lunes, 19 de marzo de 2018

Eso de las víctimas


            En los últimos tiempos, se ha puesto muy de moda hablar de ese grupo aparentemente tan homogéneo como es de las víctimas. Hemos asistido espeluznados a un par de casos seguidos como han sido los de Diana Quer y el niño Gabriel, y no queda más remedio –al margen de la asquerosa forma de informar de algunos medios–, aunque sucesos de este tipo llevan ocurriendo desde los albores de la humanidad. Violaciones y asesinatos, digo, y otras truculencias, son descritas por las culturas primigenias, lo que indica que no hay nada nuevo bajo el sol. Por supuesto, las sociedades tienen que protegerse, sólo digo que seguirán sucediendo hagamos lo que hagamos.

            Y, por lo tanto, seguiremos hablando de las víctimas. Del mismo modo que la condición humana lleva impresa en su leitmotiv las emociones más profundas, y a la violencia como una de sus representaciones más genuinas –aunque sea necesario reprimirla–, también podemos mencionar de otra representación genuina de esas emociones: la de hablar en nombre de otros, y también la de hacer grupos y clasificaciones, y meter a todos en el mismo saco. Sin embargo, aunque parece complicado de entender para esos clasificadores, no todas las víctimas reaccionan de la misma manera ni con las mismas emociones. Así que, al hablar de las víctimas, habría que saber de qué víctimas estamos hablando: si nos de las que confían en la justicia, de las que no, de los que piden venganza, de los que piden cadena perpetua o pena de muerte, de los que no la piden, o incluso, que también les hay, aunque no son muchos, de los que hacen el esfuerzo de perdonar a sus verdugos. No nos olvidemos, si hablamos de emociones, que la búsqueda de la venganza es igual de vieja que nuestra raza, pero no por ello, todas las víctimas la exigen.

            En nombre de las víctimas se hacen muchos comentarios. Todos nos hemos puesto –o más bien, hemos pretendido– ponernos en su pellejo, y elucubrar lo que haríamos si nos tocan a un hijo, o a un cónyuge. La mayoría planteamos soluciones propias de una película de vaqueros, pero en la realidad, nadie hace nada más que convertirse en un ser que sufre y se desmorona, y con el paso de los años, aprende a reconstruirse de alguna manera. Únicamente me viene a la cabeza el caso de la mujer que quemó al violador de su hija, y que se ha pasado unos años entre rejas, y seguramente eso no le haya librado de reconstruirse.

            Con el tema de las víctimas, como digo, salen las personas ajenas a hablar en su nombre. No me refiero a la marabunta que se reúne delante de una comisaría a pegarle gritos al criminal, sino a nuestros representantes políticos. “Mensaje recibido”, dicen, y entonces surgen ideas como lo de la prisión permanente revisable, o la cadena perpetua, o como queráis llamarlo. Que puede estar muy bien, pero yo no tengo las cosas demasiado claras lo reconozco. Sí que tengo claras cuáles son las directrices que deben guiar cualquier tipo de decisión: ¿cuál es el objetivo?, y si con las medidas planteadas, se puede conseguir. ¿La prisión permanente revisable evita el delito? En algunos casos, evitará la reincidencia, pero no el delito inicial. Derivado de lo anterior: ¿estamos dispuestos a pagar el precio de dejar en la cárcel a personas que pueden cometer un nuevo delito, pero que no tenemos claro que lo vayan a repetir? Yo no voy a medir nada, ni el valor de unos u otros, y no voy a responder a estas preguntas; únicamente planteo las que, creo, son cuestiones fundamentales a la hora de afrontar el tema.

