viernes, 25 de agosto de 2017

Ni venganzas ni buenismos


            El tema del terrorismo es uno de esos en los que hay que andar con muchos pies de plomo y, siempre, con absoluto cuidado. Sobre todo porque cuando escribes sobre algo –y en la era de las redes sociales, de mensajes a vuelapluma que arden en las pasiones, hay que incrementarlo– corres el riesgo de no matizar convenientemente todas y cada una de tus afirmaciones. El problema es que el análisis sosegado no vende, es mejor tener a varios bocachanclas entre los tertulianos y columnistas para encender aún más unas llamaradas que corren libres y salvajes en esta época de sequía humana. Yo no quiero caer en ese fallo, y por eso únicamente plantearé dos cuestiones muy sencillas.

            La primera de esas es que los problemas tienen diferentes planos desde los que actuar, y a los fanatismos que enarbolan la mayoría de los necios que hablan sin la necesaria espita en los morros se les olvida. No conseguiremos librarnos de que nos maten mandándoles miles de cartas de amor para que sepan que no tenemos nada en contra de ellos; pero tampoco conseguiremos nada enviando a todas las tropas del mundo para realizar una limpieza étnica. Cualquiera que proteste porque la policía abra fuego contra un sujeto enloquecido que tiene una serie de paquetes pegados al cuerpo y que grita palabras en árabe es muy corto de entendederas. Por otro lado, cualquiera que argumente que esto lo solucionamos con sólo mandar maestros y diplomáticos a Oriente Próximo no entiende que los procesos sociales y culturales necesitan de varias generaciones para implantarse.

            Sin embargo, negar una de estas dos posibles perspectivas de actuación porque pueda arrebatar posibles venganzas es actuar con una miopía intelectual sólo reservada a los borricos calzados con orejeras. Orejeras asumidas con alegría y fanfarria: no podemos obviar el chorro de adrenalina que les provoca esa catarsis emocional de gritos, miradas torcidas e insultos. Y sobre todo, olvido de una humanidad de la que hablan o rezan en otras ocasiones más propicias. Sin olvidar tampoco las orejeras opuestas: esas actitudes de falso buenismo con que algunos se atribuyen una superioridad moral que en realidad no poseen, negando la evidencia de que ahí fuera – y también aquí dentro – hay descerebrados que quieren meterte la metralla por donde te quepa. O por donde no te quepa. Y sin más razones que el odio, allá de donde salga.

            La segunda de las apreciaciones que me gustaría hacer no es tanto sobre las posibles soluciones como sobre las causas. Del mismo modo que antes indicaba que los procesos sociales necesitan de varias generaciones, el nivel de odio que estos pueblos han desarrollado hacia nuestro acrisolado Occidente no puede ser fruto de un día –aunque la ley de la gravedad indica que se va más fácil hacia abajo que hacia arriba–. Hay que aceptar y entender que cuanto más extremas son las pasiones, y más drásticas las medidas que de ellas se derivan, mayores son los deseos de afrontarlas y muchas menos las cosas que perder. Que me digan a mí, occidental tipo medio, trabajo bien remunerado, vida aceptablemente cómoda y con familia a la que proteger que me lie un símbolo religioso a la cabeza y me lance a una guerra santa es bastante más complicado que si se lo dicen a un chaval que ha visto morir a su familia bajo las bombas de una guerra que no entiende, que sus perspectivas de futuro es intentar comer al menos una vez al día y que, cuando intenta salir del infierno, le encierran en un campo de concentración a las puertas de Grecia. Pero no sólo eso, porque hablaba de que este odio no se cultiva sólo en una generación.

            No soy experto en geoestrategia, pero la que hay montada en la zona del Golfo Pérsico y aledaños es el drama por excelencia. Desde que se descubrieron los yacimientos petrolíferos más importantes de la historia en suelo saudí, toda esa zona ha estado revuelta. Pero no sólo eso: si nos remontamos hasta los anales de la historia, todo el crisol de civilizaciones europeas, indias, judaicas y protoarábigas han estado zurrándose de lo lindo en ese cruce de caminos que tiene por capital a Jerusalén. Las injerencias de los diferentes imperios han sido constantes, y los grupos clandestinos organizados para sembrar el terror, incansables. Desde los zelotes hasta los nizaríes, pasando por cualquiera otra organización que se opusiera a la ocupación extranjera, han tenido por herramienta el asesinato y por ideología el odio, y por mucho que nos joda el orgullo, no somos demasiado especiales en este siglo veintiuno, no hay nada nuevo bajo el sol, sólo la sucesión histórica de un desastre bélico cada vez más globalizado.

            En conclusión, espero que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado sigan tirando a matar en ciertas circunstancias, pero no puedo evitar sentir una cierta empatía por la madre que ve morir a su hijo de hambre, o por el padre al que su hija de tres años se le escapa entre las manos y cae por la borda de una patera. En definitiva, por pobres de la tierra, por los marginados y los oprimidos, por los que mueren en mitad de un conflicto sin pretender ser parte de ello –el 80% de los muertos de esta guerra santa son musulmanes– completamente olvidados por el mundo rico. Una cosa no quita la otra, y no voy a posicionarme a favor o en contra de cada uno de los descerebrados que pueblan las redes sociales con mensajes que para lo único que sirven es para definir a quienes los ladran, con independencia de color, credo, sexo o religión.

 

Alberto Martínez Urueña 23-08-2017