jueves, 30 de marzo de 2017

Va de fútbol (y ni yo me lo creo)


            Cuando veo a la gente que se escandaliza por la corrupción que hay en la política, y clama a los cielos por adoptar una posición de absoluta intransigencia con esos actos, me relamo los colmillos. Os lo juro, es algo que no puedo evitar, porque pone en evidencia a tal masa de gente que tengo la sensación de que vamos a ser achicharrados por un sol enorme que estos necios son incapaces de ver sobre sus cabezas. Y es que no hay mayor ejemplo de corrupción, injusticia y tolerancia de actos despreciables como puede ser el fútbol. Y a partir de este párrafo, si te gusta el fútbol y no estás dispuesto a escuchar verdades como puños golpeándote en el rostro, es mejor que cierres el correo y sigas tu camino. Te lo aseguro. Si quieres, te lo firmo.

            El fútbol, y más el fútbol en España, es un claro ejemplo de cómo la sociedad civil puede ser víctima, presa, pero sobre todo, autocomplaciente con sus verdugos, como son el marketing, los medios de comunicación, las empresas de gestión de imagen y las técnicas torticeras de extirpación del sentido crítico y de la adopción de comportamientos basados en unos mínimos ideales éticos o morales. La dualidad Barsa-Madrid tan bien fabricada, fomentada y explotada por unos y otros ha convertido a nuestra nación en pasto de las hienas. Una nación con la tendencia a agruparse en dos bandos, izquierda-derecha, nacionalismo español-nacionalismo autonómico, obreros-empresarios, y un largo etcétera, no podía permanecer inmaculada como una virgen ante los esfuerzos del capital por desflorarla en algo que parecía tan inocente y lúdico como es el fútbol. Si se pretende hacer negocio con la Educación o la Sanidad, ¿cómo no hacerlo con los sentimientos y las emociones más primarias? Pero aun así, todavía se apela a la nobleza de los clubes históricos y a las figuras gloriosas que los gestionan y que los defienden con su esfuerzo.

            Supongo que será por eso que noticias como que el Madrid estaba relacionado con la trama Púnica a través de la creación de una agencia de noticias falsa, en realidad no le interesa a nadie. Una empresa que seguía los dictados del señor Floro para intervenir en la generación de opinión a favor o en contra de tal o cual cuestión, como por ejemplo, la titularidad de determinados jugadores. Un presidente que se vanagloria de respetar el ámbito de actuación de su entrenador, pero que manda a sus secuaces a condicionar las ruedas de prensa no está haciendo si no lo que cualquier otro mafioso haría para controlar sus negocios. Eso sí, mientras ese sujeto siga trayendo jugadores a golpe de talonario, a nadie le importa lo demás, da igual la honorabilidad, la honradez, la ética o la moral que implican el resto de actos que haya llevado a cabo en la gestión del equipo. El fin justifica los medios.

            Poco tienen que decir los del otro lado, los del Barsa, con sus escándalos de fraudes contractuales, las evasiones fiscales de sus antiguos dirigentes, las salidas de tonos independentistas, la utilización política del nombre del club… O los del Atlético y su presidente chusquero de hace años y sus temas en Marbella, o el de ahora, que se libra del delito por prescripción, como Naseiro. Y así, hasta donde queráis.

            Por supuesto, sé que algunos de los que me leéis y habéis continuado con el texto argumentareis que una cosa son los dirigentes puntuales y otra cosa son los colores de la camiseta de vuestros amores, pero eso me valdría con algo relevante, como la religión, la cúpula Vaticana versus el cura de barrio o el misionero que se juega el pellejo por los más débiles. Además, os estaréis olvidando que, aprovechando la legitimación social que dais al club, amparáis los comportamientos de sus dirigentes por la presión social que conlleva acusarles. Es decir, se aprovechan del respaldo que tiene el club para llevar a cabo sus comportamientos delictivos, o al menos moralmente reprobables, y quedar impune. O prescrito, pero nunca proscrito.