            Si aceptamos tomar en consideración la voluntad de las víctimas a la hora de legislar –cuestión no demasiado clara– se nos plantean dos problemas: el primero, deriva, como hemos visto, de toda una casuística de ellas; el segundo plantea otra cuestión que me parece de igual relevancia: ¿a qué víctimas hacemos caso para legislar y que así la sociedad les resarza del daño sufrido? Esto implica otra serie de preguntas nada fáciles de resolver: ¿sólo resarciríamos en los casos en que hoy haya tipificado un delito por ese daño o abrimos la puerta cualquier víctima?, ¿en qué tipo de daños debemos hacerles caso, y por qué en otros casos no?, ¿qué diferenciaría a unas víctimas de otras, la gravedad del delito sufrido?, ¿por qué ese criterio? No podemos olvidar que la palabra víctima no se refiere únicamente a quienes han perdido un hijo a manos de un desalmado. La RAE contiene cinco acepciones de la palabra. La última de todas reza “persona que padece las consecuencias dañosas de un delito”, mientras que la tercera abre la mano y determina que es víctima aquella “persona que padece daño por culpa ajena o por causa fortuita”. ¿A qué víctimas escuchamos a la hora de legisla?

            Os confieso que yo no lo tengo claro. Los casos más truculentos son fáciles, ¿no? Un hijo de puta que mata a sus dos hijos para hacer sufrir a la madre que se quiere separar de él y lo vemos sencillo. Pero en este supuesto, en cuya condena las tripas nos pedirían participar activamente, a ese hombre no le detuvo la perspectiva de pasar cuarenta años a la sombra, y desde luego, salvo que se haya dedicado a la procreación como hobby, el riesgo de reincidencia es prácticamente nulo: cuando salga de la cárcel con setenta, ya no le va a dar tiempo a engendrar a otros dos hijos, maltratar a su madre y, cuando ésta le mande al infierno, volver a matarlos para darle su merecido. Quizá cuando hablamos de prisión permanente revisable tengamos que recapacitar qué es lo que perseguimos con ella, porque a lo mejor lo que queremos es un sistema penitenciario en donde prime la venganza, y entonces tendríamos que reformar la constitución, porque hoy por hoy, aunque lo pintemos de verde, con esta no se puede.

 

Alberto Martínez Urueña 19-03-2018

martes, 13 de marzo de 2018

Eso de los derechos


            Hay dos conceptos que están indisolublemente unidos, por mucho que nos pese a todos, sin excepción. Hablo de los derechos, ya sean derechos humanos, derechos civiles, derechos constitucionales, derechos laborales o los que os den la gana, que están directamente relacionados con una dicotomía fundamental como es la que se traza entre los que luchan por los derechos de todos y los que sólo son capaces de luchar por los propios. Iba a clasificarnos entre los que los roban y los que nos tenemos que defender del robo, pero hay quien, sin pretender robarles conscientemente los derechos a quienes les rodean, la defensa de los propios se convierte en algo tan amplio que se trastoca en una lucha de suma cero en la que su ganancia supone la pérdida por parte del resto.

            Efectivamente, hay personas cuya sensibilidad es tan grande que ver a otros disfrutar de sus derechos les resulta insufrible. La homosexualidad es el ejemplo más claro: hay personas con una piel tan sensible que ver a dos personas del mismo sexo dándose un beso, o incluso yendo de la mano por la calle, les supone una terrible infección en su moralidad ya previamente enferma. No digamos ya, hombres que ven a mujeres tomar sus propias decisiones. Son personas controladas por sus miedos, ven peligros donde no les hay, o directamente, alguna secta religiosa les tiene comidos el coco, ya sea secta musulmana, hebrea, católica o gitana. Son todas iguales, restringiendo lo que sus mujeres pueden hacer, convirtiéndolas en meras herramientas de las principales actuaciones que siempre son ejecutadas por los hombres. Y por supuesto, han de ser virtuosas, ya sabéis, o si no, son putas.

            Los derechos, del tipo que sean, han sido objeto de lucha durante siglos, han costado sangre, sudor y lágrimas, y quienes empezaron la lucha, en multitud de ocasiones, no vieron los resultados. Por eso, cuando hoy veo a personas miccionando sobre sus nombres y desvalorizando los resultados de su sufrimiento, me entran ganas de cometer algún disparate.

