Como
personalmente estoy hasta los cojones de hablar de lo urgente que es el asunto
catalán, hoy quiero ocuparme de una cuestión importante de esas que les
mandaría a todos esos meapilas al banquillo de suplentes. O más bien, a la
grada. Ya tendríamos tiempo de hablar de identidades, lenguas y demás
gilipolleces. Con todo el respeto a las personas que defienden cada una de tan
relevantes posturas.
Este fin de
semana me he dado cuenta de la burbuja en la que vivimos en los núcleos urbanos
reseñables. Valladolid y su alfoz, llega a los cuatrocientos mil, según datos
el INE, por lo que podemos considerar que la mayoría somos un montón de gente
viviendo en un hormiguero de asfalto maquillado con zonas verdes que nos dan la
sensación de estar respetando el medio ambiente. Claro, eso hasta que ha
llegado la sequía. O más bien, como consideran la ingente mayoría de
científicos que, con sus estudios, hablan del cambio climático. Con respecto a
los negacionistas, todo mi respeto, pero prefiero fiarme de los últimos
informes que demuestran que ese tres por ciento de estudios que niegan el
cambio climático están mal diseñados. Y mira que soy de ir contracorriente,
pero no tanto. Sobre todo cuando además del cambio climático, el sistema energético
que tenemos está envenenando el aire que respiran mis hijas.
Hablando de
la burbuja en la que vivimos en las ciudades, no dejan de resultar exóticos
esos parques de color marrón o, en algunos casos, ya grisáceo, con hierbas que
según las pisas, se deshacen. Los árboles con las hojas marrones en agosto. El
pinar de Antequera convertido en polvo… Esas cosas que no has visto nunca, y
que resultan dignas de ver por lo extraordinario. Lo que no somos
verdaderamente conscientes es del alcance hasta que no vas de visita a alguna
zona rural, a algún embalse, o a la montaña, y te encuentras un paisaje
pavoroso. Utilizo el término pavor como expresión de un miedo que además causa
espanto o sobresalto; no hablo de un simple miedito a que un día salgas a la
calle y te hayan levantado el coche. Miedo del de verdad, con espanto.
Luego vuelves
a la ciudad, miras los diarios, y otra vez con la cantinela, con la corruptela,
con la usurpación de la atención por parte de los medios dirigidos por sus amos.
Otra vez a discutir sobre el sexo de los ángeles, sobre si es más importante un
razonamiento lógico o emocional cuando hablamos de la identidad de las
regiones. O no son regiones, son pueblos, o naciones. O sobre si es su puta
madre bailando la sardana o la jota aragonesa la que sale en el cuadro cuando
lo del Tratado de Utrecht. Y mientras, Galicia reseca y en plena fiesta de la
barbacoa, sin medios para frenarlo. Vivir para ver.
En realidad,
esto no deja de ser un defecto de forma del propio ser humano. Un poco de
todos, pero cada uno en su justa medida. En principio, las personas, tú y yo, y
el duque de Alba pero con más dinero, carecemos de visión periférica, visión de
conjunto, y vemos la vida conforme a una noción egocéntrica en la que somos el
Sol de nuestro propio sistema; y en torno a nosotros, giran el resto de
planetas, asteroides y cometas, merced a nuestro capricho gravitatorio. O al
menos así nos gustaría. Ésta es la raíz de un sistema energético competitivo de
combustibles escasos cuando tenemos el sol, un sistema económico competitivo
que no tiene en cuenta la contaminación que le aniquila, un sistema educativo
competitivo que exprime y convierte a nuestros hijos en máquinas, haciendo que
se olviden de que lo más importante es otra cosa. Por eso, hay tantos padres
que prefieren hijos listos pero hijos de puta, a hijos bondadosos de los que
alguna vez alguien se aproveche. De primeras, no tenemos una visión global y
periférica que nos permita ver el sistema como el todo colaborativo que en
realidad formamos.
Es esa noción
natural, pero perversamente fragmentaria, que habla de la ley del más fuerte en
la que el león se come a la gacela y mata a los descendientes de sus rivales.
Esta noción no incluye el equilibrio natural de conjunto, y no lo ve por un sencillo
motivo: lo reduce todo a la visión del individuo. Que está muy bien, ojo, hasta
que deja de estarlo, y nos comemos un cambio climático que lo manda todo al
carajo porque nuestro sistema energético y económico se olvida del conjunto. En
realidad, esta noción acierta en un extremo: es un problema del individuo, sí,
y siempre lo ha sido.
El individuo
tiene una elección básica en esta vida, y nadie puede soslayarla. Aquí, un no
sabe/no contesta se considera un no, pero además pergeñado de estupidez e
irresponsable conciencia. La pregunta, de una forma algo filosófica, va de
aprender de qué va la vida o pasar por ella como un asno zamorano al que le han
puesto orejeras. De una forma más prosaica, si te ponen delante un plato de
fabada o uno de cicuta, ¿qué elegirías? Porque sistemáticamente elegimos cicuta
y la gente se cree que lo hace en base a su libre albedrio cuando, en realidad,
las empresas se gastan ingentes cantidades de pasta en anuncios publicitarios.
Si esa publicidad fuera inocua en nuestra conciencia, esos entes
despersonalizados llamados empresas, ¿se gastarían el parné? En resumen: si te
dejas hacer y haces como que no miras, es culpa tuya, y pagas la factura.
Por tanto, y
para evitar el cambio climático, los incendios descontrolados y el apocalipsis
bíblico que avecina, y además, perder el tiempo con la independencia de
Cataluña, deberíamos preocuparnos por esa visión periférica tan reducida que
tenemos, que nos envenena tanto el cuerpo como la mente, que nos enseña al
resto de seres humanos como potenciales enemigos y que nos hace creer que somos
libres cuando realidad sólo nos dirigen desde los medios. Que, en definitiva,
nos está mandando a todos –porque lo que cuenta es el conjunto– irremediablemente
a la mierda.
Alberto Martínez Urueña
16-10-2017
PD.: ya sé que este artículo es demagógico; igual que cuando
nos preocupa que no nos dejen entrar al centro con el coche más que el veneno
que respiran nuestros hijos en el patio del colegio. Por cierto, esto es
sarcasmo.
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