martes, 28 de febrero de 2017

Tres puntualizaciones necesarias


            A ver si de una vez por todas lo logramos. Decir un par de cosas y que ciertas afirmaciones caigan por su propio peso, y entonces, quizá, podamos hablar de lo importante. En mi condición de rojeras tengo que daros un par de frases que pueda usar más adelante cuando a alguno se le ocurra dudar de mis criterios básicos, aplicándome clichés que son falsos en un ridículo ejercicio de matar al mensajero.

            En primer lugar, cada vez que oigo hablar de Venezuela me sale un sarpullido. Por el hecho de que ciertos periodistillas como Edu hayan asociado la existencia de una dictadura de facto con la izquierda no significa que toda la izquierda asienta a pies juntillas a cualquier bravuconada, barbaridad o escupitajo a la declaración de los derechos humanos que se le ocurra soltar a Maduro. No quiero dictaduras, ni tampoco quiero presos políticos. Otra cosa diferente es que, leyendo la realidad de América Latina, tampoco quiera que países soberanos se vean obligados tener que abrazar con alegría la dictadura económica del imperio yanqui, tampoco entienda la connivencia de los países occidentales, jaleadas alegremente por los amigos de los negocios-con-cualquiera, con gobiernos que aplican la pena de muerte a los homosexuales, que castigan con latigazos la libertad de expresión o que prohíben que las mujeres tengan la misma consideración que los hombres en cuanto a derechos. Me gustaría una declaración tan expresa por su parte. Además, con una diferencia: la supuesta financiación de los de Pablo con dinero de Teherán no ha sido probada, y de hecho, al personajillo que lo difundió le han metido una querella de las que salen en prensa, mientras que lo de los países árabes a los que nuestros gobiernos hacen la ola ya ha quedado suficientemente documentado.

            En segundo lugar, lo de Cataluña, que trae cola. Como rojo que soy me toca aguantar que cierta derecha ignorante y pazguata –hay otra derecha razonable que no lo es– me acuse de estar a favor de diseccionar España y dejar que los secesionistas se lleven una parte de este territorio que es de todos. Pues va a ser que no, no estoy a favor de eso. Lo que no implica que tenga que tener la misma noción de lo que es España que esos señores tan serios y orgullosos que sacan pecho cada vez que alguien les menta a la madre patria que les parió. Por suerte – y para su desgracia – España es mucho más grande que esa noción rancia y asquerosa que llevan siglos queriendo imponernos a los que lo vemos de otro modo. España no tiene por qué ser baluarte de la religión católica –aunque se respete que cada uno crea lo que quiera–, no tiene por qué ser taurina, y no tiene por qué seguir un modelo administrativo centralizado desde Madrid. Y para los que argumenten que es uno de los países más descentralizados del mundo, les diré que también es uno de los países cuya regulación constitucional del asunto da pena verla. Y de eso tienen la culpa muchos de los equilibristas de Franco que, para poder seguir aferrados a la teta del Estado –ellos, tan neoliberales cuando les interesa– aceptaron pulpo como animal de compañía cuando tuvieron que negociar el modelo de Estado. Ellos, tan patrióticos, tan como Dios manda, son los que parieron esa puta bastarda y amorfa que es el título VIII de nuestra constitución. Como todo el respeto a nuestra Carta Magna: no me gusta acusar a los hijos de los pecados que cometen sus padres.