            Así que, lo siento, voy a cometerle: me disculpo de antemano por herir la sensibilidad de quien se sienta identificado con la siguiente tarascada, pero igualmente voy a escribirla. Tengo que hacerlo. Quede claro que respeto a las personas, pero no tengo por qué opinar igual que ellos, ni ellos igual que opino yo. Todas estas personas que hoy en día critican la lucha obrera –desde fuera, por supuesto, sin afiliarse a un sindicato ni secundar una sola protesta– no tienen ningún reparo en disfrutar del descanso dominical –no digamos ya del sábado–, de las pagas extraordinarias, del sufragio femenino, de la jornada semanal de cuarenta horas, de la sanidad universal, de la seguridad social o incluso de la abolición de la esclavitud. No digo que todos estemos obligados a la lucha activa, cada cual tiene su vida y sus obligaciones, pero al menos, deberíamos tener el sentido común de no denigrar el trabajo realizado por quienes han permitido que hoy en día no tengamos que rendir pleitesía a la iglesia ni pagarles el diezmo, que podamos expresar nuestras ideas, que tengamos derecho a una tutela judicial efectiva, que la extensión de la educación sea prácticamente absoluta –aunque la educación recibida pueda ser una mierda en algunos casos– o que no exista la posibilidad, como decía anteriormente, de que podamos convertirnos en un objeto propiedad de otra persona.

            Es muy fácil identificar al movimiento obrero con la ideología comunista, o la marxista, o la socialista, o la anárquica, y que cualquier persona que crea ser de derechas y conservadora no quiera oír ni hablar de la lucha sindical o de la dialéctica de clases. Respeto a la persona que haga esto, porque lo primero es el respeto a la persona, sin paliativos. Sin embargo, me permito afirmar en este texto que los derechos de huelga, el salario mínimo, las pensiones no contributivas, los derechos laborales, el derecho al descanso, el nuevo derecho a la desconexión, los permisos de maternidad y paternidad, los derechos de excedencia por el cuidado de hijos o a personas mayores, las figuras de las incapacidades temporales o permanentes para las personas que así se determine, los permisos por ingreso hospitalario o enfermedad grave, el permiso para acompañar a un hijo al médico o algo tan sencillo como poder tomar un café a mitad de mañana, todos estos derechos, digo, no fueron concedidos graciosamente por los dueños del capital y del poder, no fueron concedidos un día de borrachera en que se les ocurriera la idea al señor obispo y al señor feudal, no fueron ideados por Ford o Taylor mientras buscaban la forma de aumentar la producción. Todos estos derechos fueron conseguidos después de las reivindicaciones legítimas, dolorosas, sufridas y a veces muertas por parte del trabajador. Fueron duramente negociadas, arriesgándose no sólo a perder un día de salario, sino a perder el trabajo, y a veces hasta la vida. Hoy en día, en países no demasiado lejanos, siguen muriendo personas que quieren dignificar la figura del obrero. Del asalariado. De gente como tú y como yo. Por algo será.

            Por eso, aunque puedas considerar que los sindicatos dan asco, que están vendidos y que no valen para nada –que en algunos casos puede ser cierto–, puedes echar la vista atrás y ver lo que conseguimos gracias a la lucha obrera.  Y además, recapacitar sobre lo que puede suceder en los próximos años en este tiempo en que la gente no es que ha perdido la perspectiva y no luche por conseguir nuevos derechos, sino que ni siquiera lo hace por no perder los que ya tiene. Como si fueran inamovibles y hubieran llovido del cielo. La fuerza del individuo reside en su capacidad para agruparse y, por desgracia, nuestros enemigos han conseguido convertirnos en satélites desconectados a los que, en muchos casos, han logrado convencer de sus doctrinas. Pensad en lo que viene y si no queréis hacerlo por vosotros, mirad a vuestros hijos y pensadlo por un momento.

