viernes, 25 de febrero de 2011

La política

Hoy vengo “sembrao” y con bastante mala hostia, si me permitís esta expresión tan castiza y que sintetiza perfectamente el estado de ánimo general en que me encuentro estos últimos días. Flota en el ambiente algo, no sé muy bien qué, que me trae por la calle de la amargura. Son las conversaciones de la calle, el tema más recurrente: la política en estado puro, lo que últimamente más se destila en las barras de los bares. Antes también se hablaba mucho de ello: no deja de ser un tema bastante socorrido para la hora del almuerzo, así como el tiempo en las conversaciones de ascensor con los vecinos. Lo bueno del ascensor es que la conversación acaba antes y llegas a casa. Además, aunque un día lluvioso puede ser bastante triste, no acabas con una mala baba de cuidado, y esa es otra diferencia bastante importante.
La política sirve de mucho para hablar, pero muy poco para entender y mucho menos para concluir. Vale para que cada uno sea de un color sin saber lo que ese color supone, defiende o lo que tiene por detrás. Hace que la realidad se vuelva blanca o negra, según interese, y aborrega a la masa que está dispuesta a tragarse semejante bravata. Es una gran herramienta para que explosionen una tras otra las catarsis emocionales de personas que, como no tienen otra cosa que hacer, regurgitan uno tras otro los dictados del líder de su secta partidista. La política es la cortina de humo que utilizaron aquellos que se cansaron de tener que bregar con el pueblo, que se le soliviantaba cada cien o doscientos años en revoluciones que no valían para cambiar nada y a ellos les suponía tener que sobornar cada vez a unos distintos. Es la herramienta para que los mediocres que ansían cierta cota de poder se puedan dar baños de multitudes cada cuatro años, solventando los complejos de inferioridad que pudieran sufrir y dándoles que hacer, no se les ocurra pensar algo realmente creativo y útil para la masa. Es un engañabobos, vamos, tal y como se había dado cuenta hacía tiempo mi abuelo, que era un tipo bastante intuitivo, aunque un poco bruto y demasiado pesimista.
Además, es el lugar donde se juntan la incoherencia y la mentira como un matrimonio bien avenido de lesbianas (lo que demuestra que realmente la derecha no es tan homófoba como parece en un primer momento): no sabes realmente cuando te mienten, que sería cuando te dicen lo contrario a lo que realmente es o directamente lo ocultan, y cuando son incoherentes, es decir, que piensan una cosa, dicen otra y al final lo que hacen no tiene que ver ni con la primera ni con la segunda.
La política es el reducto de aquellos adolescentes que no quisieron hacerse mayores pero que tampoco les gustaba el rock’n’roll. Sí, porque algo que caracteriza a una conciencia adulta podría ser la capacidad de entrega y desarrollo (esto no es mío), pero también, la intención de hacer lo correcto. Si vemos por el contrario el espectáculo que cada semana nos ofrecen en ese lugar absolutamente enmarranado que son las Cortes, le encuentro más parecido con las disputas que tenía hace años, en el colegio de monjas al que mis padres me llevaron de tres a cinco años.
No es coña, la política es una especie de show al que deberíamos hacer el menor caso posible hasta que no se adecentase un poco. Así, en plan superficial, y que hasta que no fuese bien vestida, no la hiciésemos ni caso. Hoy en día, a los diputados les falta entrar en el Congreso y empezar las sesiones con el presidente Bono (experto en torear las preguntas más comprometidas) soltando un “¡¡Como están ustedes!!” alborozado, a lo que el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición deberían responder con unas zapatetas alegres o incluso unas carreras.
Y diréis que me paso de frívolo o incluso de sarcástico, cínico o demagogo, pero qué queréis que os diga. Ante semejante esperpento es mejor utilizar el sentido del humor que dicen que es el único que realmente es lógico. Y que no sé queje nadie, porque a los bastardos, en otras culturas como la espartana, les despeñaban por menos cuando no era útiles para la colectividad ¿Qué por qué estoy tan encabronado estos días? Pues mira, porque resulta que con todo el escándalo del Norte de África ya ha quedado claro que no se sabe a qué se juega. Resulta que en dos mil uno había que proteger al pueblo de Irak y nos montamos una guerra, pero ahora en Libia hay que decir enérgicamente que Gadafi se está por tanto muy pero que muy mal, pero no hacer absolutamente nada. Dicen que los dictadores que exterminan a su pueblo no se pueden consentir, pero claro, como el África subsahariana no existe, allí no pasa res de res. Y cuando les preguntan a esta peña su opinión, ponen cara de circunstancias y sueltan la primera chorrada que se les ocurre. ¿Qué es la política? Puede que hace años fuese útil para algo, pero ahora mismo, tal y como la conciben los que la dirigen, sólo es una burla más que soportamos los que vivimos en Occidente y que olvida a los que viven en el resto del mundo, que son más del noventa por ciento.
Alberto Martínez Urueña 25-02-2011