            Y daos cuenta que no he entrado a valorar cuestiones como la injusticia económica del reparto de los ingresos televisivos –que debería ser gestionado por la liga de fútbol profesional y entregado a los clubes a partes iguales, algo evidente salvo para los principales beneficiados–, las flagrantes injusticias arbitrales que envilecen y corrompen las competiciones –evidentes salvo para los seguidores del club, igual que las corrupciones de los partidos políticos–, la incomprensible resistencia a la implantación de mecanismos que impidiesen esas injusticias –como los políticos que racanean en justicia y organismos controladores–, resistencia implementada y aireada por los medios de comunicación cómplices –a los que el morbo de los debates de los lunes les hace vender más periódicos–.

            Así que ya sabéis: cuando os preguntéis cómo puede haber gente que vote al PP, o al PSOE, o a cualquier otro partido culpable de delitos tipificados por ley  –conforme al más mínimo sentido común–, o culpables –esto, sin la presunción– de enmarranar el panorama social español, también os podéis preguntar porque hay tantos millones de personas sosteniendo clubes de fútbol que soportar, ocultan o incluso facilitan delitos como los de fraude fiscal, o directamente socavan los principios morales y éticos que sus seguidores dicen defender. Seguidores incapaces de una mínima fuerza de voluntad a la hora de actuar con una coherencia que les llevaría a dar la espalda a esos clubes hasta que su comportamiento no fuera todo lo ético que debieran, teniendo en cuenta que son el espejo en el que se miran los niños de nuestro país. Y si hay algo que tengo claro desde hace tiempo es que quien daña a los más débiles, no merece en modo alguno mi respeto. Por esto, y por otras muchas cosas más personales, hace tiempo que me borré del fútbol. Quizá ahora que le quieren poner cámaras – es increíble que no las hubieran puesto ya, como en otros deportes profesionales, deberían explicar el porqué – la competición gane un poquito de interés para los que vemos cómo ciertos clubes tienen patente de corso cada vez que se cruzan con otros rivales más pequeños.

 

Alberto Martínez Urueña 30-03-2017

 

PD: Por cierto, podríais seguir defiendo a vuestros equipos, pero por lo menos tener la vergüenza torera de aceptar las incongruencias de las que se benefician tanto ellos en las competiciones como sus dirigentes en los mercados. O en los juzgados.

martes, 28 de marzo de 2017

Más allá del humo y sus bandos



            Después de darle varias vueltas al tema, entre otros muchos, me decanto a dejaros unos párrafos respecto a la necesaria profundización en las opiniones y en los debates que normalmente tenemos o escuchamos. Necesaria profundización, por cierto, en esta época en la que la palabra populismo ha saltado a la palestra como si fuera algo nuevo, cuando lo llevamos sufriendo de toda la vida, como la estupidez o las hemorroides. No en vano, los vendedores de humo tienen una característica común, y es el mensaje facilón que no resiste un par de preguntas inteligentes. Lo hemos vivido con el bufón de la corte americana que precedió al primer presidente negro, con aquello de “Estás conmigo o estás contra mí”, lo hemos visto en mensajes como que en España no hay una burbuja inmobiliaria (R. Rato, 2003) y en otros muchos mítines electorales, discursos de bocachanclas o simples payasos como lo de que en España nos gastamos los euros en alcohol y putas.

            El ejemplo más claro que tenemos hoy en día sobre la necesaria profundización es el terrorismo islámico. El atentado de Londres de la semana pasada ha sido una de esas noticias que, a poco que te queden algunas tripas dentro del cuerpo, no te dejan indiferente. Una mínima empatía te pone en las carnes del policía muerto o de la madre atropellada que ha dejado dos hijas, pero luego han empezado a actuar los esclavos del miedo, esos descerebrados que le quieren poner puertas al campo y que asignan etiquetas en función de su propia estupidez. Hablaron en las redes sociales sobre la indiferencia de aquella mujer musulmana que pasaba utilizando su teléfono móvil por la acera en donde reposaban los muertos. Y claro, estas alimañas siempre tienen secuaces que corean las proclamas y se unen a los insultos. Lo que no dijeron fue que esa mujer había estado ofreciendo su ayuda a las asistencias médicas y que en esos momentos intentaba comunicarse con su familia para tranquilizarles. Lo que habríamos todos; salvo lo de ayudar a las asistencias, que sólo lo habrían hecho las buenas personas.

