sábado, 30 de enero de 2010

En mala hora

Ando a estas intempestivas horas, casi las doce de un viernes de esos en que no apetecía mucho salir a zascandilear por las aceras; y después de la película que nos hemos visto (Resacón en Las Vegas, hacía tiempo que no me reía tanto), se me ha ocurrido poner el canal de veinticuatro horas de televisión española. En mala hora, claro. Imaginaos, después de unas cervecitas en el sofá de casa, unas risas, un par de visitas al servicio… Resulta que lo primero que aparece es Blair hablando en la comisión de investigación de la guerra de Irak, comentando con toda su jeta educadamente anglosajona que admite la responsabilidad de todo lo ocurrido en la guerra, pero que no se arrepiente (imagínense las madres de los soldados británicos muertos a cinco mil o más kilómetros de su casa) de lo ocurrido, y que sólo puede criticar la gestión de la postguerra, ya que, según él, el mundo es ahora más seguro (en una teleserie es cuando suenan las carcajadas en off del público). Se ve que el hecho de que en ese país mueran al día (metáfora) cosa de cien personas de media no es una situación bélica sino una verbena islámica. Ahora, haciendo un ejercicio de imaginación, y sin poner en la palestra colores políticos, suponed que en España apareciese un ex presidente del gobierno, o cualquier otra rata de algún hemiciclo, declarando en directo en varias cadenas al respecto de algún escándalo semejante. Algún que otro mordisco al cuello se vería.

Más adelante, en sucesiva secuencia de esas que tanto les gusta a los periodistas de hacer una mezcla para hablar de cosas que no tienen ni idea, salió a escena el tema de la reforma del sistema de pensiones y esas curiosidades de hacernos currar hasta los sesenta y siete años (en los bancos prejubilan con cincuenta y cinco, en las minas, ni te cuento). No dejará de ser un nuevo globo sonda de los que nos mandan los políticos a ver cómo respiramos de un lado y de otro y averiguar si ya vamos a dejar las buenas maneras y lanzarnos a las barricadas de una vez por todas. Lástima que aquí en España, y en general de Occidente, vivamos lo suficientemente bien como para no necesitar agarrar a más de un político de la solapa para pedir alguna que otra cuenta. No hablo de colores, no creáis. Y fijaos que esta semana pensaba escribir sobre cosas más constructivas como la posibilidad de aceptar que lo importante es participar, y no ganar, en las discusiones que se plantean. Pero no, se han empeñado en que agarre de nuevo algún toro por los cuernos en esta columna que escribo.

Por último, antes de los avances de noticiarios en los que nos alegran la vida con datos de esos que nos gustan tanto, como el déficit, el paro y otras lindezas, nos comentan que aquel salvador que fuese Pizarro (y no hablo del siglo dieciséis, no os penséis) ha dejado ese mercado de influencias y corruptelas que son Las Cortes Generales (me hace dudar la cuestión de escribirlo con mayúsculas, pero pesa mi pasado opositor) para dedicarse a cualquiera actividad más ejemplar, como pueda ser el esclavismo en cualquier empresa privada, el cobro exorbitado de dividendos o el expolio de subcontratas en base a planificaciones económicas dignas de alguna de La Guerra de las Galaxias.

A lo que iba con todo esto: resulta que, cosa curiosa, a nuestro país, en el que nos atrevemos a quejarnos de los inmigrantes, en Europa nos temen más que a un nublado. A nosotros, los ciudadanos, no a los esclavos que tenemos metidos bajo plásticos en Murcia, no a los políticos que nos venden humo como si fuese oro… Curioso que aquí, en la tierra del gazpacho y chuletón, la preocupación de los compatriotas al respecto de la corrupción política ha superado ya a la causada por esos chavales de las Vascongadas y su pasatiempo (nótese la ironía, por Dios). Lo llevo diciendo ya durante varios meses, con esas escenas que parecen sacadas de un corto de Martes y trece, con ciudadanos de algún municipio aplaudiendo a un alcalde que se ha forrado a espuertas a costa de recalificaciones a pie de playa. Es decir, en humedales, reservas naturales o menos de tres metros de las rompientes que hace menos de treinta años (pensad lo que es eso para la Historia que tiene la Hispania) eran bellas, ricas y sin parecer una plantación de cemento.

