viernes, 10 de diciembre de 2010

El armario I

Su padre le dio el beso de buenas noches. Habían terminado de cenar hacía media hora, se había lavado los dientes con parsimonia, casi con indolencia, mirándose en el espejo mientras hacía muecas con la boca llena de espuma, asemejando ser un monstruo de los de la televisión, de la serie de dibujos animados que venía los fines de semana por la mañana. Aquella mueca resultó ser demasiado real y la quitó instantáneamente: a los cuatro años estaba claro que haciendo una cosa semejante te podías convertir tú mismo en el monstruo, y entonces ya no tendrías posibilidad de comer helado ni golosinas. Y a lo mejor hasta se hacía realidad el cuento ese que le habían contado en el colegio, ese del lugar a donde iban los niños malos cuando se morían, una caverna con fuego y ríos de lava. Aunque no sabía muy bien lo que era una caverna y un río de lava, sabía que el fuego le atraía cuando hacían barbacoa en verano, pero que si acercaba demasiado la manita, sentiría un dolor inimaginable. Así que dejó de hacer muecas y escupió la pasta de dientes.
Su padre le sonrió desde la puerta y la dejó entreabierta, con la luz del pasillo encendida. Desde allí podía ver el pequeño aparador de madera con el candelabro plateado y el reloj del centro, con una figura metálica en lo alto, que daba las horas con un tintineo monótono.
La habitación estaba en penumbra, y él se subió la manta hasta la nariz, girando la cabeza poco a poco hacia la oscuridad del rincón del armario. Había que comprobar que todo estaba en orden en ese lugar, para poder dormir tranquilo, sobre todo en aquel lugar donde en otras noches había sentido que alguien le observaba desde allí. Por eso, la puerta del armario debía estar siempre convenientemente cerrada, para evitar ese sendero que llevaba directamente al lugar del que le habían hablado, ese del fuego. Para llegar a él había dos posibilidades, la que le habían contado sus padres y en el colegio y la otra. La otra estaba detrás de su abrigo viejo, según abrías el armario, a la derecha, en la pared lateral, allí donde hacía más calor detrás de la madera. Además, aquel sendero no era sólo de ida, también era de vuelta, y los monstruos podían encontrarlo y colarse en su habitación mientras él estaba dormido, y entonces estaría perdido.
Les había de muchos tipos, les había como el esqueleto del diccionario que había visto hacia unos meses, hojeando aquellas palabras que estaba aprendido a leer. Tenían todavía algún trozo de carne pegada, lo sabía porque había visto la película de Indiana Jones, y el malo al final, cuando se derretía, todavía con vida, le quedaban pedazos de carne pegada en los huesos.
Había otro tipo, que eran personas a las que no se le podía ver el rostro, monjes con un hábito como de saco y capucha a los que sólo se les intuía unos ojos que observaban, que miraban esperando condenarte. Eran los caídos, o al menos eso había oído a su hermano mayor con su amigo Kike, cuando jugaban al ordenador a un juego de matar zombis. Sabía que los zombis eran de mentira, porque se lo había dicho su padre, pero los otros se parecían mucho a algún profesor que había visto en el colegio, que llevaba como faldas largas y negras atadas con un cordel a la cintura. Seguramente aquellos que habían sido malos estaban en el infierno, y se les quedaba la cara que no se podía ver, sólo imaginar, al margen de los ojos que miraban.
Los otros, los últimos, tenían alas negras y ojos brillantes como las ascuas de las barbacoas del verano. Esos eran los peores, porque disfrutaban torturando a la gente, sobre todo a los niños como él, porque según su abuela, tenían la carne más blandita, y les gustaba mucho. Por eso, según le había dicho, los niños que se portaban mal era los más codiciados en el infierno, porque estaban más sabrosos. Era lógico, era como el lechazo o el chuletón, que estaba más duro. Y esos querían carne de niño.
Siguió mirando hacia allí y entonces lo vio, con un escalofrío en la espalda. Estuvo a punto de hacerse pis encima al ver que la puerta del armario estaba abierta.
Se subió la manta hasta sobrepasar la nariz, mientras sentía que el cuerpo se le quedaba helado. Abrió los ojos todo lo que pudo para estar vigilante. Dijo el nombre de su padre, pero este estaba abajo, y no le oía; además, si hablaba demasiado alto, los monstruos despertarían, le oirían, y por fin encontrarían el camino hacia su habitación, y le cogerían.
Empezó a ver movimientos. Al principio fue sólo un leve movimiento en esa zona más oscura, pero después empezaron a ser más visibles. Había algo al otro lado del armario que se movía, que se enredaba en su abrigo, en las camisitas pequeñas, en los jerséis. Los veía allí, reptando por las paredes, entre la ropa.
Y fue cuando entonces algo brilló allí dentro. Hasta entonces todo era irreal, y seguramente fruto de su miedo, como le había dicho su madre. Pero en aquel momento en que un ascua se encendió al otro lado de la puerta y le miró, dejó de ser invención para ser un ojo observando, ojo encima de una boca y unas garras, delante de unas alas y con un hambre de miles de años de confinamiento en el infierno. Sus miradas se cruzaron. La noche acababa de empezar.