 

Alberto Martínez Urueña 9-03-2018

jueves, 8 de marzo de 2018

Eso del feminismo


            Hoy es día ocho de Marzo de dos mil dieciocho, yo soy rojo casi negro por ideología, y os pensaréis que os voy a hablar de la huelga, del derecho a la huelga, de cómo todos los derechos que disfrutamos –incluidos los vuestros, conservadores– son fruto de la lucha sindical, de piquetes agresivos, de reventarle la cabeza al que use la palabra feminazismo y, por supuesto, de cómo la agresividad del patriarcado está relacionado con la agresividad del capitalismo rampante que destroza nuestra sociedad porque destroza al individuo. Pero no, no voy a tocaros la moral con estos temas.

            Había pensado hablaros de feminismo, pero de eso no tengo ni puta idea. Yo no he trabajado en una empresa privada en la que toda la cúpula estuviera tomada por hombres conservadores y machistas, e incluso quizá del Opus Dei, organización religiosa y occidental contra la que no tengo nada en contra salvo un par de cosas concretas, como por ejemplo el maltrato al que someten de manera sistemática a las mujeres: es cierto, no las ponen un burka, ni las pegan, ni las desprecian en público. Al menos de manera directa, porque de manera indirecta lo hacen las veinticuatro horas del día con sus ideas, como por ejemplo la del origen del pecado que tan bien descrita fue por el Antiguo Testamento o por San Pablo–. Pero bueno, no son ni musulmanes ni inmigrantes, eso les salva. Con respecto a las empresas, ya sabéis, yo no he sufrido eso de los techos de cristal, lo de que para ascender tengas que hacer el doble o más que tus compañeros varones, que cobres menos y que llegues a un tope que no podrás franquear hagas lo que hagas. Y todo esto, sin entrar en posibles casos de acoso, eso que a cualquier ser humano le da asco, y si no le da, es que no es persona.

            Con respecto a lo de hablar de feminismo, ya os digo: no tengo ni puta idea. No me ha pasado tener que volver a casa con miedo a que me violen. A mí me daban miedo los putos nazis, los fachas de toda la vida, los garrulos, los que robaban, los borrachos que se te encaraban, los conductores borrachos… Es decir, lo mismo que a ellas, pero sin añadir que pudiera aparecer algún imbécil que quisiera obligarme a tener relaciones sexuales sin mi consentimiento. No digo que no haya hombres a los que les haya pasado, pero las estadísticas están a favor de mi comentario. Ojo, estando de camarero en el Master, o de portero en el Testa, sí que me sucedió que alguna chavala me dijera algo, o incluso en cierta ocasión, a una se le ocurrió la genial idea de agarrarme el glúteo izquierdo. Sé que los hombres dicen que debería haberme sentido estupendo, pagado el orgullo y como un macho cabrío, dispuesto a la berrea con quien fuese. Os digo con total sinceridad que me volví a la chica y la dije que ni se la volviera a ocurrir hacer una cosa semejante, y por supuesto, no la volví a hablar.

            Sobre el tema del feminismo hay mil ejemplos que se pueden poder de lo que es. El primero de los que me viene a la cabeza es la gilipollez esa del hombre de pecho henchido y mirada golosa que dice “yo ayudo con las tareas del hogar”. Os parecerá una tontería, pero los hombres no tenemos que ayudar, ni tampoco colaborar en tal o cual medida, ni estar esperando a que nos digan lo que tenemos que hacer. Simplemente, la casa es de los dos, los hijos son de los dos, las comidas y las cenas las comemos todos, y ya sabéis por dónde van los tiros. No se colabora, se comparten las tareas.