Corruptelas políticas es como hablar de las mareas oceánicas, como las crisis y alzas económicas, o cualquier otro símil que se os ocurra. Todavía recuerdo aquella época en que el simple hecho de hablar de esa clase social y el que se me revolviesen las tripas eran sólo uno. No voy a seguir por aquí porque se me está haciendo tarde, me entra sueño y os pensáis que lo que hago es campaña electoral. Como he dicho muchas veces, lo que soy es rojo casi negro, puedo tener preferencias dentro de lo que es propiamente un revolcadero de mierda, por aquello de la proximidad; pero está claro que sólo sería más exactamente un orden para pasar por el paredón de la bilis vespertina.

Aquí lo dejo por hoy, porque además se han puesto a hablar de deportes, con lo del tema de la sanción a Ronaldo y esas historias, y la verdad es que después de haber estado hablando de muertes en Irak, de pensiones con las que malviven viudas y huérfanos en España, y de otras cosas varias que destapan la miseria humana (no en la que viven ellos, sino de la miseria del olvido a la que les condenamos) prefiero irme a la cama y ver si se me pasa el cabreo. Serán las cervezas o será la mala baba que me surge con estas cosas, pero creo firmemente que la economía de mercado no es la más justa de las que existen, es la que hace a más personas responsables de la morralla en la que vivimos. Y por tanto es la que hace a más gente incapaz de querer cambiarla. Eso, o que estoy un poco tocado por la última San Miguel.

Alberto Martínez Urueña 29-01-2010

sábado, 23 de enero de 2010

Con mis disculpas

La explosión repentina en aquel páramo desértico y sin vida fue tan violenta y al mismo tiempo tan bella que cortó la respiración del adolescente. Aquel espectáculo de colorido, de formas imprecisas y aparentemente caóticas, de mensajes implícitos encerrados en crípticas fabulaciones, recorrió su cabeza por todas y cada una de las venas y neuronas como eléctricas carreras, despertando algo en su masa grisácea, convirtiéndola en un inimaginable arco iris de luz y calor, creando vida como se creó en la primigenia nube piroclástica del mundo.

Asistió como espectador, observando aquel escenario de piruetas inverosímiles que la vida escondida le ofrecía y le derramaba por los cinco sentidos. Se dejó embriagar por aquellas sensaciones que, al margen del Bien y del Mal, ofrecían esencias y sentimientos, olores y cadencias, suavidades en piedras aparentemente rugosas que, como gelatina, iban formándose de nuevo después de las caricias de su mirada. El paisaje que se alzaba ante sus ojos en inquietas líneas de perspectiva se derrumbaba por momentos y se reconstruía en otras formas distintas que seguían siendo indefectiblemente las mismas. Su retina, más que un espejo de su alma, era una esponja absorbente que asimilaba para sí toda aquella danza fluctuante, ora frenética y alegre, ora nostálgica y cadenciosa; atrapaba esas siluetas anteriormente inconsistentes y poco a poco iba comprendiendo los mensajes incluidos en las inexistentes formas verbales. Y las iba traduciendo a su creciente cerebro.

Las mesetas y valles de aquel extraño territorio eran suaves, de tonos morados y granates, con la hierba de color rojizo y ligeramente marrón, que se movía en un oleaje silencioso, con una rompiente pequeña en las partes más elevadas, mientras en la zona central surgían las ondas desde un punto. En ese punto caía rítmicamente una piedra de color grisáceo que era invisible, y formaba las ondas que se deslizaban en círculos concéntricos hacia los lados, en dirección a la espuma que salpicaba las montañas circundantes.