lunes, 14 de febrero de 2011

El hombre

El hombre se sentó en el jardín de su casa. Era esa hora mágica en que el sol se atrevía a acariciar las copas de los árboles de la ribera sin incendiarlos, calmado su calor después de todo un día de ardorosa dedicación. A su lado, en el derecho, sobre la mesita de madera barnizada, un botellín de cerveza fría. A sus pies, Troski, el perro de canela que respiraba fragoroso después de un par de carreras que había dado por el camino de vuelta del río. Entre los dedos descalzos, briznas de hierba. En el pelo cano, una ligera brisa, agitada por el atardecer límpido y bucólico. Era su momento.
Dio un pequeño sorbo mientras observaba por el rabillo del ojo como a su izquierda relucía el lucero vespertino, como un poco más atrás los retoques morados del pintor celeste iban tomando forma en una irisada paleta multicolor que recogía todos los tonos posibles. Se podía respirar en calma el ligero aroma del macizo de rosas, mezclado con aquel toque a romero que el pinar cercano traía aquellos días cálidos. A su alrededor, mosquitos inquietantes.
El seto se inclinaba en un vaivén acompasado, abriendo y cerrando ventanitas entre las pequeñas hojas, dejando ver los barrotes grisáceos de la valla, los ladrillos de las columnas, un par de telarañas fantasmales. Una hoja seca del centro de un plátano de indias bajó poco a poco, en un baile circular, hasta el suelo, cerca de su silla. Podría estar mirando aquel movimiento hipnótico durante días. Por el camino pasó un coche, y el polvo levantado se quedó a metro y medio de altura, coloreando en tonos pastel la puesta de sol, difuminándola en un cuadro impresionista.
El perro dio un suspiro y miró al amo; el amo dejó la cerveza sobre la mesa; los insectos revolotearon lejos del frío cristal: la naturaleza se equilibraba en sintonía pausada.
El astro rey se fue deformando al entrar en el horizonte, desparramándose sobre la tierra, haciéndose de hierro líquido. El cielo carmesí danzaba en una hoguera cuasiaquelarrística, con duendes difusos y magias misteriosas que antes de verse, se intuían en un lento difuminarse y regenerarse de nuevo. La hora mágica donde las visiones no es que fuesen una posibilidad, eran casi una obligación, y él la cumplía siempre que podía, distinguiendo como sus miedos y sus esperanzas tomaban forma momentánea en las nubes que danzaban en letanía, en un tecnicolor que avejentaba sus matices.
Era la hora en que podía paladear los sentimientos como un sumiller de la vida, a finos tragos, disfrutando de cada uno de ellos, de los buenos y de los malos, de la alegría por la muerte de un día tranquilo y la amargura por el nacimiento de una noche solitaria. Era ese momento en que las incoherencias era lo único real, y desde luego lo único verdaderamente lógico, cuando la razón desfallecía después del extenuante esfuerzo de tratar de explicar detalles, y algo superior cobraba forma para conseguir la odisea. Era cuando perro y amo eran tan similares entre ellos, y con los mosquitos, y la hoja muerta caída del árbol orgulloso, que tal parecido se burlaba de todos los conceptos que se habían ido construyendo por sí mismos y que se desplomaban en una hecatombe silenciosa provocada por la sonrisa de ambos.
Dio un nuevo trago a la cerveza, todavía fresca, cuando el último reducto del globo ardiente sucumbió a las leyes físicas, haciendo que cesase la brisa, que el seto se tranquilizase y su perro apoyase la cabeza entre las patas. El color morado crecía a sus espaldas, dispuesto a sorprenderle como un niño a su padre, mientras él esbozaba un gesto de comprensión y se iba dejando envolver por aquella caricia.
La noche sería cálida, y podría quedarse allí bastante rato. La cena aguardaría, fría, sobre la encimera de la cocina, para compartir su soledad, y podrían disfrutarla con la nostálgica balada que cantarían los grillos y que bailarían las luciérnagas. A lo lejos, finas gotas del mar de los recuerdos tratarían de llegarle y mojarle el rostro como si el golpeteo de la quilla de su barco vital las arrancase de entre el oleaje de su existencia.
Sin embargo, no se dejaría sucumbir a esas milongas. Entre trozo de pan con queso y trago de vino tinto, sentiría, degustaría y suspiraría. Se sentaría ante la luna y conversaría en ese idioma que sólo la experiencia sabe pronunciar, y las estrellas escucharían con sus titilantes pestañeos, que sabrían a sonrisa calmada y a asentimiento carente de juicio. Y sabría que todo su largo caminar había sido un solo instante que le había llevado a la eternidad de aquella noche, que todo había sido inevitable y que el sendero recorrido había sido, a pesar de correcto o incorrecto, el suyo. Y se alegraría de estar vivo.
Alberto Martínez Urueña 14-02-2011