            Profundizar en esas noticias, en lugar de saltar a la siguiente como suele ocurrir en los medios de comunicación, más preocupados de vender basura mediática a la audiencia simplona, habría puesto en conocimiento del gran público que una comunidad musulmana, Muslims United for London, había recaudado 23.000 euros en 24 horas para las víctimas del atentado. Seguramente haya más socios en este grupo que terroristas musulmanes en Londres, pero a los medios de comunicación eso no les interesa. No les interesa porque su audiencia quiere sangre, no conciliación, y si no se la dan, la buscarán en otros lugares: Telecinco siempre está disponible.

            Profundizar aún más en esas noticias nos haría darnos cuenta de que el porcentaje de víctimas europeas fruto de la yihad son irrisorias si las comparamos con las que ocurren en Oriente Próximo, y que los primeros que están luchando contra el extremismo islámico son los propios musulmanes. También nos pondría sobre la pista de los canales de financiación de estos grupos, el origen de sus armas y las causas de la desestabilización de toda la zona que va desde Libia a Siria, pasando por Egipto, El Libano, Israel, Arabia Saudí, Irak, Irán, Pakistán o, por supuesto, Afganistán. Sobre esto último, os recomiendo ver los títulos de crédito de una película como Rambo III, dedicada a los gloriosos guerreros muyahidines que lucharon contra la opresión de la Unión Soviética, y que ya de paso, fueron financiados y entrenados por los USA. Esos guerreros muyahidines, para quien no lo sepa, son los actuales talibanes.

            Respecto a las diferencias culturales, podemos hablar de varias de ellas. La primera de todas es el tratamiento que dan a las mujeres en estos países, pero hay que profundizar un poco más, y recordar que la legislación española de hace dos generaciones supeditaba la libertad individual de las mujeres al principio de indivisibilidad del matrimonio, principio que se materializaba, por ejemplo, en que la mujer estaba sometida a la patria potestad del pater familias o en el tratamiento legislativo de los homicidios o las violaciones dentro del matrimonio. Simplemente juntad en San Google las palabras violencia+genero+franquismo y flipad. Pero no hace falta irnos a la época de nuestros abuelos: hoy en día, un 30% de los jóvenes considera justificado un cierto grado de violencia dentro de la pareja y consideran razonable controlar los contactos y mensajes del móvil del otro, o ese 40% de españoles que culpa a la mujer de la violencia de género por no decir basta e irse de casa. Otros ejemplos culturales de los países musulmanes pueden ser la picaresca, la corrupción, el desprecio por la declaración de derechos humanos… Ahora leeros los autos judiciales que afectan al partido del gobierno, al PDeCat, a la Junta de Andalucía, los informes de la ONU sobre la Ley Mordaza, las declaraciones de los trabajadores de RTVE, los datos sobre fraude fiscal en España, el caso de los papeles de Panamá… Supongo que seguiremos diciendo que no es lo mismo, pero de los Pirineos para arriba hay quien sigue hablando de Norte y de Sur.

            Es necesario profundizar en los debates porque las frases fáciles del “America first!”, “Recuperar la ilusión”, “A favor”, no dicen absolutamente nada. Es como si le preguntas a un español sobre cómo valora su salud: te dirá que si no hay salud, no hay nada, pero luego, por un poco más de ocio, se la juegan restándole un par de horas a la cantidad de sueño saludable. Los discursos vacíos no sólo definen a quienes les vomitan: también a quienes asienten con admirados ojos bovinos a esas palabras que no contienen más que humo, y por supuesto a los que sacan tajada del engaño.

