2008

Sabios y niños

Su aspecto era ralo, descuidado, bastante troncotorcido y cuasimódico, como si de una encina retorcida en arabescas posturas no supiese muy bien cómo llegar al cielo. Caminaba a trompicones, tropezando en cada hoyo, raíz o línea del camino, que no veía a pesar de llevar la mirada gacha de humillado cánido. En fin, de aspecto demacrado acentuado por una ropa vieja y sieteada desde cada esquina hacia cada uno de los centros, que de tan caída tela que llevaba parecía que hubiese cientos en los pocos centímetros cuadrados que le quedaban sobre la percha raída que eran sus hombros. Una debacle humana, sin necesidad de ir más lejos.

Le conocían en el gremio de ancianos y sabios de cada uno de los pueblos por los que había arrastrado su desidiosa postura, y ya se había convertido su retahíla en una especie de gemido continuo que unía cada localidad en un suspiro prolongado que podía utilizarse como plano de caminos, aunque nadie quisiese seguirlo. Por cada uno de ellos había pasado, exponiendo sus quejumbrosos problemas sin ningún pudor ni reparo, como mendigo herido en la guerra que hace ostentación y gala de sus muñones mientras reclama algo de misericordiosas limosnas. Así mendigaba él, sin más que manos no podían darle aquel tesoro que anhelaba pero que no conocía por más que hurgaba en las heridas supurantes y pustulosas que le postraban cuerpo a tierra, como si su vida, más que de sendas, estuviese repleta de trincheras.

Pocas eran las ocasiones que encontraba para levantar la vista de los barrizales y estercoleros de aquellos andurriales que frecuentaba. Cada vez que lo hacía, el recorrido visual que dedicaba al paisaje era un continuo de comparaciones en las que salía trasquilado sin remedio. Ya fuese un pájaro de brillante colorido, porque aquel volaba por los cielos azules compitiendo con las nubes en belleza; ya fuese un pez de sinuosos movimientos que remontaba las caídas de agua, porque tenía un sentido encontrado en su monótona y fugaz existencia; ya fuese una mota de polvo que arrancaba destellos al astro solar en su caída desde los firmamentos; todo era sensiblemente mejor que él, cuya existencia era tan grisácea que hasta las graníticas peñas le parecían competencia ese terreno. Los ríos eran afortunados porque con tanto agua podían llorar eternamente, y los desiertos igualmente agraciados por no tener agua que verter en continuo llanto. En fin, que cada comparación que hacía le picaba en la moral como sarna de leproso y los restregones para aliviarse le dejaban surcos tan profundos que parecía ir dejando restos suyos por cada cuneta.

Los sabios escuchaban sus penas con docta mirada y ceño fruncido y serio, tratando de penetrar en cada entresijo del alma de aquel desgraciado, y para cada sabio había una respuesta, había un consejo y una letanía de recetas mágicas para solucionar aquellos males que se cernían sobre la espalda de aquel hombre, que más que espalda parecían alforjas burreras de cargadas que iban. A fin de cuentas, acabó haciendo responsables también a tanto viejo de barba blanca porque no habían encontrado el remedio milagroso que pusiera término a tanta miseria que le lastraba, y dejó de visitarles porque la rabia contra ellos era igual de feroz que contra el pájaro, el pez, la mota de polvo y el resto de existencias terrenales mejores que la suya.

Así lo recapacitaba cuando se sentó en un sucio banco de un parque del extrarradio de uno de los pueblos mugrientos a donde le llevaron los pies sin que él dejara ni un segundo de insultarlos por cansados, persistentes y dañinos. Hablando solo era todo un experto y así le parecía su voz tan agrietada como los rostros matusalénicos que había contemplado en cada supuesto sabio.

Cuando calló durante unos minutos, maldiciendo a la saliva porque ya no regaba su desértica boca, vio frente a sí un grupo de chiquillos que jugaban, corriendo unos detrás de otros, escapando, girando y riendo. Uno de ellos se le acercó y se sentó a su lado, mientras él le miraba con cierto desdén y reticencia, y se miraron durante unos momentos, el primero con una sonrisa, el segundo con la cara más larga que jamás fabricase naturaleza humana.

- ¿Qué le ocurre a su cara, señor? Parece como si la alegría le hubiese pasado de largo en el reparto.

- Todo me pasa, y nada. Porque si tanto sabio como he visitado ha sido un continuo devenir de respuestas encontradas y contradictorias será que tengo todo dentro de mí por cada respuesta; y por otro lado, que nada hay, puesto que ninguno de los remedios consiguió aplacar los males.

Y acto seguido, empezó a contarle cómo durante su vida todo lo que le rodeaba había ido perdiendo su colorido, todo había ido marchitándose y muriendo como si de una vida únicamente otoñal se tratase, restando a su alrededor sólo grises tonos y abismos insondables.

