martes, 2 de marzo de 2010

El chico solitario

Hace años escribí sobre él. No llegó a nadie más su lamento, porque en aquella época ni yo tenía esta columna, y sus ojos no estaban preparados para reflejar el manto turbio que cubría el fondo de su existencia. Hace unos días me le encontré por calle, en uno de esos encuentros fortuitos que no sabes muy bien de qué manera organiza el destino, y que te ofrece la presencia y la oportunidad de un espacio de tiempo libre que te permite descansar un momento del terrible y largo caminar que puede suponer a veces la vida. En mi cara un gesto de sorpresa y de alegría, en la suya todo eso mezclado con la melancolía que ya viese entonces y por un toque de cansada experiencia vital que indicaba que su existir había seguido los azarosos senderos por donde ya entonces le llevaba de la mano la diosa Fortuna.

No ha sido nunca de sentarse a tomar café, y yo ando algo escaso de efectivo últimamente con mis viajes a Madrid. Además, coincidimos en que somos más de barra de tugurio infecto con camarero discreto y luz tenebrosa, y todavía era de día y sin posibilidades, así que nos sentamos en un banco del Campo Grande, sin más pretensiones que una charla de las que otras veces habíamos mantenido. Teníamos suerte: había dejado de llover hacía ya unas horas, y el banco no estaba mojado, aunque el ambiente seguía estando húmedo y una brisa invernal amenazaba con echar por tierra el momento. No obstante, los patos se asomaban con sus andares bamboleantes y buscaban quien les atendiese, exactamente igual que me pareció mi amigo.

Me estuvo contando sus vaivenes actuales, y vi que invariablemente, en el fondo del chico seguía siendo ese pozo de petróleo que ya se me asemejó entonces, un pozo con ondulaciones que eres capaz de ver, pero nunca de saber su motivo. La verdad es que su mirada siempre había sido bastante enigmática, y sólo dejaba entrever lo que él quería en el momento que así lo dispusiese. Curiosamente, conmigo nunca había pretendido fingir, y yo no había nunca querido preguntarle sus motivos.

Comenzó como aquel entonces, hablando de un lugar que había visto o sentido, o que había creído ver. Ya no sabía si aquello había sido un sueño, una intuición o algo real; algo que se diluía en el vaso de una incipiente locura, o los posos que restaban de un café ya consumido, palpables e inteligibles para según qué personas. Su mente atormentada le había mostrado el tenue reflejo de algo que no podía describir, pero que se había grabado en sus sentidos como algo que al mismo tiempo aceleraba el corazón y lo paraba, que generaba tales contradicciones en su inestable razón que lo temía y al mismo tiempo lo deseaba.

Lo peor, como aquella vez, era la soledad. “Los caminos de lo escondido siempre son solitarios”, me confirmó con una sonrisa que todavía no sé si fue de alegría, nostalgia, sufrimiento, o quizá una mezcla infinita de sensaciones. He de deciros que no sé muy bien de qué me hablaba, igual que no lo supe hace años, la primera vez que se me sinceró, pero la vehemencia perturbada que se encendía en sus ojos me hacía pensar que algo real subsistía debajo de aquellas palabras con que trataba de explicarme lo que no era capaz de explicarse a sí mismo. Asistía a una montaña rusa de pasión y turbación, de emoción y frustración, de iluminada consciencia y de depresión brutal, y nada había que pudiera hacer nadie, desde luego, sólo lo que yo hacía: escucharle.

Lo único que le restaba, me contó, era aprender a vivir entre las sombras de aquello en que para él se estaba tornando lo que podía palpar con los dedos y que, mientras veía como las personas corrían detrás de esto como perros ante un plato de carne, a él le dejaban cada vez más insatisfecho. Estaba condenado por el toque mágico y maléfico de haber descubierto algo que no podría situar nunca, que tenía que vivir solo y que se escapaba a todo entendimiento. La soledad de aquella sentencia era fría y pesada, descubría el lugar, pero lo volvía a esconder en una tumba. Y le arrojaba a un destierro en donde se aceptaban dos premisas inamovibles.

La existencia de todo aquello que no pudiese ser introducido en algún tipo de ciencia actual que fuese capaz de explicar sus procesos, sus elementos primigenios era la primera de esas cosas. Lo segundo, el desprecio por todo aquello que se escapase del pragmatismo que busca la comodidad, de la vida diaria, segura y monótona que invariablemente va desgastando las esquirlas que cada existencia presenta para volverlas todas semejantes, casi iguales, sin respetar las diferencias. ¿Qué deja la sociedad para aquellos que no comparten estas dos ideas? Y se respondió a sí mismo con tal seguridad que era una convicción a la que había llegado hace tiempo: les reserva el apelativo de marginados o locos.

Desde luego, mi primera reacción fue tratarle como esto último, pero no pude hacer tal cosa. Le conozco desde hace tiempo y nunca me ha parecido un demente, sólo una persona con una luz distinta, y de hecho, muchas de sus intuiciones que ha compartido en otras ocasiones conmigo me han parecido bastante acertadas. Si he de partir de la base de que no puedo aceptar que mis propias creencias o cimientos mentales son absolutos, tampoco puedo juzgarle ni tan siquiera como alguien equivocado.

Pero he de reconocer que la tristeza desgarradora de su narración hizo mella en mí. Me pregunté el porqué de la existencia de esta persona y su dolor, los motivos de todo aquello; y si no podía culparle, ¿qué opción me quedaba?

Le vi alejarse, con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo, encogido. Se había levantado el viento, y de nuevo comenzaba a llover.

Alberto Martínez Urueña 2-03-2010