 

Alberto Martínez Urueña 28-03-2017

miércoles, 15 de marzo de 2017

La tradición


            Cualquiera que me conozca sabe que no suelo verter opiniones sin que pueda dar algún tipo de argumento que las sujete. No soy de casamientos ciegos, salgo en lo que se respecta a determinadas personas en las que la fidelidad del corazón puede a la fidelidad de las razones. Fidelidades a prueba de bombas a pesar de las apariencias. Por eso, no se libra de mi análisis ninguna de las cuestiones que nos rodean en este siglo veintiuno en el que estamos, el siglo de la postverdad, de las mentiras públicas maquilladas por el marketing y de la desvergüenza institucional como forma de gobierno. También, el siglo del despertar de las conciencias en Occidente provocado por la saturación material que provoca angustia y que invita a la búsqueda de otra cosa, igual que antes se hizo con la búsqueda de la seguridad vital.

            Pero hoy quería coger la palabra tradición y desentrañar que es lo que puede haber detrás de ese mantra. Y es que la tradición es algo que a mucha gente le gusta enarbolar como una bandera sin saber muy bien cuáles son sus colores. Sin saber qué se esconde realmente detrás del trapo. Es como el que se arroja alegremente, soltando histéricas carcajadas, sobre su propia espada, sin ser consciente de que esto es incompatible con la vida. Es como los que luchaban por la gloria y la riqueza de las naciones medievales –cada uno tenía la suya–, rogando a un dios que tenía que estar de ellos hasta los cojones, para que luego las glorias y las riquezas se las repartieran en una mesa de palacio mientras que los que las habían luchado –esos hidalgos sobre los que tanto escribieron los grandes– se llenaban las barbas de migas para fingir que habían cenado. La tradición es un argumento que pretende ser racional, como si hicieras un uno más uno igual a dos, pero que en realidad habla de las emociones y querencias de cada uno por un lado, y el miedo y la resistencia al cambio por otro.

            Las costumbres, usos y rutinas y demás zarandajas son un arma de doble filo, por cierto, porque tanta costumbre de nuestra historia ibérica son los toros como los duelos –hoy, peleas de discoteca–, como la tradicional bofetada con la que el pater familias guiaba con recto y sabio dictamen los designios y decisiones de su esposa. Usos y costumbres, tradición les llaman, que nos hacen mantener en este siglo veintiuno costumbres que están genial, como puede ser la paella, las terrazas, las vacaciones estivales, el fútbol –salvo en profesional, que da pena verlo– o las procesiones de la semana santa castellana. Pero que también nos hacen mantener veleidades entre zoquetes territoriales, los mismos toros –tiene mucho de macho, lo reconozco, pero si quieren demostrar algo que se vayan a colaborar a África– o lo del tema de la nobleza, sus títulos nobiliarios y sus gilipolleces. Esto de las gilipolleces lo digo sin acritud, pero si es delito, lo retiro, no venga doña mordaza y se me anude a los cojones.

            Lo de los títulos nobiliarios lo escuchaba en un programa de radio por internet, La cafetera, de Fernando Berlín, que comentaba que habían publicado en el BOE las Reales Cartas de Sucesión de determinados títulos nobiliarios, por parte del Ministro de Justicia. Echadle un vistazo al BOE del trece de este mes, por ejemplo. Y flipad en que se gastan el dinero los jefes. En qué gastan su tiempo, sus cargos y vuestro dinero público, porque lo de los títulos nobiliarios no nos sale gratis, aunque sólo sea por el trámite administrativo que conlleva. Lo de la nobleza en España, en el siglo veintiuno, estoy convencido de que tiene un argumento lógico y racional, pero por más que se lo busco, no lo encuentro. Seguro que es fallo mío.

            Buscando, por poner un ejemplo, cuestiones tan tradicionales en España como es la corrupción política. Sí, sí, la corrupción política va de la mano de la tradición. Y digo esto sobre todo a los tradicionalistas, a ver si me lo pueden explicar. Como decía Denzel en Philadelphia, como si tuviera cuatro años. Aunque eso es lo que suelen hacer los políticos con sus discursos, y así nos va. El ejemplo va sobre el Duque de Lerma, el primero de todos, el que le hacía los deberes a Felipe tercero, allá por el siglo diecisiete, cuando estas Españas eran la hostia, con su economía boyante a pesar de que la peña –como los hidalgos que os mencionaba antes– se muriera de hambre por las calles. Hay cosas que no cambian, y lo de las corruptelas, igual. A este buen hombre, seguro que neoliberal de pro, favorable a la propiedad privada y a los negocios, se le ocurrió que podía convencer al Austria –los de la endogamia, así les fue– para llevarse la capital de España a Valladolid, y previamente, antes de que no lo supiera nadie, se hinchó a comprar terrenos en mi ciudad. Cuando el otro dio el sí –benditos cargos públicos que saben mirar para otro lado– el Duque le vendió a Felipe y a otros amiguetes esos terrenos con un inmenso beneficio. Con cargo a las arcas públicas, claro. Pero no acabó ahí la tradicional cosa, que en seis años repitió la jugada pero a la inversa, llevándose de nuevo la capital a Madrid con toda la maniobra inmobiliaria.