jueves, 3 de febrero de 2011

El armario II

La luz se encendió de repente, deslumbrándole, y la sombra retrocedió entre chirridos y gemidos, dejando tras de sí un rastro de pólvora y ceniza, y una ligera hienda en la madera del suelo, como de una uña tratando de agarrarse a cualquier saliente.
El padre entró, mirándole con gesto complaciente. Una amplia sonrisa profident en los labios y la cara del que se sabe necesitado, deseoso de ser deseado. Se inclinó sobre la cama y le dio un abrazo, mientras el niño, temeroso ahora de la vergüenza de sus terrores nocturnos, le puso alguna excusa extraña. No se atrevió a hablarle del monstruo que acechaba detrás de los abrigos del armario, allí donde la pared estaba algo más caliente, escondiendo una cueva con prominentes estalactitas y estalagmitas saliendo, verticales, como la boca de un demonio queriendo comerse su alma. Aunque la habitación estaba igual, con las estanterías, los posters y las figuritas de los muñecos de alguna colección de moda, de esos con cara de querer devorar a alguien, él sabía que a los auténticos demonios no se les veía nunca la cara. Si acaso un instante antes de que cerrasen las mandíbulas y te partiesen por la mitad.
El padre le acarició la cabeza y le alborotó un poco el pelo, y cuando él le suplicó que dejase la puerta abierta, le propuso quedarse con él un rato en lo que conciliaba el sueño. Su cara fue lo suficientemente explícita como para que no hiciesen falta insistencias, así que se sentó en el borde la cama y le contó cómo a él también le daba algo de miedo la oscuridad cuando era pequeño, pero que enfrentándose a ella consiguió disipar aquellas tinieblas que sólo existían en su cabeza.
El niño escuchaba aquellas palabras entremezcladas en distintas frecuencias con las carcajadas de aquel que esperaba al otro lado para llevársele consigo a otra dimensión espantosa. Era una certeza.

Después de suceder varias noches lo mismo, la tutora del colegio, les indicó que era mejor que el niño aprendiese a dormir solo y a quedarse en la oscuridad de su cuarto para dormir, o sus terrores se prolongarían hacia la adolescencia. Y más allá.
La primera noche que lo intentaron los gritos resonaron fuera de la casa. El llanto inconsolable duró media hora y los hipos entrecortados cinco. Esa noche, el niño les contó como una mano había intentado cogerle del tobillo, como había visto perfectamente las escamas de aquel brazo, las uñas relucientes de los dedos, la cresta ósea de la cabeza, que continuaba por la espalda, por la columna vertebral, perdiéndose en la oscuridad del armario. Todavía podía sentir la presa en su pie derecho, a través de la manta, como le había aferrado de allí y le había prometido llevarle consigo en una especie de gruñido que casi no había podido entender.
Los padres le miraron un momento y después se miraron entre sí, con esa mirada de complacencia ante los miedos de un niño pequeño. Abrieron el armario y le insistieron para que se acercase. Al parecer, por la pared de la que él hablaba, pasaban los tubos de la calefacción, y por eso estaba más caliente. La pinza que se había aferrado a sus tobillos era un pantalón del pijama que no había echado a lavar, tal y como le habían mandado, y que se le había enrollado en el pie. Las formas que había visto habían sido más complicadas de entender, hasta que apagaron la luz y vieron las sombras que llegaban desde el reloj del pasillo, que en un caprichoso movimiento, parecían crestas sobre una llanura.
No hay monstruos en la habitación, pero si quieres, nos quedamos contigo un poco hasta que te duermas. Una vez más.

