lunes, 30 de octubre de 2017

Dotarnos de contenido



            Parece que lo de Cataluña ha llegado a un punto que, siendo de los peores, no ha sido el peor de todos ellos, y que toma un camino determinado. A ese respecto, he de reconocer lo que en justicia le merece a mi querido Mariano, aunque no sea yo justiciero de nada, ni se requiera de mi participación en modo alguno: su intervención, una vez declarada la independencia de Cataluña, pidiendo calma, tranquilidad y paciencia a los españoles, ha sido de lo más acertado que ha hecho en su vida política.

            Una vez que podemos haber vislumbrado algo de luz al final de este túnel en el que llevamos enfangados durante meses, podemos intentar mirarlo con una cierta perspectiva, indicando como siempre que lo primero de todo es el cumplimiento de la ley. Es más, todos esos delincuentes que, durante este proceso, han abogado por saltársela no entienden que los primeros perjudicados pueden ser ellos: la ley no está pensada para meter en vereda a los rebeldes antisistema, sirve para protegernos del capricho de los poderosos, que son los que tendrían la fuerza para imponerse, por cierto. Hay que recordarles a estos que pierden el culo por llamar fascista a cualquiera que no acepte sus razones que antes de que existieran los parlamentos y los tribunales teníamos algo llamado monarquía absoluta, y que para un caso como el suyo –la simple pretensión de independizarse de su dominio– había jaulas colgando del exterior de las murallas en donde los cuervos se daban auténticos festines. Ahí dejo eso.

            Los españoles somos muy de quejarnos de cómo están las cosas, y esta situación nos lo ha puesto una vez más a huevo. Somos de mentalidad negativa, de que no hay nada que hacer, de que todo seguirá igual por mucho que lo intentemos. No vemos desde dónde llegamos, e incluso he oído decir que España es un estado fallido. Hablar de que España es un estado fallido sería ponerle al nivel de países como Sierra Leona, Somalia o Afganistán, y que yo sepa, todavía podemos irnos al curro por la mañana con una mínima de seguridad de que volveremos a casa por la tarde. No nos secuestrarán, ni nos violarán, ni empezarán una nueva guerra en lo que cumplimos con nuestras obligaciones. Pero no deja de ser menos cierto que en esta piel de toro todavía tenemos muchas cosas que aprender. La primera de todas es aprender a negociar en lugar de tratar de humillar al contrario o de buscar venganzas para satisfacer el orgullo herido. De ahí que la llamada a la calma de Mariano haya sido un acierto. Durante este tiempo, las diferentes facciones no se han preocupado lo más mínimo de alimentar las pasiones, como si estuviéramos en un partido de fútbol. Por desgracia, un golpe de Estado es algo más serio que un simple fuera de juego, aunque en este país a veces no se diferencie. Sólo mediante este aprendizaje, podremos llegar a determinados consensos sociales que llevamos muchos años solicitando, esos acuerdos de Estado que hemos pedido al PP y al PSOE y que de haberse llevado a cabo, no habríamos tenido a los nacionalismos pasando por caja cada cuatro años, salvo en las mayorías absolutas que, por cierto, tampoco visten muy bien en nuestra democracia.

            Otra lección, fundamental a mi criterio, sería la necesidad que tenemos de poder dejar atrás los independentismos de una vez por todas. No hablo de que tengan que renunciar a su legítimo derecho de defender sus ideas, pero el resto de españoles no podemos permitir que sigan condicionando nuestra convivencia. Han de asumir los mecanismos constitucionales para sus pretensiones: necesitarían una mayoría de dos tercios en las Cortes Generales y superar un referéndum de ratificación a nivel nacional: hablo de una reforma de la Constitución mediante el procedimiento agravado del artículo 168. No tienen otro camino, y nosotros no nos podemos dejar liar nuevamente.

            Una tercera lección, derivada de las anteriores, es la necesidad de que se instaure, de una vez por todas, una política de pactos entre los Grupos Parlamentarios que deben dar estabilidad de manera definitiva a esas cuestiones denominadas “de Estado”. No puede ser, resulta inasumible para la razón humana, que la única cuestión de Estado en la que las fuerzas mayoritarias sean capaces de ponerse de acuerdo verse sobre la unidad del Estado español. Y esto por un motivo: esa unidad nacional, vacía de contenidos, es decir, vacía de esos acuerdos, corre el riesgo de convertirse en un continente estéril y vacío, incapaz de aunar efectivamente a todos los ciudadanos. Precisamente por esta incapacidad sobre los asuntos básicos, es muy complicado que todos nosotros tengamos una noción sobre la que podamos sentirnos unívocamente orgullosos, más allá de la bandera y de Rafa Nadal. Necesitamos que nuestros dirigentes nos den esos puntos en común sobre los que podamos sentir la unidad que necesitamos y sobre la que poder construir una noción de España que sea positiva, más allá de las viejas glorias de nuestra historia, y que no se autoafirme por su propia necesidad de subsistencia. Que sea capaz de entender de manera tranquila, por cierto, que haya gente que quiera autoexcluirse, pero sin permitir que sean capaces de secuestrarnos todo el espacio público, tal y como han hecho este último año. Y que hayan sido capaces de hacerlo, no ha sido mérito suyo, sino demerito de nuestros líderes nacionales, incapaces todavía de entender esos tres puntos básicos que planteo.

 

Alberto Martínez Urueña 30-10-2017

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