Esas montañas formaban una caldera, y aunque el chico estaba dentro, de forma extraña aunque cierta, podía ver toda la circunferencia de forma panorámica, sin necesidad de girar sobre sí mismo. Eran montañas de roca desnuda, con reflejos como de cristales de un rascacielos, con tonos azules y verdosas aristas que crecían hacia lo alto, por donde fluctuaban ríos que surgían desde los valles. De un lado a otro, esas montañas se agrietaban en polvo negro y torbellinos de viento le arrastraban y se depositaban en otros lugares, donde se creaban nuevas formas que crecían, giraban, cambiaban y volvían a convertirse en ventisca. Y entre aquellas giroscópicas gárgolas pasaban en procesión aquellos ríos formados por gotas de colores variopintos, en constante escalada hacia los picos más elevados, en donde goteaban hacia el cielo.

El cielo era de un negro cegador donde aquellas gotas salpicaban formando estrellas, y se mezclaban en giros concéntricos, como si un pintor invisible estuviese haciendo sus pinturas sobre una paleta mágica y creadora. Era sólo una entelequia mental que diseñaba lo que ocurría en torno suyo, formaba por la inconclusa sucesión de creaciones irrepetibles y eternas.

El todavía adolescente, con el alma subyugada por la ferocidad de aquellas impresiones, hizo que su conocimiento explotase en una representación de fuegos artificiales que se desparramaron por aquella tierra donde sus pies se anclaban cada vez con más fijeza, como arraigados a una realidad que nada tenía que ver con la que había visto desde que le arrojasen al mundo como un exiliado de otros tiempos y lugares.

Las preguntas se quedaron en silencio, las respuestas quedaron conclusas desde aquel momento, y no quedó más remedio que rebuscar en otros lugares. Hurgando con la uña del dedo índice en la superficie de aquella imagen supo que escondido detrás de aquella realidad habría otras, y que todas ellas serían la misma, vista de forma diferente. Que todas serían bellas si se ofrecían a su mente carentes de prejuicios, tal y como lo estaba viendo allí; que libre de telas oscuras como el miedo, de clasificaciones como las de falsas creencias y otras inconclusas dictaduras podría contemplar ante sí la Belleza.

Supo en aquel momento también cual era el camino que habría de seguir, aunque las inconsistencias mentales de las trincheras sociales en las que caería durante años le ocultasen las señales que habría de seguir de allí en adelante. Supo que aquel recorrido sólo se podía hacer solo, que de las infinitas ramificaciones que salían del círculo concéntrico de la masa se cerraban una vez que alguien se iniciaba por una de ellas (aunque todas volviesen de nuevo al inicio). Aquel era su sitio.

Y el hombre empezó a escribir.

Alberto Martínez Urueña 23-10-2010

Para el 2010 o incluso más

Pues buenas tengáis todos. Me he pasado las vacaciones buscando un tema sobre la Navidad para escribiros algo, y al final se ha pasado y no he encontrado nada que me motivase ligeramente. Las opciones eran varias: podía hacer un ensalzamiento de los valores de la familia y de las connotaciones que estas fechas tienen para eso; también podía haber hecho una crítica desaforada al respecto del consumismo exacerbado al que nos vemos abocados durante estas fechas; o podía haber entrado al trapo y hablar sobre sus cuestiones religiosas. Al final, ni de una ni de otra, no me parecía que ninguna de ellas fuese lo suficientemente interesante para escribir un par de páginas a espacio y medio, así que lo dejaré para otras ocasiones.

No sabía muy bien si felicitar el año, aunque eso sí que lo hago, porque lo contrario me parecería rizar demasiado el rizo. Lo único que digo es que todas estas cosas y estas fechas me parecen unas pequeñas escusas para decirnos cosas que, o no son necesarias, o están bastante desgastadas y manipuladas. De todas formas, son bonitas, ayudan a llevar el día a día y viene bien que de vez en cuando rompamos ese muro de frialdad y lejanía al que nos vemos abocados en esta sociedad gélida.

