jueves, 17 de mayo de 2007

Reflexiones ante una barra


            No recuerdo muy bien cuándo fue. Es una de esas situaciones en las que lo único que realmente no importa es la fecha, y eso que siempre he intentado acordarme de todas. Pero no de ésta. De hecho, seguramente traté de olvidarla, por aquello de no tener puntos de referencia para que volviese a mi memoria algo así. Tal vez me equivoqué, y lo que pretendí ver fue sólo un reflejo de mi excitable imaginación, y en aquel bar únicamente estaba yo y vapores etílicos que tornaron borracheras en miserias inventadas. Pero no creo, la verdad, porque para ciertas cosas siempre he tenido facilidad y el mirar dentro de los ojos siempre fue una de ellas.
            La chica estaba sentada en un taburete, con la mirada tan perdida que daba miedo intentar entrar a donde había llegado ella. Una de esas cosas que luego se te quedan en la retina y vuelven por las noches para hacer del descanso algo lúgubre y pendenciero. No se movía nada, sólo el compás de su cigarrillo latiendo en su mano derecha lo apartaba de ser un cuadro en tonos negros, la lenta cadencia de las brasas avanzando lentamente hacia el filtro dando cuenta de lo lento que puede llegar a pasar en ciertos momentos el tiempo. Tenía ante sí una copa, seguramente algo con refresco de cola, varios hielos que se deshacían poco a poco, absortos, quedos, como si el compás fúnebre también fuera con ellos y a todo el conjunto le estuvieran tocando a muerto.
            Miraba al frente, como si en las botellas del otro lado de la barra pudiese leer algún designio, como las meigas en los vapores de la queimada. Nada de eso ocurriría desde luego, y aquello le daba un toque más triste si cabía, porque daba que pensar que si necesitaba recurrir a esos sortilegios significaba que había perdido el Norte por completo. Supongo que habría bebido más de la cuenta, pero se sabía mantener en la silla sin trucos de equilibrista y, cada vez que daba una calada, la mano temblaba, pero no porque estuviera ebria. Y desde luego, en los ojos se reflejaba la soledad más extrema, y si hubiese bebido lo que argumentaban algunos en el bar, el oleaje de la copa habría suavizado ciertas asperezas.
            Me sobrecogió de tal modo, que incluso hoy me sobrecoge, cuando han pasado ya muchos tiempos y muchas situaciones. Supongo que sería uno de esos momentos que el tiempo escoge para poner una señal, una marca en la cinta de video de la memoria, para que luego puedas encontrarla sin perderte. Pensé en acercarme y preguntar, pero habría sido inútil, desde luego; y después, otro día, uno de esos que tampoco recuerdas la fecha, pero ese porque sólo te quedas con lo que te quedas, te cuentan que acertaste de pleno, que aquello era soledad de la del ermitaño, de la que da miedo sólo de pensar en ella; y sabes que aquello sólo lo traen contadas situaciones, como el desamor, el desengaño, la traición, el odio… Y desde luego, el abandono. Tal era aquella situación, en la que donde pensó ver campos enteros de flores preciosas, sólo quedaron cementerios de ilusiones que se quebraron una a una, pero casi todas al mismo tiempo, como los platos de un barco que naufraga, como los sueños que circulan por una mente desarbolada.
            A su alrededor, miradas con una mezcla salomónica y hitleriana, que siempre hicieron mixturas de sabor bastante agrio, hacían un ejercicio de puntería esteparia, un juego de moralina victoriana perfectamente equiparable a los tiempos más oscuros de la cultura católica, apostólica y romana.
            Comprendí muchas cosas aquella noche; aunque, como todo, siempre espero a que el tiempo me traiga respuestas que en el momento no puedes ver, o al menos percibir. Pero entendí largamente y desde la parte más íntima mía, que el ser humano es un complejo sistema sin ningún tipo de orientación, más que la que el propietario quiera darle, y que las responsabilidades de los actos al final se acaban depurando de forma individual, por mucho que en un principio haya quien quiera refugiarse en la ignorancia grupal. Yo, que muchas veces traté de encontrarle el recóndito escondite a la explicación más certera, entendí que darle muchas circunvoluciones al entendimiento, a lo que lleva es al caos más absoluto, y te permite (cosa que es ansiadamente buscada por los que pretenden engañarse) olvidar cosas sencillas y simples como que la vida humana y su condición más perfecta, como son sus sentimientos, en primer lugar son secretos, y en segundo, lugar, sagrados.
            Lo vi claro en aquellos ojos. La soledad, la angustia, la tristeza… Lo entendí, porque también viví cosas parecidas antaño; porque cometí los mismos errores, o incluso peores; porque condición humana será siempre que las piedras del camino se tornen muchas veces en profundos hoyos de los que no sabes salir; porque cuando te encuentras solo en la oscuridad y no existen manos que te guíen a la luz, sino que lo que encuentras es la conjura de los necios que intentan desposeerte de tu dignidad, sólo queda alzar la vista, mirar dos segundos las botellas y confiar en que el arrullo del tiempo traiga la luz que tanto ansías.
            Y por supuesto hacer limpieza, cojones.

Alberto Martínez Urueña 17-05-2007