Alberto Martínez Urueña 7-12-2010

Una nueva perspectiva

Suele sucederme que la mayoría de las cosas que se me ocurren vienen como una tenue brisa de viento. Son de esas cosas que estás en mitad de cualquier lugar, ya sea la calle, un bar, en la cama… y de repente empiezas a notar algo a tu alrededor que se mueve. No sabes muy bien qué es, pero está ahí, lo notas, y a veces se materializa en una serie de conceptos e ideas que puedes plasmar sobre un papel.
Eso mismo me sucedió el otro día, en una conversación con un amigo, charlando sobre temas de esos profundos con que de vez en cuando os doy la tabarra. Cada vez menos, creo. Andábamos con esas historias de que si la peña últimamente está más o menos vacía que antes, que si la gente no tiene un norte o rumbo al que tirar… Bueno, imagino que todos en algún momento hemos sacado ese tema, lo hemos tratado con más o menos seriedad, para después quedarnos con cara de póker y continuar donde habíamos dejado lo anterior. No porque sea poco importante, si no porque esas conversaciones muchas veces no dan para muchas palabras por dos motivos: el primero es que entramos en un tema que es complicado de explicar; y el segundo, porque normalmente estamos de acuerdo en lo genérico, y en lo particular siempre dejamos la coletilla de que “cada uno sabe por dónde anda” o aquello de que “todo el mundo tiene su punto de vista”. Supongo que es cierto en alguna medida, pero no sé cuál.
La cuestión es que andábamos en esas enfrascados, y me di cuenta de varias cosas, que pretendo reunir en dos grupos.
El primero de ellos hace referencia un tema del que os hablé hace poco, creo, o si no lo hago ahora, y es que después de leer libros de varias épocas de la literatura, y os hablo desde Homero hasta Gabriel García Márquez (pongo nombres para que veáis la amplitud del asunto), me he dado cuenta de que el problema de que las generaciones venideras están echando a perder lo poco que teníamos es tan recurrente que al final parecen plagios unos de otros. Desde que Paris, el de Troya resultó ser un cobarde, pasando por la degeneración de la China del siglo sexto A.C. o la hecatombe vaticinada en los Cien años de soledad para las generaciones de los Buendía, la preocupación porque los jóvenes van a traernos el Apocalipsis en tan general que ya seríamos la especie que más veces se habría extinguido en la Historia de esta piedra a la que llamamos La Tierra.
El segundo grupo de cosas hace referencia a la naturaleza del hombre. Nos quejamos de la falta de profundidad moral y humana de las personas, de cómo cada vez estamos más solos en esta vida y cada vez más hay más gente que, teniendo de todo, dice aquello de que “todo es una mierda”. No deja de resultar curioso lo poco que valoramos ese todo que antes no se tenía, pero realmente, en la práctica es así y los caminos que se emprenden, para lo bueno y para lo malo son hacia delante, tanto los individuales, como los colectivos (compuestos de otros individuales, claro).
El crecimiento personal de los humanos es, en mi opinión, el aspecto más importante sobre el que descansa nuestra existencia. Supongo que ya lo habríais intuido, pero ahora lo digo sin ambages. Es el más importante, y sin embargo, todo está pensado para que “no perdamos” el tiempo ni un solo instante en él, para que haya una cosa tras otra que nos entretenga y no nos demos cuenta de que ninguna de ellas realmente entretiene por otra cosa más que por la novedad, pero que su valor es ridículo. Es como cuando llegaban los reyes, jugabas un par de minutos con el He-Mán y después le prestabas más atención a la caja que lo envolvía. A mí me pasado, y sé que no soy el único. Había que conseguir otra cosa nueva, porque lo que hacía dos minutos lo era, ya estaba viejo y no valía para nada. Esto lo único que denota es la esencia de la vida humana en el cambio, pero entendido de una manera un poco corrompida y que nos hace dependientes de una manera absolutamente pavorosa. Imaginaos que de repente sólo tuviéramos asegurado el comer, el vestir y la vivienda, pero sin lujos ni historias… Sería la debacle. Multitudes enteras suicidándose en las cunetas de las carreteras, peña enloquecida andando y corriendo por las calles como zombis sin saber qué hacer, con qué entretenerse, con qué ocupar su tiempo. ¿O no?
No lo sé. Pero esta sociedad que ahora tenemos cada vez interesa menos a la gente, cada vez le cansa más, el hastío crece, y la experiencia de varios milenios ya nos dice que cuando eso ocurre, hay algo que hace avanzar al siguiente estadio. Los cambios ya sabemos que no surgen de los grandes movimientos sociales de los dos siglos pasados, eso está claro, pero la gente cada vez está más insatisfecha. Joder, la enfermedad de Occidente es la depresión, y cada vez más. Algo sucede alrededor, y como ha ocurrido siempre, algo viene. Sé que no lo voy a ver, pero esa conversación me ha dejado buen sabor de boca y algo más esperanza; me ha eliminado rencores y me ha dado otra perspectiva. Bueno, supongo que estabais esperando un texto lapidario de los míos, pero hoy no tocaba: hoy sólo tenía que ofrecer estos pensamientos.