            Así que si os sentíais especiales por haber visto lo de la burbuja inmobiliaria, o por haber visto cosas que nadie creería a nuestros políticos, estáis equivocados. Aquí estas cosas llevan pasando siglos, y como es tradición, entiendo que a muchos de los conservadores que siguen defiendo el viejo régimen les siga pareciendo fetén que ahora haya un decimosexto Duque de Lerma disfrutando de lo robado hace cuatro siglos. Y también otro Felipe. Quizá dentro de otros cuatro siglos tengamos nuevos ducados que hagan honor a sus antepasados, esos a los que hoy, criminales de lo tradicional, quieren meter en la cárcel. Gentuza que no entiende el valor de la tradición.

 

Alberto Martínez Urueña 14-03-2017

sábado, 11 de marzo de 2017

La injusticia


           Hoy en día todo el mundo está cabreado. Las noticias que nos rodean, que nos asaltan con nocturnidad y alevosía, nos muestran un mundo despiadado y hostil en donde la injusticia y la tiranía campan a sus anchas. Tenemos los ojos repletos de rostros de enemigos que nos roban, que se aprovechan de nosotros, que nos quieren quitar nuestros derechos, nuestros dineros, nuestras posibilidades. Nuestro futuro. Cualquier estamento es sospechoso de buscar nuestra perdición. Los viejos mitos caen, los líderes han muerto, las ideologías son únicamente una estructura fabricada para sustentar a una élite que busca subyugar al contrario. Tanto las derechas como las izquierdas, religión o ateísmo, y todas las dialécticas de contrarios, están pensadas y definidas en función de sus propios enemigos, en función del objetivo que pretenden destruir y cuyo lugar creen estar legitimados para ocupar. Igual que la tiranía de la monarquía absoluta en Francia fue sustituida por la tiranía de la guillotina de la revolución. Al final, todo se reduce a las comparaciones entre unos y otros, y a la sensación de injusticia que se produce cuando alguien toma ventaja injustificada sobre los contrarios. Estos, además, siempre tendrán una excusa para explicar los motivos…

            La injusticia en algunos casos es objetiva, tengo claro que hay ciertos hechos que no tienen un pase, y precisamente por eso en estos textos muchas veces los he denunciado. No en vano, basta con echar una ojeada al fondo del mar Mediterráneo para comprobar que muchos de sus inquilinos no han tenido la justicia que se merecían. Sin embargo, la vara que se utiliza para medir la injusticia en otros casos, quizá no sea tan evidente. Pocas veces nos planteamos la medida para hacer esas comparaciones. No deja de resultar paradigmático que, en muchas ocasiones, los propios autodeclarados antisistema utilicen medidas creadas por el sistema para determinar la injusticia.

            La injusticia tiene una dimensión comparativa. Hablamos de aplicar el mismo rasero para todos. Hay que intentar, además, eliminar cualquier elemento arbitrario que pueda socavar la aplicación escrupulosa de los criterios establecidos. Me asombran los argumentos contrarios a la aplicación de cualquier herramienta que pueda evitar la injusticia, muchas veces sustentados por personas que son, claramente, buscadores netos de justicia. Un ejemplo tan prosaico como pueda ser la justicia en los campos de fútbol sería el paradigma de mi afirmación, que no puede ser negada salvo anteponiendo cualquier otro criterio al de la justicia. Aquí, cada cual que elija su bando.

