martes, 28 de octubre de 2014

Estaban en su "derecho"


            Como para cerrar la boquita y no decir nada… La verdad es que es ridículo que lo haga, ya que si queréis saber lo que está ocurriendo en este país, que más bien parece lavadora industrial de dinero negro, sólo tenéis que compraros un periódico (a ser posible, que sus directivos no sean descendientes del régimen, por aquello de la salud mental) y echarle unas ojeadas las páginas de actualidad, o nacional, o sucesos, o incluso a lo mejor espectáculos. Las de economía las podéis mirar si lo que queréis es tener algún que otro sobresalto, como en El exorcista.

            Además, ¿para qué negarlo ya? Sabéis perfectamente que cuando a la derecha rancia, casposa, alquilosada y caciquil de este país le llueve granizo, siento un placer especial. No es lo mismo cuando los escándalos salpican a los rojos sociatas de los cojones o a los sindicalistas corruptos y comunistas. A esos, se les sobreentiende que sólo quieren torpedear la línea de flotación de esta grande y libre con sus envidias a los que ganaron su dinero con sangre, sudor y lágrimas, aunque estas fueran de otros. No, en serio, lo que pasa es que cuando te están tocando los cojones día sí, día también con la ejemplaridad, la moralidad y las buenas costumbres de la clase conservadora, mientras que por otro lado se lo están untando en pan con pasas dulces, se te pasan las ganas de ser condescendiente y directamente te alegras cuando les meten en un coche patrulla. No tengo problemas con la gente que es de derechas, pero a ciertos políticos de esa corriente ideológica les tengo bastantes ganas. De hecho, diré que todas estas noticias de corrupción endogámica y estructural no me sorprende absolutamente nada: sólo es la demostración palmaria de lo que llevan haciendo siglos, es decir, aprovecharse del pueblo llano, esquilmándoles el fruto de su trabajo y llenándose las alforjas a su costa en base a no sé qué derechos.

            Esta situación, que por otro lado, se prolonga desde hace varios años con el tema de la Gurtel (ese fantasma que aparece de vez en cuando por la Moncloa, haciendo que Rajoy coja torticulis de tanto mirar para otro lado) pone sobre el tapete el auténtico problema de esta Iberia. En primer lugar, que la gente vota a personajes salidos del Padrino, una y otra vez, a pesar de que las escuchas “ilegales” demuestren que su honorabilidad es tan escasa como el caviar en  los comedores de Cáritas.

            En segundo lugar, que la seriedad institucional alcanza a todos los sectores, no sólo a lo público o a lo privado. Es más, cada vez queda más demostrada la teoría de un tal César Molinas sobre las estructuras creadas por la clase corrupta para detraer las rentas del sistema y hacer a esta sociedad cada vez más pobre. Si nos ponemos a echar cuentas de la cuantía económica que suponen todos los escándalos que salpican la actualidad no salen cifras astronómicas. Eso sí, cuando Montoro haga esas cuñas publicitarias que persiguen al chapuzas que no emite una factura por arreglarte el grifo en casa (ese tipo de fraude sólo llega al 5% del total), toda esta gente le aplaudirá como si se tratase de la última de Almodovar: no en vano, ese IVA que no se recauda es dinero con el que no pueden choricear desde sus despachos oficiales.

            Sinceramente, ya me da igual todo este tema, sólo quería desahogarme un poco y empatizar con todos esos lectores que tengo, librepensadores, a los que esta situación también les ofende la entrepierna. Sobre todo porque, independientemente de la corriente de consolidación fiscal que llega desde Alemania (eufemismo para reducir el sector público a la más exigua de sus expresiones), estos señores son los que nos dicen que no hay dinero para Educación, Sanidad, Dependencia, modernización de la Justicia, aumentos retributivos de los trabajadores públicos (no sólo funcionarios, sino también eventuales y contratados) y un largo etcétera de cuentas en las que nos están chuleando. Además, mintiendo con la más absoluta desvergüenza, porque en llegando las elecciones, están aumentando el gasto público para aumentar el PIB (uno de sus factores de cómputo es, precisamente, el consumo público) acompañado de una rebaja fiscal. Dirán ustedes que dónde está el problema, pero si tenemos en cuenta que la deuda pública está rondando el 100% del PIB, y subiendo, y que la balanza exterior se está deteriorando (eso también es deuda que contraemos), lo que nos están colando es gasto presente a costa de dejar nuestro futuro en manos de los fondos de inversión que compren nuestra deuda. Que como bien es sabido por todos, no se caracterizan precisamente por su alma caritativa y buen quehacer social.