Alberto Martínez Urueña 29-11-2010

Dos cosas fundamentales

Escribir textos cortos, aunque no lo parezca, y cuando se pretende que sea algo más que un simple comentario que cualquiera pueda escribir, es algo que desgasta bastante. Hay que rebuscar el tema, procurar no ser demasiado reiterativo, intentar aportar alguna visión novedosa, no resultar demasiado chabacano (aunque si ves la televisión, en concreto determinada mierda rosa, parece que se está poniendo peligrosamente de moda)… En fin, una serie de cuestiones que hace que te tengas que exprimir el seso, y a veces resulta innecesario. A ver, podría escribiros una vez a la semana, cogiendo algo insólito de eso que nuestros periodistas más avezados a veces nos ofrecen y con eso bastaba. Pero a mí no me basta.
Por eso, por ejemplo, hace poco os mande un par de poesías, o me saqué del tintero el hasta ahora más comentado texto, el de La casa, que al parecer os ha gustado bastante. Me alegro, y la verdad es que cuando empecé a redactarlo, supuso todo un reto para mí: no en vano, era la primera vez que me arriesgaba con algo semejante. Así que, lectores míos, habéis sido todos participes de una de mis primeras veces en algo.
La cuestión es que la vida entre Valladolid y Madrid a veces se hace bastante exigente en cuanto al tiempo, y si quiero compaginarlo con otras aficiones, no me queda más remedio que ir haciendo huecos. No vale eso de que en el tren tengo todos los días dos horas de espacio, porque por la mañana prefiero ir dormido y subsistir en esa batalla que es cada semana, y por la tarde también me gusta leer, así que no os creáis que es tan fácil.
De la lectura he hablado muchas veces, y en distintos tonos. Es uno de esos reductos en donde mis comentarios corren el riesgo de ser tachados de inmodestos, que es la forma amable de llamarle a uno pedante, como por ejemplo si os digo que mi libro favorito es El Quijote. No voy a entrar en la obvia disertación que se suele hacer sobre cosas que hasta hace bien poco eran sinónimo de cultura y ahora más bien de comentarios jocosos jaleados por jacas y jamelgos que se jactan de saber algo del tema y que hacen de barra de bareto su máximo conocimiento (y ojo, que como bien sabemos algunos, es un territorio inhóspito repleto de sabiduría y morralla a partes iguales). Vamos, que antes, por haberte leído a los clásicos se te admiraba y ahora se te mira como a un bicho raro. Lo curioso del tema es que los seres humanos no han cambiado nada en los últimos diez o quince mil años; se ve que lo que ha cambiado es la diana de su estupidez diáfana y obviamente congénita (por supuesto, me incluyo en el grupo, al menos por apariencia, pero no en este tema, quizá en otros).