Aquí termina el relato por un motivo: no sé muy bien cómo termina la historia, esa es la verdad. Me la contó un amigo de la facultad, que había oído contar a otro amigo en el pueblo, y que según le había contado aquel, en un fuego de campamento, se rumoreaba que había ocurrido en un pueblo vecino. Había dos versiones.
La primera cuenta que el niño se convirtió en un niño adolescente que no era capaz de controlar sus miedos, caprichoso y bastante tonto, que hacía de las suyas en clase, se reía de todos, mientras sus padres acudían una y otra vez con una sonrisa de complaciente sabiduría. Creían que se habían mudado a Barcelona, o Valencia, no sabían muy bien, y según se hablaba le habían expulsado de tres colegios, pero eso sí, todavía se hacía pis en la cama, y tenía que dormir con la luz encendida.
La segunda es algo más oscura. Mirando las hemerotecas he podido confirmar que algo sucedió en una casa de un pueblo de Castilla. Un niño muerto durante la noche con las puertas cerradas, sin aparente causa. Le había encontrado su padre por la mañana. Las manos las tenía crispadas delante de la cara, como protegiéndose de algo. Se había orinado encima y tenía arañazos por todas las piernas, el abdomen y los brazos. Curiosamente el rostro estaba a salvo. Salvo los ojos. Estaban blancos, como si hubiesen hervido, como si un espíritu candente hubiese entrado por ellos para llevársele el alma.