            Así que, sí, independientemente de otras consideraciones que pueda expresar en privado, me alegro de que estén recibiendo estos tortazos, aunque al final se puedan quedar en que el juez acabe en el trullo (o inhabilitado) por meterse donde no le llaman. Porque lo más gordo de todo este tema es que estos señoritos de alcurnia y copete, si acaso tienen conciencia de haber hecho algo malo, se lo disculpan porque en su fuero interno saben que tenían derecho a ello. Y como mucho, les quedará reírse en sus círculos, con su habitual prepotencia, de “lo tonto que fuimos, que nos pillaron”, mientras disfrutan del dinero que consiguieron esconder, más allá del que les encontramos.

 

Alberto Martínez Urueña 28-10-2014

 

            Ah, y por cierto, antes de que concluir, y sabiendo que me excedo del límite de las dos páginas. Ni por asomo me creo eso de que cualquiera en su situación habría hecho lo mismo, esto sólo está reservado a cierta clase de hijos de perra.


martes, 14 de octubre de 2014

Una vía de escape. Parte III


            Todavía recuerdo aquel momento en que subsumido en aquella vorágine de placer sexual y claridad existencial, miré dentro de aquellos ojos que me observaban, mezclando desconcierto y lujuria, y ocultando el Mal dentro de sí. Pude ver perfectamente, detrás de aquellos ojos de oveja libidinosa, el malévolo brillo de las pupilas de un ser pretérito y atemporal, observándome, hablándome, queriendo atrapar mi alma y devorarla.

            Recuerdo vagamente que perdí definitivamente los nervios y descargué toda la rabia que llevaba acumulando durante demasiado tiempo, a través de mi puño cerrado, en plena nariz de aquella mujerzuela. Casi creí morir de placer al sentir –o más bien casi escuchar– como los huesos se le rompían bajo mis nudillos en un crujido seco, y aquello fue el toque de carga para la espiral de violencia que desaté en el asiento trasero de mi coche, incapaz de detenerla hasta que conseguí convencerme de que en el interior de aquel cráneo no se ocultaba ningún demonio. Sin embargo, durante todo el proceso, cada vez llegaron con más fuerza, mezclados con los sonidos inarticulados que salían de aquella puta, siniestros susurros que fueron evolucionando a carcajadas y aplausos. Recuerdo perfectamente el rabioso orgasmo que tuve al verme salpicado por los trozos y fluidos que saltaban de su cabeza, y como las carcajadas del demonio se mezclaron con las mías en un contubernio que me dejó clara una cuestión: aquella labor era encomiable.

            Evidentemente, limpiarlo todo fue complicado. Hemos visto hasta la saciedad como los equipos forenses de la policía son capaces de encontrar rastros del tamaño de una micra con sus aparatos y su tecnología punta, y comprendí que me resultaría más cómodo denunciar el robo, y después quemarlo en algún descampado. Además, sería lo más práctico a la hora de explicar a mi mujer lo que me había sucedido: para ella, había estado reunido con mis colaboradores hasta tarde, y concluir toda aquella historia con un robo vandálico y un incendio. Recuerdo el proceso mental que me llevó a darme cuenta de que no me gusta mentir, pero que tengo perfectamente asumido que para evitar males mayores hay que hacerlo; es más, para llevar a cabo aquella misión, tendría que volver a hacerlo más veces.