Ese es uno de los principales conocimientos que se extraen de los libros; de leer no solo los libros que ahora se venden, esas basuras semánticas y lingüísticas en la mayoría de los casos, empaquetadas y servidas en su punto para el consumo rápido y el olvido presto (hay escritores actuales, muchos, que se salvan de esta salva de cañonazos, como por ejemplo Miguel Delibes), sino de leer también a Homero, a Alighieri, a Esopo, a Shakespeare… En esos libros, aparte de contener historias apasionantes (por mucho que el analfabetismo encubierto de nuestros días impida en muchos casos disfrutar o incluso llegar a entender lo que ofrecen), hay secretos escondidos para aquellos que quieren leer entre líneas (ya estaréis pensando aquello de pedante, porque claro, imagináis que me incluyo entre ellos, y por supuesto que lo hago) y que aportan determinados hitos que hacen que la vida de uno se ensanche, sin lugar a dudas.
Y os he puesto libros de nuestra oscarizada cultura occidental, pero cuando entras a mirar en los estantes a esas defenestradas y asquerosas culturas que comen perro, curry y especias a tutiplén, y te encuentras con obras como Tokyo Blues, de Murakami (de nuestra época, Japón), La novela de Genji (del siglo once después de Cristo), las Analectas de Confucio (ni os creeríais lo que hacía el tío cuando aquí íbamos en taparrabos) o los escritos de los sufíes hindúes, te quedas asustado de lo mucho que se parecen aquellas gentes a lo que somos ahora.
Al penetrar en obras como las que os cuento te percatas de dos cosas fundamentales. La primera de ellas es que las preocupaciones cotidianas de la gente no han cambiado ni un ápice desde que el hombre es hombre. Temas como currar para comer, conseguir comodidad y seguridad para tu familia, la necesidad de aceptación grupal, la necesidad de amar y ser amado y otras tantas son exactamente iguales en esos libros a lo que ahora nos preocupa. Incluido, curioso, esa retahíla que ahora se oye tanto sobre cómo la juventud de hoy en día se está echando a perder, como las cosas degeneran y se van a perder y olvidar. Ya en los tiempos de los primeros emperadores chinos existía esa preocupación, y aquí estamos desde entonces (estoy oyendo ya las voces de que “ahora es distinto”, cosa de la que se quejaban hace varios siglos).
La segunda cosa fundamental es la necesidad de trascendencia del hombre. Cada cultura lo ha intentado solucionar de una manera, pero está impregnada en todas ellas. Hay iluminados en todas las culturas a lo largo de toda su historia, igual que la cristiana. Existen personas que dicen que esa es una búsqueda absurda, y sin embargo parece estar impresa en nuestra esencia más profunda, por eso es común a todos los hombres desde antes de salir de la cueva, o de bajar del árbol, como prefiráis. No sé si es algo que tiene que ver con procesos bioquímicos o hay algo detrás llamado alma unida a un dios terrible y terrorista como el del antiguo testamento. Hay dejo eso, para otros textos.
Por tanto, vuelvo a decir a todo el mundo, os digo amigos míos, que, si tenéis tiempo en mitad de esas preocupaciones diarias que llevan ocupando al hombre desde la más oscura antigüedad, leáis. Coged el libro que sea y paladeadlo, y si no sabéis cuál, dejad que alguien de quien os fieis os aconseje. Es uno de los caminos hacia la esencia del hombre, hacia eso único que nos hemos traído desde que nos convertimos en lo que ahora vemos, como el miedo a las serpientes o el gusto por la belleza. Es decir, el camino hacia lo que somos.