            Pero, como os decía, yo no voy a hablar de feminismo. A mí no me han marginado por ser inferior, no me han considerado de menos por ser bajito, mi aspecto físico no me ha condicionado, no me han cortado las alas en mi profesión –dentro de la función pública también hay problemas de este tipo, no os penséis que estamos libres–, no me han prohibido ser cirujano por ser mujer –y ver hombres desnudos– ni tampoco he tenido que soportar a un novio que considerase que tenía derecho a tener sexo cuando a mí no me apetece. Ojo, a mí me han mirado raro por llevar el pelo largo, por no ir bien vestido o por tener opiniones heterodoxas. Pero todo esto lo he elegido yo, no tiene que ver con algo que me viene de nacimiento y depende de que un gilipollas con pene –también las hay con vagina, pero no viene al caso– sufra alguno de los múltiples clichés, programaciones sociales, educaciones bastardas o ideas de retrasados mentales –con todo el respeto a los disminuidos mentales– incapaces de reconocer que cuando una mujer es capaz de ocuparse de una lavadora, tú también puedes hacerlo sin necesidad de preguntar. Y que cuando reclamas tu derecho al tiempo libre y al ocio a costa de que tu mujer tire del carro, tienes un nombre, y este es jeta.

            Ojo, yo no quiero hablar de feminismo, porque estoy seguro de que, a pesar de que todo lo que he dicho, me estoy olvidando de lo más importante. En mi caso, no es porque no quiera saberlo, sino porque no me ha tocado ni me va a tocar vivirlo. El único remedio que se me ha ocurrido, y que seguro que tengo que ir haciéndole evolucionar con el tiempo, es dejar de compararme con vosotras a ver qué es lo que hacéis con las obligaciones del día a día y ponerme a hacer lo que yo pueda sin poner escusas. Por supuesto, con todo, hacer lo posible para, en cada caso, trataros con absoluto respeto, exactamente igual que hago con los hombres. Pero además, y esto puede ser lo más relevante, asistir a la realidad social con las orejas y los ojos atentos y, sobre todo, humildes, para aprender continuamente todas esas cosas que me estoy dejando en el tintero, y reconocer mis fallos cuando toque, sin ponerle peros.

 

Alberto Martínez Urueña 8-03-2018

jueves, 1 de marzo de 2018

Moverse (o deteriorarse)


            Hay cuestiones fundamentales que en la actualidad perdemos de vista, y esto es por esa incapacidad occidental de discriminar y priorizar entre los diferentes problemas que tenemos. Ser incapaces de hacer estas dos cosas tan sencillas nos ha convertido en víctimas de quienes dirigen nuestra vida. Esto no le pasaba a nuestros abuelos: por desgracia, ellos tuvieron que luchar en una guerra, o tuvieron que pasar hambre, o tuvieron que ver morir a varios de sus hijos… Considerar que todo esto está salvado nos ha hecho perder de vista otras cuestiones que, sin ser tan fundamentales como tener que luchar por la propia existencia, son absolutamente relevantes en el día en que vivimos.

            Analizando los últimos dos años, aunque podríamos ampliar el rango de fechas, podemos darnos cuenta de cuáles han sido los problemas a los que más tiempo hemos dedicado nuestra atención. Y cuidado: no estoy hablando únicamente de los poderes públicos, que también, sino qué problemas hemos atendido nosotros mismos en nuestro día a día. Analicemos los datos, busquemos por Internet, pero, sobre todo, miremos nuestros propios horarios. Según algún artículo del año pasado, casi el 60% de los españoles entre 18 y 65 años admiten no hacer prácticamente actividad física. Unos siete millones de españoles reconocen que ni tan siquiera caminan. De aquí, podemos colegir que la salud no es precisamente uno de los principales quebraderos de cabeza de los españoles, y es que la salud entraña tanto la curación como la prevención, y la actividad física mínima contribuye de manera fundamental a esta última. Sí, ya sé que los horarios de hoy en día no favorecen esto; precisamente por eso, hablo en mi primer párrafo de discriminar en qué podemos gastar nuestro tiempo y en priorizar en qué lo hacemos en definitiva. No pongo nombres ni apellidos, que cada cual se autoevalúe.