Las navidades para mí siempre han significado un recordatorio de cosas que se nos van olvidando a lo largo del año, y que tampoco es malo que nos recordemos de vez en cuando. Claro, luego llegan los recovecos fríos y cavernosos de la cotidianeidad y nos van echando al traste los buenos propósitos que hacemos. Al margen de que algunos se ponen unos objetivos, tanto en cantidad como en dificultad, que más parecen lápidas de mármol que algo práctico para una vida plena. Así, vamos cayendo poco a poco en una de las fosas más pestilentes del siglo occidental en el que bregamos, que no dejan de ser la ingente cantidad de tareas y deberes que tenemos al cabo del día y que nos van sepultando poco a poco, sin darnos cuenta de que a lo mejor una vida sencilla sería más reconfortante.

Creo que son mejores las cosas pequeñas, posibles y agradables (y que me perdone el autor de esta frase, que no pretendo mancillarla con mi verborrea deleznable) que las grandilocuencias que algunas veces nos ponemos como meta y que a lo único que nos llevan es a la frustración de no conseguirlas, a la cerrazón del fracaso y la depresión aguda. Además, como comentaba antes, nos ponemos varias al mismo tiempo y no podemos abarcar ninguna de ellas.

Por eso, para este nuevo año, propongo como alternativa un par de posibilidades, si acaso tres:

La primera debería tener que ver un poco con algo interno nuestro, algo que supusiese un esfuerzo para nosotros mismos. Bien pudiera ser mejorar nuestro aspecto si es algo que necesitásemos, quizá pulir algo de nuestra personalidad que consideremos excesivo o incluso execrable, o podríamos plantearnos cuestiones baladís como mejorar nuestra autoestima haciendo algo que se nos dé bien. La vida de hoy es tan rápida que nos pasamos oleadas de tiempo sin ocuparnos de nosotros mismos, y poco a poco, nos dejamos llevar por los zarandeos de la sociedad que nos va llevando por donde ella quiere y no nos deja ser lo que deberíamos ser. Una cosa es ser uno mismo, y otra cosa distinta ser lo que la sociedad, de manera sibilina y subliminal, te va introduciendo en tu sistema operativo.

En segundo lugar, otro de los objetivos que planteo es hacer algo que nos guste y que suponga un cierto nivel de esfuerzo. Cada uno sabrá lo que ha de ser esa actividad: hay a quien le gusta hacer maquetas y trabajar con las manos, creando algo, y eso siempre es gratificante; hay a quienes nos va más el mundo de lo abstracto y para nosotros pongo en la palestra libros, cultura y esta retahíla de cosas que tenemos en el cerebro y que vamos dejando pasar con indómitas escusas que se nos enredan en los dedos; también se pueden hacer actividades de estudio, o de aprendizaje de algún tipo de labor, como pudiera ser aprender a coser, trabajar con madera, hacer ganchillo, o cursos de cocina. Cualquier cosa que tenga que ver con la creatividad y la ilusión es sumamente positivo y hace que la mente humana se expanda y crezca, y quizá esto es algo que nadie debería dejar apartado en los rincones de las cosas prescindibles; si bien es cierto que en el tiempo libre que tenemos nos apetece relajarnos con actividades que de una manera u otra hacen que nos evadamos del estrés y la rapidez del día a día, también es cierto que son recodos en los que nos vamos perdiendo irremisiblemente y vamos haciendo jirones el tiempo del que inicialmente se nos revistió cuando nacimos y nos dijeron aquello de “ahí tienes la vida, aprovéchala, no sea la única”.

En tercer lugar pongo quizá la que debería guiarnos siempre, y que creo que todas las personas deberían aceptar como válida: respeto al ser humano por encima de todo. Son miles las razones que encontraremos a lo largo del camino para poner excepciones a esta regla, pero todas serán falsas por definición, pues estaremos poniendo a una secuencia lógica basada en un sentimiento irracional (paradoja de lo más interesante) por encima de una vida humana, y eso creo que no tiene razón de ser.

No es necesario aspirar a cotas más altas, mejor un par de objetivos o tres que una miríada de asuntos que no te dejen respirar, mejor unos pocos disfrutes sencillos que la red de deberes, obligaciones y necesidades falsas con que nos rodeamos al caminar por este sendero de una sola dirección. Mejor disfrutar de este paseo que llegar al final sin haberlo visto, enredados en distracciones inútiles.

Alberto Martínez Urueña 10-01-2010