Alberto Martínez Urueña 14-11-2010

Más de lo mismo

Andaba yo el otro día pensando con esta mente roja y pecadora que dios me ha dado (lo siento por esos fachas opusdéicos, resulta que mi mente es obra de dios y no del diablo, por mucho que les jod…) como las realidades absolutas van cayendo una tras otra ante los atónitos observadores que se frotan los ojos sin ser capaces de aceptar que lo que está ocurriendo es tan real que un pellizco les haría soltar más sangre que a un marrano en San Martín.
Vivimos tiempos que hagan lo que hagan son de cambio, pues la definición de la realidad, ya desde tiempos del gran olvidado Heráclito, es de puro cambio y punto. Sólo los necios (que somos todos, ojo) somos capaces de negar la evidencia y hacer saltos mortales con la lógica para tratar de vestir un santo (nuestra permanente mentira) que está mucho mejor desnudo.
Así que con esas sentencias filosóficas de que alguna verdad absoluta hay, aunque no es posible explicarla con palabras (vano intento anterior el mío), andaba divagando y perdiendo el tiempo, hasta que me ha caído la bomba nuclear de pensar en economía (culpa del periodista de turno que parloteaba en la radio) y me he acordado de multitud de cosas que me han rondado todos estos interminables meses de crisis económica.
La primera de todas es que resulta que en todos los países del mundo civilizado (el incivilizado no cuenta, pues son más inteligentes que nosotros, pero con menos pasta en la cartera), sea cual sea el partido político que anduviera en la palestra gubernamental, le han caído palos a mansalva. Que se lo digan al primer ministro irlandés, firme defensor del conservadurismo y de medidas fiscales tales como que las empresas casi ni paguen impuestos, al souman francés que más de lo mismo, o a los restantes gobiernos europeos que para buscar en las gráficas sus índices de popularidad ya tienen que bajar al sótano. No hablo del nuestro para evitar chistes fáciles con los que el próximo año se me saturará el correo electrónico, en lo que hay elecciones.
Otra de las cosas curiosas de las crisis es que saca del baúl de los recuerdos a lo más facha del arco parlamentario, la extrema derecha, lo cual quiere decir que saca de los votantes el miedo cerval y por tanto con su papeleta defienden ideas que se acercan mucho a una de las vergüenzas europeas del siglo pasado. Preguntad a Suecia.
Pero si hablamos de economía, lo que más me gusta es constatar en todo esto como, esas personas que hacer un juego de manos lógico para defender la permanencia de un edificio que se ha caído a cachos, siguen en sus trece de que el sector privado es más eficiente que el público. Cada vez que oigo sus comentarios y al mismo tiempo veo como muchos de los bancos con esas triples aes tan renombradas hoy en día (máxima solvencia) se han ido al cuerno, una carcajada histérica en plan Gárgamel (para los menos mayores, el malo de los pitufos) pugna por salírseme de entre los dientes entre dolores abdominales. Entonces tengo que hacer ese esfuerzo tantas veces recomendado de hacer de tripas corazón y aceptar aquello de que hay que aceptar las ideas del contrario y ser tolerante con los demás.
Supongo que tendré que ser tolerante con esos piratas disfrazados de ejecutivos serios, con esos políticos autonómicos “responsables” que jamás dimiten y con esos alcaldes víctimas de la fama que otros guarrean. Supongo que tendré que ser tolerante con esa gente que opina que la sanidad y la educación debería privatizarse, tal y como está privatizado el sector inmobiliario. Imaginaros por un momento a Florentino Pérez y sus amigos, gestionando los hospitales de la ciudad que fuese, cobrando el coste de los tratamientos y sacando un cierto beneficio que después invertiría en sectores estratégicos para la economía nacional como serían Cristiano Ronaldo, Jorge Valdano o Zinedine Zidane. Y les pongo nombres para que lo veáis más claro.
Así que supongo que tendré que tolerar esas opiniones, pero entonces yo daré las mías, claro, y aquí va a haber ventisca. Creo que ya va siendo hora de que ciertos sectores estratégicos de este país, necesarios para que la gente viva con un mínimo de decencia sean de todos. Las cuestiones como las privatizaciones que se montó el señor del bigote para apuntarse el tanto de entrar en el euro no han salido tan bien como pensaban. Y si no, al dato: Telefónica, la compañía más cara y con el peor servicio de toda Europa. Ojo, no hablo de todos los sectores, ni hablo de todos los empresarios.
Y ahora, con el tema de la reforma del sector financiero más cachondeo. Para que os hagáis una idea, resulta que quieren reformar un sistema donde la bolsa es lo más grande, y es la misma bolsa la que indicará si funciona bien o mal su reforma. Esta reforma consiste en que la gente que se forra en ella, se forre un poco menos. ¿Me seguís? Pues esa es mi opinión. Quizá ellos tengan la sartén por el mango, pero desde luego no pienso comulgar con ruedas de molino, ni mucho menos asentir mientras la peña me mete la mano en el bolsillo. Vamos, más de lo mismo.

Alberto Martínez Urueña 23-11-2010