            Sin embargo, hay otros muchos campos de aplicación de este concepto. Tantos campos como personas hay en el mundo. Muchos argumentan que hay que tratar a cada persona según sus capacidades, pero en la práctica siguen encelados en buscar una regla universal para todos: una regla que nos trataría a todos sin tener en cuenta nuestras características intrínsecas. Del mismo modo que sólo hay una persona que haya sido capaz de correr los cien metros en menos de nueve sesenta, no todas las personas son capaces de leer cuarenta libros al año y entenderlos, no todas pueden entender la física de partículas y no todas son capaces de sacarse unas oposiciones para Abogado del Estado. No todas pueden comprender igual los problemas del mundo, o los problemas de sus amigos y personas más cercanas, y no todas tienen el don de la palabra para poder dar un buen consejo a tiempo. No todas las personas son capaces de enfrentarse de igual manera y en el debido tiempo a sus miedos, y muchos –la mayoría– no son capaces de sobreponerse a éstos para no menoscabar la vida de quienes les rodean. Un ejemplo de esto puede ser la educación de los hijos, marcada en gran medida por los miedos de los padres.

            Más allá de estas consideraciones con respecto a quienes nos rodean, la injusticia puede ser mucho más cruel. Puede llegar al extremo de aplicarse sobre uno mismo, a través de esa noción de pecado imperdonable que heredamos de otros tiempos, y de esa otra noción llamada culpa, esa aguja perniciosa clavada en las meninges de cada uno de nosotros, hijos de una corriente cultural de más de dos mil años. He visto a personas destrozadas por la incapacidad de perdonarse a sí mismos –incluso por errores que disculpan a otros–, atrapados en una exigencia que ellos creen insoslayable. Y únicamente movidos por una noción de justicia, de lo bueno y de lo malo, tan impía y descarnada que no es capaz de ver una realidad superior: lo que no son capaces de perdonarse a sí mismos es una de sus características efectivamente insoslayables, su propia humanidad imperfecta. La injusticia, no lo olvidéis, es el reverso de una misma moneda que por la otra cara se pinta de soberbia.

            Esto es algo mucho más extendido de lo que parece de inicio: vivimos en un mundo injusto porque el ser humano piensa mucho en los agravios que sufre –o en los que hace sufrir, por lo de la culpa– y muy poco en el concepto de injusticia. Para poder aplicarla siempre más allá de nuestros miedos o nuestras soberbias. Muchas veces es incapaz de ser comprensivo –incluso consigo mismo–, y pretende cobrar esa factura más allá de comprenderla. El mundo en el que vivimos no es más que el reflejo de lo que somos.

Alberto Martínez Urueña 10-03-2017

jueves, 9 de marzo de 2017

El valor de la palabra


            El valor de la palabra es algo complejo: no en vano, el compromiso que asumes, pero sobre todo unido a su posterior cumplimiento, determinará la fiabilidad, la responsabilidad y el tipo de persona que hay detrás de las palabras. Hechos son amores. Compromisos en el ámbito personal son muchos y muy variados. El de paternidad, el de pareja, el de amistad… Cada uno de ellos conlleva una implicación por mínima que sea. El problema muchas veces deriva de que esos compromisos se adoptan de manera implícita, es evidente, y claro, muchas veces ocurre que alguien cree que ese compromiso llegaba más allá de lo que la otra persona está dispuesta a conceder, o según en qué materia, y aquí llegan las discusiones y las frustraciones, los malos entendidos y las rupturas, o también las negociaciones y los acuerdos que restauren y hagan evolucionar esa misma relación que, de alguna manera, se convierte inevitablemente en otra. No en vano, la vida es puro cambio, y por lo tanto las relaciones, los compromisos y las actitudes van cambiando a lo largo del tiempo.