            Aquel pensamiento, saber que lo sucedido aquella noche era sólo el comienzo de algo más grande, me turbó y estremeció todas mis entrañas, sacudiéndome por la contradicción que aquello me suponía. Por un lado, mi moral judeocristiana heredada de esta sociedad occidental me hacía sentir una gran repulsa ante la idea de seguir adelante; sin embargo, había algo liberador en todo aquello, un placer que nunca había conseguido alcanzar durante mis años de vida; en ello, había una pulsión irresistible, un acicate que llegaba de algún lugar fuera de mí, de ese diablo escondido en aquellas mujeres que quizá no era tal diablo, sino un guía.

            Durante el juicio me enteré de ciertos detalles truculentos de mis catorce pletóricas actuaciones que ni tan siquiera recordaba. Había partes difusas, nebulosas, de las que sólo me quedaban impresiones y emociones tan profundas que eran más reales que esa vida monótona y adocenada que Occidente pretende vender como Paraíso. Allí sentado, en el banquillo de los acusados, escuchando en mis oídos lo que tenía que responder a cada pregunta de los letrados, me sentí feliz por primera vez en mi vida, verdaderamente feliz al haber encontrado una lógica que diera sentido a mi presencia en este mundo.

            Cuando el mazo del juez golpeó la mesa, dictando la sentencia de muerte, sin embargo, ocurrió algo extraño. Aquella nebulosa en la que había estado sumergido desde mi primera experiencia homicida me abandonó con una última carcajada, y me descubrí vociferando en la sala del juzgado, pidiendo a gritos que volviera, tratando de correr detrás de aquella presencia, sin saber muy bien hacia dónde ir, mientras cuatro agentes de policía se afanaban en sujetarme y llevarme en volandas hacia mi celda, y después hacía el penal en donde ahora escribo estas últimas líneas.

            El capellán me pidió que redactara algo para las familias de las víctimas. Creo que quería que me arrepintiera y suplicara su perdón, pero ¿cómo voy a hacerlo? Antes bien, deberían dejarme verles de cerca para intentar encontrar la explicación de que permitieran que la ponzoña se apoderara de sus seres queridos. Creo que en esos ojos también encontraría aquel brillo, y atando cabos, podría llegar al origen del Mal. Poco a poco, a través de los ojos, si tuviera una nueva oportunidad…

 

NOTA DE PRENSA:

 

            A las doce menos dos minutos de la madrugada del día de autos, se recibió en la penitenciaria del Estado una llamada del Tribunal Supremo anulando la sentencia de muerte y ordenando recluir al encausado en un centro psiquiátrico de máxima seguridad para su tratamiento, al considerársele irresponsable de tales execrables crímenes debido a una más que evidente enfermedad mental.
 
Alberto Martínez Urueña 14-10-2014

lunes, 6 de octubre de 2014

Una vía de escape. Parte II


            La vida entre rejas tiene una característica primordial y que es el tienes todo el tiempo del mundo para pensar. Alguien tan activo como yo en el exterior, en aquella vida normal, cuando se ve sometido a esta rutina sustituye la actividad física y material por una actividad intelectual desaforada. El pensamiento lineal se sustituye por un razonamiento inconexo repleto de saltos e interrelaciones en los que antes no te habrías detenido, y de esa manera, descubres hechos y circunstancias de los que nunca te habrías percatado. La realidad, en definitiva, cobra nuevas connotaciones, nuevos brillos y explicaciones, y su interpretación se realiza con una lucidez a la que antes no tenías acceso.

            Todo empezó a reventar las costuras de mi estructurada existencia el día que conocí a Violeta. Esa maldita perra lastimera acabó por desquiciarme, y ya todo fue como la catarata de un río caudaloso en el que, pasado un punto límite, ya no hay forma de librarse de la caída. Me explico.