Alberto Martínez Urueña 26-12-2010

El precio de las revistas

He estado unos días aguantando a ver qué pasaba. A ver si la mala ostia se me disipaba como el humo de un campamento de verano, ansiando que llegara el día y se llevase ese olor dulzón a resina y madera verde, pero aquí no ha pasado nada. Deduzco por la forma en la que empieza esto que, no es que se me haya pasado, es que se me han afilado las uñas y ahora puedo hablar de ello con la calma necesaria y el veneno preciso. Antes de que nadie aventure aquello de que debería calmarme, que no merece la pena llevarse malos ratos y demás consejos, diré que calmado procuro estar siempre y que mal rato por esto no, es ya casi costumbre.
Tengo el defecto, según afirmaba mi abuelo, de ver las noticias del mundo y sus tonterías. Es un tema conflictivo, pues poco a poco voy incrementando el número de conocidos que afirman que, o bien sólo dicen mentiras, o bien solo dicen bobadas, y no sabes nunca cuál de las dos opciones es peor. Me gusta además la prensa digital por motivos ecologistas y porque me permite contrastar ideas de todo el arco ideológico con facilidad económica y de tiempo. Echándole un ojo al veinte minutos del día dieciocho conocí por fin cómo empezará el Armagedon que se nos llevará a todos al otro barrio. Es decir, el barrio de la frivolité gratuita y el colapso cultural y ético. Pensaba que ya había visto de todo, pero claro, esa es una de esas frases que dices un día, y al siguiente ahí tienes al hijo de puta de turno para enmarranarte de nuevo la moral. La cuestión en liza es la portada que esa revista de referencia en el mundo de la moda, llamada Vogue, ha realizado para su último número en Francia. En ella, atentos a la imagen, se ve a mujeres hechas y derechas de aproximadamente cuatro a cinco años, vestidas con todo glamour, cual prostituta de lujo en hotel de Las Vegas, con trajes de esos ejemplos a seguir por las generaciones venideras como Lanvin o Yves Saint Laurent, peña dedicada a un trabajo incluso menos productivo que el de un funcionario pero del que nadie se queja y con el que consiguen dos cosas: la primera y más importante para ellos, que es forrarse; y la segunda y más esperpéntica para todos, demostrar como se puede llegar a parecer más estúpida todavía.
No os engañéis, ni penséis en que se me ha ido la pinza sin remedio y que estoy que chorreo demagogia por los poros. Eso, o que se me ve el miedo a distancia, que soy un carca con treinta años o algo parecido. Por todos es conocido mi ideario con ciertos temas como pueda ser el consumismo, dentro del que cae por supuesto la moda, esa falacia que alguien creó para crearnos una sensación de ansiedad cada primavera-verano que nos lleve a seguir comprando cosas que no necesitamos para nada. Pero bueno, a fin de cuentas, cada uno gasta su dinero en lo que le da la gana: mucho peor es gastárselo en drogas, por ejemplo, o en yates; pero quizá mejor donarlo a ONG’s y no a Versace. Y ya ni te digo en campañas políticas: eso sí que es el absurdo más absoluto.
Pero claro, cuando tocamos la infancia el tema cambia considerablemente. Puede que los niños sean los últimos libertos que nos queden, pero también es cierto que son los que menos creada tienen la personalidad y por tanto más moldeables según quien se les acerque. Iba en estos momentos a poner una tontería y decir que seguro que a nadie en su sano juicio se le ocurriría dar veneno a un hijo, pero me ha temblado el dedo índice al empezar a teclear la frase, y eso es síntoma inequívoco de duda. No en vano, asistimos atónitos primero y después ya amargamente acostumbrados al pavoroso espectáculo de ver como padres someten a sus hijos a una educación basada en no educarles porque no pueden con ellos. ¿Qué tiene esto de venenoso? Muy fácil: dentro de unos añitos, cuando estén acostumbrados a esa catástrofe lógica de “hago lo que quiero, cuando quiero y como quiero”, la hiel que les provocará la frustración de enfrentarse a un mundo en el que eso no existe por defecto será tan venenosa que tendremos que recoger los cadáveres de las aceras con una pala mecánica, entre los que se mueran porque sí, los que se maten entre sí y los que vivan en una soledad tan angustiosa que se maten a sí mismos.
La infancia debería ser intocable. Pero no en el tema físico, que nadie se murió por una galleta bien dada de pequeño, sino en el tema de la correcta educación. No hablo de ser buen chico, bien vestido y peinado como Aznar, así como con media melena de rebelde sin causa: allá cada padre y la pinta de gilipollas que le quiera poner a sus retoños; sin embargo, creo que hay precios que no deberíamos estar tan dispuestos a pagar. Hay una frase en una de mis canciones que me permito el lujo de reproducir en esta columna, y que dice lo siguiente: “Por eso cuando veo a esas niñas de quince/ vestidas de putón porque lo han visto en el cine/ lo único que pienso es vaya mierda de cultura/ que mata la inocencia para que niños consuman.” Creo que resume suficientemente bien lo que pienso; y es que lo que viene da tanto miedo que lo único que me salva es que, con esto de la crisis, los trabajos precarios y los sueldos de mierda, dentro de treinta años viviremos todos en la indigencia y no habrá nadie para poder comprar revistas de m… moda.