            No voy a ponerme aquí a lanzar dardos envenenados a los poderes públicos porque sus ciudadanos sean unos vagos y no se cuiden. A fin de cuentas, cada cual es libre de autodestruirse como quiera. Sólo me faltaba, en esta época tan dada a coartar libertades, convertirme en cómplice de medidas específicas para tocarles un poco los cojones a mis vecinos. Ojo, considerar que la salud del grupo de individuos contribuye a tener una nación más fuerte, saludable y económicamente productiva es el paso previo a penalizar el sedentarismo. “¡Qué barbaridad!”, diréis. Pensad en copagos farmacéuticos para enfermedades derivadas de la obesidad, y entonces veréis como la cosa cambia, y  ya no se hace tan extraño. No en vano, nuestras personas mayores – algunas, no todas – pagan un copago farmacéutico por enfermedades derivadas de su edad. Una forma de penalizar el cumplir años, así que tampoco nos hagamos los sorprendidos.

            No, yo no abogo por las medidas coercitivas salvo cuando no queda más remedio. Todas estas historias que hay hoy en día con el tema de la libertad de expresión se me quedan lejos. A mí que un tipo en redes sociales diga que me quiere muerto porque me odia me da exactamente igual. Del mismo modo, que haya personas que debiliten los eslabones que conforman esta sociedad –las personas somos esos eslabones– no me incrementa las ganas de convertirme en el sargento de hierro y ponerles a todos a correr al ritmo que yo diga. Aquí, el problema está en que moverse del sofá es incómodo y a muchas personas les aburre. Una sociedad hedonista como la nuestra donde prima la búsqueda del placer inmediato no es capaz de ver más allá de los incómodos esfuerzos de llevar una vida sana. No me malinterpretéis, no digo que ahora todos nos tengamos que poner a correr por el pinar como hacemos algunos. Para nada. Lo que digo es otra cosa: hablo de moverse mínimamente, tres o cuatro horas a la semana, aunque sólo sea paseando por la acera de nuestras contaminadas ciudades, sólo por no deteriorar ese cuerpo que es en el único sitio en el que seguro vamos a vivir toda nuestra vida. Discriminar y priorizar: es más importante cuidar tu cuerpo dándote un paseo de una hora que muchas otras supuestas obligaciones en las que gastas tu tiempo.

            Necesitamos una cultura de la salud que hoy en día no existe. Cuidamos más las formas estéticas que aquélla, y sólo cuando la vida nos da un susto nos acojonamos hasta el punto de entender que dar un paseo diario de una hora no es tan complicado. Estaría bien poder tomar conciencia sin necesidad del susto. ¿Estaría? Yo digo que es posible. Ya sé que habrá quien se sonría ante esta afirmación tan estúpidamente obvia, pero una cosa es conocer la realidad con la cabeza y otra muy diferente conocerla con las tripas –gracias Fito, por la frase–. El problema, precisamente, es que todo lo que nos rodea en esta sociedad mercantilizada está pensado para evitar esa toma de conciencia. De hecho, me permito afirmar que lo natural sería tomar conciencia de algo tan sencillo como que la salud es lo primero, pero nos roban la atención de manera constante –ya he descrito varios mecanismos en mis textos anteriores– y este latrocinio, unido al deterioro de la atención que conlleva, nos hace pensar que es imposible, y nos convierte en víctimas. No somos víctimas, tenemos una gran capacidad de atender a lo que nos merece la pena. Nuevamente, discriminar y priorizar. Desde aquí digo que es posible tomar conciencia de la necesidad de mantenernos sanos sin necesidad de sufrir un infarto o que te diagnostiquen una diabetes. Y entonces, moverte del sofá ya no será un infernal sufrimiento, sino una incomodidad que se asume con gusto porque los beneficios son evidentes. A lo mejor, incluso, nos empieza a gustar.

 

Alberto Martínez Urueña 01-03-2018