            Los compromisos en el ámbito público son diferentes. Aquí sí que hay contratos y leyes que los sustentan, listados de derechos y obligaciones, cargos, representaciones, sueldos asociados a éstos… Hay responsabilidades que se asumen, no sólo liderazgos si no también cuestiones más prosaicas como el tema de echar la firma en el recuadro que corresponde. No hay tanto margen para esas situaciones que se dan en las relaciones de parejas, por mucho que haya dirigentes que pretendan llevarlo al mismo terreno. Compromisos en el ámbito público son los que asumió PODEMOS cuando formó un partido político desde las bases de la transversalidad de una protesta ciudadana que, gracias a su politización, sacaron de las calles. O al menos, de los medios de comunicación oficiales, porque nunca más se supo de aquellas asambleas ciudadanas que, sin embargo, siguen existiendo, pero de una forma mucho más eclipsada por el runrún que los grandes medios de masas se encargan de vomitar sobre la masa adormecida por el capitalismo rampante y la sociedad del entretenimiento voraz y desaforada que nos individualiza y nos convierte en herramientas de los demás. Herramientas que sólo somos útiles en función de lo que podamos aportar. Ojo, quizá los demás se conviertan en eso para nosotros… Nadie está exento de caer en el abismo. Un buen amigo mío, ya mayor y venturosamente jubilado, me insinuó, y el tiempo quizá le dé la razón que merece, que Pablo Iglesias no era sino un invento de los poderes mediáticos, incluso sin saberlo él mismo. No deja de resultar paradigmático, decía, que los medios de comunicación, herramientas al servicio del sistema, dieran el foro necesario y suficiente a un chico de buena prosa y coleta que pretende romper ese sistema. Algún día os contaré por qué no soy de PODEMOS…

            Los compromisos en el ámbito público y político no se quedan ahí, por supuesto. Asumir un cargo del tipo que sea, que conlleva la capacidad y la obligación de aceptar la responsabilidad de firmar en determinados papeles, implica que cuando firmas estás ejecutando una orden administrativa, con todo lo que eso conlleva. Las leyes de procedimiento administrativo lo dejan bastante claro. Además, la asunción de esa responsabilidad, por cierto, bastante bien pagada, no se traslada en modo alguno a los órganos asesores, ni tampoco a los técnicos. La responsabilidad es de quien toma la decisión, es de quien firma, y si la cosa sale rana, es culpa suya y tiene que asumir la responsabilidad de sus decisiones. De su firma. Del mismo modo que si la cosa sale delictiva, tiene que cumplir la pena tipificada en las leyes que correspondan. Aquí no vale hacerse el tonto, y si lo eres, denuncia a tus padres por los defectos de fabricación. Por eso las excusas de los banqueros que organizaron el tinglado de las preferentes, de las cláusulas-suelo, del expolio de las cajas de ahorro y el resto de maremágnum que nos va a tener entrampados hasta dentro de unas décadas, excusas al respecto de que ellos sólo firmaban, es de una impresentabilidad manifiesta. Esto sólo les vale a los que están dispuestos a tragar sables enteros por simple fidelidad necia de equipo.

            Los compromisos, cuando les firmas, son para cumplirlos. Por eso, esa frase tan graciosa de Mariano pidiendo que miremos al futuro cuando le preguntan por los escándalos de corrupción de su partido es ofensiva, a parte de un poco sospechosa: todos esos cuatreros que se lo han llevado crudo no lo habrían podido hacer de no haber sido por otros mentecatos – conforme definición de la RAE – que echaron el garabato para oficializar su nombramiento. Admitamos, por supuesto, su inocencia delictiva, pero su responsabilidad pública no tiene un pase. Pero no acaba ahí el cuadro de su pacata dialéctica: también se llevan las manos a la cabeza porque alguien haya tenido la graciosa ocurrencia de quererles hacer cumplir lo firmado en los pactos de investidura. Es toda una oda a la prepotencia, porque no soportan que nadie les diga lo que han de hacer, pero también demuestra a la perfección cuál es la idea que ronda su cabeza cuando hablan de eso de dar su palabra, y el valor que ellos mismos le otorgan. Y los torticeros requiebros dialécticos de todos sus adláteres sólo son una muestra más de su absoluta desvergüenza, así que no se sorprendan propios y extraños cuando alguien les diga que no son políticos decentes –a pesar de la mordaza–, porque quizá estén dando en la diana.

 

Alberto Martínez Urueña 09-03-2017