jueves, 4 de agosto de 2022

Consumo y conciencia

  Hay ciertos temas de los que resulta complicado hablar sin alterarse. Uno de ellos, para mí, es la cuestión de la crisis climática y, en concreto, la gestión del agua. Nuevamente, volvemos a una cuestión fundamental: ¿debemos consumir un producto por el hecho de que podamos pagarlo? Por supuesto que se cumplen las condiciones para que el agua se convierta en el producto de un mercado en el que la oferta y la demanda marquen el precio. Por supuesto que se podría segmentar el mercado en función de los usos que se hagan de él y también es indudable que las tareas de control para verificar que las normas se cumplen se pueden implementar. Según esta teoría, los usos para consumo humano serían los básicos; después irían los consumos industriales y agrícolas, en donde también podríamos segmentar; y, por último, podríamos considerar los usos recreativos, como puedan ser piscinas, parques acuáticos, campos de golf, etcétera. Según la teórica económica capitalista, con esto valdría para regular el consumo de agua y, en principio, que las decisiones de consumo sean racionales y se optimice su uso, evitando despilfarros.

Sin embargo, esta elegante teoría, secundada por ciertas multinacionales y sus portavoces corporativos, lobistas y representantes públicos, se olvida de una cuestión, o más que olvidarse de ella, no se menciona abiertamente: todo mercado, ya sea de competencia perfecta, oligopolista o monopolista, expulsa a los productores que no optimizan los costes, pero también a los demandantes cuya restricción presupuestaria no alcanza para pagar el precio fijado por los mercados. Esta cuestión, aceptada en el mercado de los coches de lujo, en el que sus consecuencias son inocuas, el supuesto mercado del agua traería unas consecuencia devastadoras. De hecho, ya se ha acuñado el termino de migrantes climáticos, un término que engloba a aquellas personas que no tienen acceso al agua.

La gestión del agua no se puede dejar en manos del mercado, porque el mercado podría considerar lógico que en La moraleja se llenen las piscinas a precio de oro mientras estos precios en barrios humildes supondrían un drama. Por eso se interviene estableciendo restricciones cuando se considera necesario. Ahora bien, ¿cuándo se considera necesario intervenir en este mercado? ¿Cuándo estamos legitimados los ciudadanos, a través de nuestros representantes, a establecer unas normas legalmente aprobadas que nos permitan intervenir en el mercado del agua? Como siempre, el diablo está en los detalles, no en los mensajes vociferados vía twitter en los que ni se profundiza en los análisis ni se discrimina entre posibles opciones para las que hay recursos finitos. Huid siempre de los mensajes simplones.

Uno de los grandes avances de la humanidad fueron los almacenes de grano. Durante siglos estuvimos expuestos a las hambrunas provocadas por el capricho de las cosechas hasta que la tecnología nos permitió obtener excedentes de grano y alguien tuvo la idea de meterlos en un granero para los años que vinieran malos. Esta medida, que a nadie puede desagradar, es intervenir el mercado agrario, y a nadie se le ocurriría negar sus beneficios. Con el agua ocurre que, desde hace años, gracias a la dolosa – uso esta palabra sabiendo lo que significa en su primera acepción de la RAE y dejo en barbecho las siguientes – gestión de nuestros políticos, no tenemos excedentes de agua. Los acuíferos se agotan. El cambio climático hace que las lluvias sean escasas y torrenciales, lo que no permite almacenarla en esos acuíferos y, además, desertifica el suelo. Las reservas glaciares de nuestras montañas son cada vez más exiguas y, considerando la deriva térmica en nuestro planeta, no parece que vayan a aumentar.

La crisis climática ya está aquí. Y cuanto más tiempo tardemos en darnos cuenta de que tenemos que cambiar nuestro modo de vida, peores consecuencias dejaremos a nuestros hijos. Más complicado será no ya revertirlo, sino encontrar la forma de sobrellevarlo. La gestión del agua es uno de esos ejemplos, pero tenemos todos los que queramos ver si no nos ponemos delante de la cara las excusas que nos venden los grupos de presión que luchan por aumentar sus beneficios a corto plazo. No es un problema de falta de información: el que no ha querido verlo hasta ahora seguirá encastrado en su ceguera, orgulloso de su rebeldía y de su aguante frente a la corriente que impera. Como si la crisis climática, de la que ya nos advertían en los años 70, fuera una moda pasajera, como los pantalones de campana. En realidad, es un problema de toma de conciencia y de asumir, de una vez por todas que debemos no ya disminuir nuestro nivel de consumo, sino reorientarlo hacia todo aquello que no aumente el deterioro de nuestro planeta. Yo no digo que tengáis que dejar el dinero en la cuenta del banco, o en la cartera; sólo pretendo advertir que la responsabilidad de nuestras sociedades liberales recae sobre el individuo y han de despertar las conciencias para que nuestras funciones de consumo se amplíen, introduciendo en nuestra utilidad de forma masiva los criterios medioambientales. Esto implicaría forzar a los productores a vendernos aquello que consideremos que no daña nuestro planeta presente y que respete el planeta que dejamos a nuestros hijos. Esto aumentaría la oferta de bienes y servicios medioambientales y reduciría su precio a través de las economías de escala. Esto reduciría la demanda de productos dañinos para el medioambiente, bajando su precio, los márgenes de beneficios de esos productores y, por lo tanto, terminaría por eliminar esos mercados, o, al menos, los reduciría. Consumidores concienciados construyen, sin lugar a dudas, un mundo mejor. Y, a lo mejor, descubren cosas nuevas más satisfactorias. Pero eso ya os lo cuento otro día.


Alberto Martínez Urueña 4-08-2022