Alberto Martínez Urueña 2-02-2011

El banquero bueno

La noticia, probablemente la más importante que ha surgido en los últimos años, me ha asaltado con la fuerza del terremoto de Haiti, probablemente la última más importante a nivel humano del año pasado, junto con las inundaciones de Pakistán y alguna otra que seguro olvido. No he podido evitar pensar en redireccionaros los enlaces de los principales periódicos digitales que se hacen eco de ella, pero he preferido utilizarla como lo harán los profesionales del campo de la columna escrita.
Rudolf Elmer, un nombre que caerá en el olvido porque habrá demasiados intereses en que así sea, pero que deberíamos conservar bien guardado en la memoria. No sé la honestidad humana que tenga, no sé si será pederasta (el peor de los delitos, por mucho que los códigos penales no lo reflejen de igual modo), o si se dedicará al tráfico de humanos (probablemente el segundo), o a lo mejor es un dechado de virtudes (el primer pecado para la mayoría de los humanos actuales), pero si eso de hacer públicas las cuentas de unas cuantas decenas de políticos corruptos a lo largo y ancho del mundo es cierto, estoy dispuesto a hacerle la ola con todo mi entusiasmo. Claro, en Suiza, ese país ejemplificador para muchos, pero que es el puerto franco de la mayoría de los piratas actuales, ya le están esperando para despellejarle poco a poco en plaza pública, o en su defecto meterle en una mazmorra y tirar la llave. No deja de ser una de esas muestras de cómo la justicia está montada de una manera que muchas veces colisiona con la ética con la potencia de una bomba termonuclear. Porque fijaros el desbarro que supone la siguiente cadena lógica: los hombres más ricos del mundo pagan las carreras políticas para que se articulen leyes (secreto bancario) y puedan meter en el banco las ganancias de sus choriceos sin que nadie pueda acercarles las narices. Claro, te dicen que se lo han currado y que tienen derecho al dinero bien ganado con su esfuerzo, pero luego no dudan en ocultarlo como si estuviese cubierto de sangre (la mayoría de las veces es probable que así sea). Claro, están en su libertad de comprarse la casa en playa exclusiva mientras en Haiti se mueren por el cólera pues no tienen agua potable. Esa es la ética de aquellos que se escudan tras el secreto bancario suizo.
Lo que menos me gusta de todo, como la mayor parte de las veces, es de qué manera nos afecta eso a la gente de a pie, que a fin de cuentas somos la mayoría, y los que salimos trasquilados una vez sí, y otra también. Creo que esto tiene una doble consecuencia, a cual más importante, aunque se complementan como trapitos de la pasarela de Milán. La primera de ellas es la consecuencia que vivimos ahora, con el tema de la subida de precios, los sueldos exangües, la peña en el paro, los rescates a los grandes bancos con dinero de todos, etcétera, mientras los que tienen, cada vez tienen más. Habrá quien diga que esto es envidia, pero no es eso, no os creáis. Más bien es que mi noción de desigualdad según los méritos y el trabajo no alcanza a entender semejantes diferencias; y cuando miras un poco y ves que los que las justifican normalmente son los que más tienen y no los que menos (una conclusión semejante por alguien pobre sería toda una novedad) el tema huele cuanto menos a cochambre.
La segunda de ellas es algo más sutil, pero que hace que las vidas normales se vayan por el retrete con más facilidad que el papel higiénico. Cuando veo como los mortales gastan y gastan sin parar en un sistema social montado por cuatro hij***utas que nos engañan sistemáticamente al vendernos que la felicidad viene del tener y no del ser, me quedo bastante depre. Porque una cosa es que quieran engañarte y otra cosa es que te dejes. Esa frase tan manida de que “el dinero no da la felicidad, pero ayuda” salida de boca de gente que si no es gracias a la VISA oro es incapaz de poner freno a la angustia de no salir de compras me descorazona con saña gladiadora, justificando que si no se consume (hinchando la cartera de esos cuatro de antes), todo al garete. Y además, sin ningún pudor, se hila el razonamiento con la burla prepotente hacia esas personas mayores que son capaces de sentarse en el banco de piedra de la puerta de su casa del pueblo y no hacer nada más que estar allí, sin más, sólo siendo. Ojo, no es que les envidie, que no, pero puedo aseguraros que admiro mucho más a las personas que son, antes que a las que tienen. Supongo que todo es opinable. Allá cada cual.
El banquero bueno. Suspiro con nostalgia y pienso qué es lo que ocurriría (todos al hoyo fijo) si, ya no que nos comportásemos como héroes, si no que simplemente nos comportásemos. Si por una vez fuésemos, en lugar de desear y encelarnos en nuestros apetitos más absurdos, simplemente procurando estar sin molestar demasiado, sin hacer mucho ruido (en sentido metafórico), sin darle vueltas a la peonza y sabiéndonos ya afortunados por estar aquí, el tiempo que nos toque. Pero ya hace tiempo que dejé de predicar, y sé que no voy a cambiar el mundo con un movimiento social sin parangón, en plan hippie años sesenta. Simplemente intentaré aprender a comportarme y hacer poco ruido, no sea que me encuentren. Quizá algún día consiga ser. Esto no es una utopía social, sólo es un pequeño objetivo de aquí a que la espiche. Y además, así dejaré las rebajas a los que estén mirando el texto con cara rara.

Alberto Martínez Urueña 17-01-2010