- Pero todo eso ya ha pasado, ¿no? Además, tal pecado no es de los sabios que no han sabido encontrar tu mal. La vida de cada uno es la responsabilidad de cada uno, y de nadie más, de tal forma que si los errores fuesen responsabilidad de otros, también lo serían los méritos que se hubiesen alcanzado. - dijo el niño, sin perder un segundo la sonrisa. - En cualquier caso, y gracias a esa propia responsabilidad de cada uno, ahora, en este momento, empieza el resto de tu vida, y en cada momento, un nuevo comienzo. ¿Para qué pensar tanto en lo ocurrido si ya ha pasado?

- Porque seguirá pasando inexorablemente hasta mi muerte, que espero no sea tardía.

- Todavía resta demasiado ignoto recorrido para el futuro como para pensar en él. Además, ninguno de tales problemas que me has dicho existen, sino en tu cabeza, y se resumen todos ellos en uno: miedo.

- ¿Miedo? - dijo el hombre, y se apresuró a preguntar, pero el chico le puso un dedo en los labios.

- Miedo a conseguir algo para después perderlo; miedo a conseguirlo y que poco a poco vaya perdiendo su colorido, como antes has dicho; miedo a ser feliz y después perder esa felicidad y ser desdichado; miedo a tener que renunciar a esto y quedarte desamparado; miedo a lo que pueda suceder en un indeterminado futuro, cercano o lejano, y que sea pernicioso. A fin de cuentas todo es miedo a perder algo, pero eso nos lleva a un horizonte que es imposible de conocer. Además, resulta raramente contradictorio por otro lado que cuanto más tengas más miedo tendrás.

- ¿Y qué hacer? ¿Cómo vivir sin poseer nada? A fin de cuentas, humana condición inevitable es tratar de aferrar aquello que quiero, tratar de conseguir lo que anhelo y conservarlo.

- Quizá el error sea pensar que alguna vez poseíste algo. Más correcto puede ser comprender que cada instante bueno que puedas tener en esta tan corta e insignificante existencia sea un privilegio que debas aprovechar el tiempo que esté contigo, sabiendo que antes o después se irá. Un privilegio cada instante, que es una nueva oportunidad de vivir un presente que comienza de nuevo el resto de tu vida, y vivir cada presente como una vida entera.

- Un privilegio cada instante de esta vida, y cada instante como una vida entera. Luego la vida entera sería un privilegio. - recopiló el hombre, sintiendo que algo renacía dentro de sí; pero el miedo todavía pugnaba por no ceder aquel reino. - Pero me da pánico pensar que perderé todo.

- Entonces tendrás que aprender lo que he dicho antes: quizá el error sea pensar que alguna vez poseíste algo. Si nada posees, nada perderás, sólo habrás tenido el privilegio de que algo semejante pasase por tu vida.

El hombre miró al chico asustado ante esa posibilidad, y en su cabeza empezaron a dar vueltas cada uno de los conceptos que a lo largo del tedioso y abrumador camino recorrido se habían ido incrustando en sus cimientos como babosas que poco a poco habían ido drenándole la sangre. Fue a seguir con aquella cuestión, pero el niño negó con la cabeza, siempre sonriente.

- Déjalo. Cada pregunta y cada respuesta te llevará a la siguiente en una sucesión interminable de miedos. Entiende que la mente es un punto del camino, no la meta, que termina cuando se convierte en tu enemigo y acaba con ella aquí; y decide si prefieres estar sentado en este banco o venir a jugar con nosotros, porque ese es el presente que ahora se extiende ante tus ojos, y el futuro ya vendrá.

- ¿Cómo voy a ir a jugar con este miedo?

El niño le volvió a poner el dedo en los labios y sólo le dijo “Decide”, y se marchó.

El hombre le miró un instante, y antes de que su mente se pusiese de nuevo en funcionamiento para fabricar indefectiblemente otro miedo, se alzó en pie con energía, se sacudió el polvo de tanto camino y miró adelante, hacia el parque, hacia los niños.

Y los sabios de aquel parque vieron, encantados, que había un niño nuevo jugando, corriendo, girando y riendo. Con ellos.

Alberto Martínez Urueña 5-01-2008

viernes, 4 de enero de 2008

Honores

Supongo que como a todo el mundo en esta vida, a lo largo y ancho del planeta, hay ciertas cosas que me gustan menos que otras. No os equivoquéis, no es que me quiten el sueño ni mucho menos, ni que me alteren lo más mínimo; sólo son cosas que personalmente me desagradan por varios motivos, entre los que se encuentran que a mí también me ha pasado. Había pensado escribir esta vez algo similar a otros correos en que hablo en tercera persona y utilizo el recurso de poner voz a personajes ficticios, pero al final he preferido hablaros en primera persona y directamente, con mi habitual lirismo, pero con mi absoluta franqueza. El tema que del que pretendo hablar es controvertido, es complicado y quizá incluso ofensivo para determinados colectivos, pero era inevitable que antes o después apareciese en esta especie de columna que de manera irregular voy mandando periódicamente.