            Fue uno de aquellos días en que sentía como las venas de mi cuello palpitaban bajo la piel de una forma casi dolorosa. Recuerdo los momentos de aquel día como a saltos, de manera inarticulada, entre papeles y hojas Excel, y un torrente de correos electrónicos que solicitaban el porcentaje de trabajo realizado de cada uno de los expedientes. Recuerdo haberme peleado con alguien, y haber dado un buen puñetazo a la puerta del cuarto de baño cuando fui a lavarme la cara para intentar despejarme. Después creo que llamé a mi mujer y le di la excusa de la reunión hasta tarde; y salí de la oficina como un toro de miura. Ya conocía las señales, y sabía que ese día acabaría en el asiento trasero de mi coche con alguno de aquellos súcubos de los arrabales de mi ciudad, entre sudores, fluidos, insultos y frenesí.

            El lugar fue uno de los de siempre, uno de tantos antros de luces sucias, rincones discretos y melaza ocultando un sabor agrio, como de grasa rancia. Nada más entrar, pedí el primer whisky doble y el primer gramo y me fui al cuarto de baño a meterme un par de rayas que me despejaran la cabeza: necesitaba poder pensar con claridad y centrarme en los acontecimientos que me rodearan, o acabaría totalmente desquiciado. El primer trago de aquella bebida me abrasó la garganta, pero me abrazó el alma y me calentó el ánimo, y pude ser capaz de mirar a mi alrededor y empezar a ver los brillos de otras noches asomando con su sonriente picardía entre la mugre traslúcida.

            Entremedias de aquella nube ilegal de tabaco que formaban, entre otros, algunos altos cargos policiales, se acercó aquella mujer de rizos algo ajados, como polvorientos, de maquillaje excesivo, de vestido corto y escotado, rojo e incapaz de ocultar el trasiego de los años en la cintura, y de expertos tacones que, sin embargo, no parecían haber tenido nunca ninguna gracia. A pesar de la poca tirantez en determinados puntos de su cuerpo, todavía conservaba cierto engaste en algunas zonas críticas, y cuando se acercó sonriendo tuve que agradecerle al whisky como había difuminado con su sabio estilismo aquellas arrugas de los ojos.

            Recuerdo que le invité a la primera consumición, acuerdo tácito en aquellos ambientes, pero no sé qué pasó con las siguientes. Recuerdo también una conversación intrascendente de puro trámite, igual que las que mantenía en la oficina cada mañana, pero con un objetivo bien distinto. Objetivo que logré en un lapso de tiempo indeterminado en el que me encontré con aquella fulana a la puerta de mi coche y me despedí de los pantalones.

            Fue en aquel momento, con aquel súcubo montado a horcajadas sobre mis piernas, cuando escuché, entre sus jadeos, la otra voz.

            Recuerdo que en un primer momento pensé que aquel ruido venía de fuera del coche, como si alguien estuviera manteniendo una conversación justo al lado de nuestra puerta, pero claro, aquello no tenía sentido en aquel aparcamiento. Cuando me fije con algo más de atención, me percaté de que aquel sonido surgía de la garganta de aquella mujer, entremezclada con sus gemidos y gruñidos. Con la atención adecuada, era fácil ver que allí había dos registros auditivos completamente distintos. Aquel otro era una especie de gruñido rasposo, como una letanía más grave, subyacente, y parecía estar diciendo algo. Parecía que me estaba diciendo algo directamente a mí; o más bien, parecía que aquella voz pretendía entrar en mí, y apoderarse de mi voluntad de alguna sucia manera.

            Monté en cólera. Una cólera como nunca antes había sentido, un sentimiento que ardía en las entrañas de tal manera que me consumió las entrañas desde dentro con una fuerza absolutamente irresistible. Un volcán arrasador que atravesaba mi cuerpo desde lo más profundo del ser humano desde un punto caliente que surgía de un lugar primigenio y terrible; un sentimiento que casi ni identificaba como mío, sino que más bien me atravesaba, calcinando todo lo superfluo y dejando únicamente lo más fundamental. Abrasado por aquel tsunami incandescente de lava existencial se clarificaron en mis entrañas gran cantidad de cuestiones que antes estaban difusas: la solución quedó perfectamente grabada en cada una de mis células, y todavía persiste, indeleble, mientras escribo estas líneas.

Alberto Martínez Urueña 06-10-2014