            Y en tercer lugar, por aclarar un punto controvertido con el que muchos bocazas tienen el orgullo de demostrar su estupidez más supina y borrica. Con todo respeto a los borricos como animal de compañía. Una cosa es el nivel de renta que tienes derivado de tu honrado trabajo y otra cosa muy diferente es la noción que tienes de justicia social. Puedes ser rojo, rico y defender un Estado de Derecho bien organizado y estructurado en el que todas las personas que lo conforman tengan acceso a una vida digna. Y cuando hablamos con vida digna no hablo de poder comer tres veces al día en un comedor social, o de poder ir a dormir a un albergue los días de frío. Eso se llama tener las necesidades mínimas cubiertas. Lo de la vida digna es otra cosa. Pasa por poder acceder a una vivienda decente –hablo de acceder, no de comprar–, poder tener una alimentación adecuada, un nivel de consumo superior al de subsistencia, acceso a un nivel de estudios suficiente para garantizar el acceso al mercado laboral –pagar dos mil euros por ir a la Universidad no es libre acceso ni igualdad en las condiciones de partida–… Desde luego, esto no va en contra de que haya empresarios que puedan apostar su dinero y multiplicarlo, ni tampoco que un honrado trabajador pueda meterse una nómina de cinco mil euros al mes y se marque una mariscada cuando le salga del centollo. Lo contrario, lo de que un rojeras tiene que ser pobre, perroflauta y militar en una ONG es la misma demagogia que si exigiéramos a esos peperos de pro aplicar las sagradas escrituras, pero no sólo para acristianar homosexuales, sino también para aplicarlas en lo de la misericordia, la compasión con el pecador o lo del acogimiento del buen samaritano.

            Tres puntualizaciones, pero podría haber más. Porque una cosa son las frases prejuiciosas, prefabricadas por los voceras de turno, y otra muy distinta, la sensatez de los matices, esas cosas de las que los necios, de ambos lados, huyen porque exhiben sus vergüenzas, que no son otra cosa más que sus miedos. Pero esa es otra historia.

 

Alberto Martínez Urueña 28-02-2017

martes, 21 de febrero de 2017

La troika relevante


            Según como haya sido la noche que he pasado me levanto con más o menos ganas de bronca. En ese sentido, sé que me parezco al común de los mortales, y los días buenos compensan a los malos para evitar que la mala baba se nos salga por la comisura de los labios. Por eso hoy, que he podido dormir más o menos del tirón –los bienafortunados padres sabéis que estas cuestiones se cotizan al alza desde el parto– me he puesto reivindicativo pero más en plan concilia que en plan Terminator. Sólo quiero, hoy que estoy de buen rollo, exponer en un texto los que yo creo que son los retos más importantes para sociedad española, más allá de las aclamaciones mesiánicas a las que hemos asistido este fin de semana. Resulta curioso cómo se pueden llegar a parecer los extremos en nuestro país, los extremos políticos y los extremos mediáticos, por cierto. Que cada cual me lea en la ideología que quiera, que ya me he cansado de afirmar que no milito en ningún partido político.

            Tocando varios palos, no voy a poder profundizar en ninguno de ellos, pero esto es así. Para profundidades, podéis investigar un poquito vosotros, y además, ya hablaré largo y tendido sobre alguno de los siguientes temas. El primero de todos lo escuchaba uno de estos días en la radio, según conducía de camino a la oficina, y versaba sobre el porcentaje de gente que, aun teniendo trabajo en este país del milagro económico –algún día habría que explicarles a esos bocazas de la caverna un poquito de economía, y decirles que crecer más que la media cuando también eres el que más cae cuando toca caer no es bueno–, no es capaz no ya de llegar a fin de mes, sino de pagarse un alquiler y comer todos los días. “Serán unos poquitos”, dirán algunos, con esa sonrisa que se os pone cuando Alberto empieza con sus cosas de rojeras. “El dinero, para el que lo produce”, dirán otros. Para los unos y para los otros les diré que sólo la humanidad de quienes se niegan a aceptar esos postulados impedirá que la soledad y el abandono les alcancen en su huida, aunque sólo sea cuando llegue la vejez y la enfermedad. Por suerte, no todo es dinero en esta vida. Como suelo afirmar, la sociedad exitosa se mide en función de las personas que somos capaces de salvar de la cuneta del desarrollo. El PIB sólo es una cifra sujeta a demasiadas interpretaciones.

            Otro de los aspectos que deberíamos tener en cuenta es lo de la energía. No porque no lo haya mencionado ya antes, sino porque en los últimos tiempos está empezando a rayar la sinvergonzonería más vejatoria. Los comentarios de Mariano el iluminado hablando de la lluvia, de la sequía y –de manera indirecta– de su ineptitud es para incluirlo en uno de esos resúmenes de Humor Amarillo, a toda velocidad, con mucha gente riéndose a su alrededor. Ya sabemos que tienen el sector eléctrico metido en sus bolsillos –bueno, en realidad es una relación simbiótica y bastante enfermiza, en plan endogámica, como los Austrias–, pero además, cuando se justifican de una manera tan pobre, más que en un Gobierno piensas en otras instituciones para enfermos mentales.