Bien sabéis todos vosotros que toda cercanía con religiones y creencias, o ideas más o menos impuestas externamente desde púlpitos, cual palo de granero para grajos, o tribunas que más que ateneos parecen escenarios de comedia, me parecen de las cosas más contraproducentes para la persona como ente individual si se cree todo lo que regurgite el de arriba. No en vano, he conocido personas con las que si querías hablar, por poner un ejemplo, y ahora no pretendo arremeter contra la iglesia católica, de religión, era condición sine qua non aceptar que lo que viene escrito en la Biblia había que tragárselo al pie de la letra, y claro, por ahí no paso y terminóse conversación. Pero hay cierto tipo de cosas en ese libro milenario que me parecen acertadas, no porque sean palabra de dios, si no porque me parece que expresan de manera admirable sabiduría humana, que por otro lado no es propiedad de nadie sino universal y por eso hay que reconocer el mérito al escritor por incluirlo. Tal es el caso de ver más la paja en ojo ajeno que la viga en ojo propio, y al hilo conductor a donde me lleva inexorablemente es al tema de los prejuicios, juicios de valor y carnicerías varias, y esa perniciosa costumbre que de opinar sobre otras personas tienen otras.

En algún momento de nuestra insignificante y corta existencia nos hemos topado con determinados humanos, a los que no voy a faltar al respeto porque no me da la gana y no quiero caer en errores si puedo evitarlo, que consideran un derecho y casi una obligación establecer juicios de valor sobre todo aquello que a su conocimiento llegue. No es mala cosa formarte tu propia opinión sobre posibles casos que lleguen a tus oídos, elucubrando posibilidades y consecuentes salidas que pudieses haber dado a singulares problemas que se puedan plantear, aun a sabiendas de aquello de que nunca digas que tal agua no piensas catarla. Es incluso conveniente poder pensar qué es lo que crees que deberías hacer si te ocurre aquello de lo que otras voces, en ocasiones demasiado cotillas y verduleras, te informan sobre terceras personas; más que nada por aquello de poder formar tus propios principios, eso que algunos de los que campan en actitud borrega por estas anchas tierras que nos dio dios se han privado de tener y sólo bogan según qué corriente les dé sin saber muy bien en qué clase de barco prefieren hacerlo.

Sin embargo, otra cosa muy distinta de todo esto es cuando esos juicios de valor que tan beneficiosos pueden llegar a ser alcanzan a las personas de las que hemos tenido conocimiento. Es decir, aquellas frases (que, ojo, todos hemos hecho alguna vez) de qué soplapollas es aquel que ha hecho tal o cual cosa y qué mentecato. O sin necesidad de pasar al descrédito personal, afirmar a ciencia más que cierta, resabida, que se han equivocado porque no han realizado lo que a nuestro juicio era correcto. Como si la Verdad (con mayúsculas, sí) fuese una hoja que se pudiese leer entera y además de forma unívoca por todos los seres de este planeta. Es como el que critica al que se va de putas porque eso está mal (y en eso estaremos todos de acuerdo) sin aceptar que quizá se le murió la mujer y se encuentra tan jodidamente solo que no se le ocurre otra forma de salir del paso, o de respirar un rato tranquilo. Y el lado opuesto, el que crítica la inmigración ilegal, argumentando de mil formas posibles su postura, pero luego le parecen estupendas las domingas de la rusa que se pasea por el Retiro, jaleándolo en plan machote con sus amigos e insultándola, sin tener en cuenta que quizá a esa mujer la han traído engañada de su país y su familia tiene una pistola en la sien las veinticinco horas del día. De regalo.

Una cosa es pensar qué harías en una situación, utilizando tu libertad a opinar, que todos tenemos, y otra muy distinta es pensar que porque una persona lo hace de forma contraria está equivocada, y mucho más allá, que esa persona es una estúpida. Del mismo modo que se esgrime la libertad para poder opinar, hay que ser responsable de esa libertad y no utilizarla para empequeñecer personas, que por el simple hecho de ser un ser humano, merecen nuestro más alto respeto. He visto, y he sufrido, a lo largo de estos veintisiete años demasiadas veces carnicerías sin sentido que pasan de dar una simple opinión al jolgorio más bajuno, al descrédito más rastrero y la chanza fácil y traidora. He contemplado, y se me han clavado, las críticas más feroces por utilizar mi derecho a decidir sobre mi propia existencia, a riesgo de equivocarme, cosa de la que también soy libre, haciendo lo que en cada momento me viniese en gana, sin provocar más perjuicio que no hacer las cosas como otros querían. No importa, en esta vida, como digo en mis canciones, cada cual recogerá lo que siembre, y el que planta cizaña, recoge guerra.

Y al respecto de este texto, que cada cual opine lo que quiera, que sus principios sean los más rígidos, o los más flexibles, al final el tiempo da y quita la razón. Pero por favor, déjenme quietos los honores.

Alberto Martínez Urueña 4-01-2008