            Y por elegir un podio de problemas de los serios a los que, por cierto, sólo algunos medios de comunicación hacen referencia mientras se dedican a escribir loas y alabanzas a más gloria del plenipotenciario e indiscutido líder de líderes, hablaré de la justicia, porque después de otras declaraciones de nuestro querido Mariano, el tema no tiene un pase. Claro, les tienen acogotaditos en los tribunales, a pesar de que sus casi ocho millones de votantes miren para otro lado cuando meten la mano en la caja. Decía nuestro bienamado líder que espera que la justicia vaya rapidito con esos casos superfluos e irrelevantes –como lo de los hilillos– que se han pasado casi diez años para instruir una causa y que entre todos tenemos que agilizar estas cosas. Casi me salgo de la carretera, claro, acompañado todo por una irreverente exclamación que no reproduciré aquí por lo de la mordaza, aunque reflejaba perfectamente mi opinión sobre el comentario y sobre el comentante. Mis apreciaciones se podrían resumir en que la tarea de aportar medios materiales y humanos a la administración de Justicia del país no es responsabilidad de todos, es del Gobierno en primera instancia, y su gestión, del Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces cuyos miembros, aunque no os lo creáis, también les nombran los populistas del PPSOE. Mi argumento –al que no tenéis acceso literal por lo de la mordaza– seguía diciendo que si la Justicia funciona lenta y con los mismos medios que dejó el siglo XIX no es por culpa de todos, sino sólo por los que han hecho y deshecho a sus anchas durante los últimos casi cuarenta años de una democracia que se han encargado de fabricar a su gusto. Como la Justicia.

            Ojo, digo esto a sabiendas de que el bienestar material y el modo de vida que hemos alcanzado es el mejor de la Historia. Sin embargo, precisamente por eso, no quiero que se convierta en una planta adormidera, como lo fueron otras anteriormente, que impida que el progreso social de nuestro país se quede estancado, pudriendo poco a poco las bases que sustentan la estructura básica de nuestra convivencia. Cosa que, por otro lado, y gracias a determinados agentes altamente corrosivos, ya está sucediendo.

 

Alberto Martínez Urueña 21-02-2017

El mundo que viene


            A veces pretender escribir sobre determinados temas desde un punto de vista positivo y hacia la luz, como decía en uno de mis últimos escritos, se convierte en una tarea sumamente complicada. Cuando hablamos del mercado laboral, y más viviendo en España, el tema se torna resbaladizo: corres el riesgo de que unos te llamen demagogo, populista o incluso comunista, y que por otro lado, insultes la sensibilidad de las personas que sufren las inclemencias en las que llevamos sumidos demasiado tiempo. Yo, desde luego, no tengo los cojones de pedir a una familia con todos sus miembros en paro que tengan paciencia, que la economía se está recuperando y que dentro de poco ellos también notarán la mejoría. Yo, sin considerarme religioso, creo que esta gente se merece un poco más de esa caridad cristiana de la que algunos hablan y no practican. Y desde luego, no se me ocurre decirles que la única opción que les queda –no hablo con las medidas que se están adoptando, sino con las que se podrían adoptar– pasa por aceptar un contrato de media jornada por cuatrocientos euros que se convertirá en un trabajo precario a tiempo más que completo. Es lo que hay, dicen algunos. Por supuesto, acepto yo, pero añado que éste es el estado de cosas que la política económica ha decidido que sea, y también afirmo que esas decisiones podrían haber sido otras.

            Éste es el estado de cosas, pero las perspectivas, que deberían ser esperanzadoras con los datos de crecimiento de la economía española, no son nada halagüeñas. Y no sólo por la cerril obcecación de un gobierno no ya neoliberal, ideología que podría admitir como premisa que funciona, sino bochornosamente caciquil conforme a las mejores costumbres ibéricas. No sólo por eso, sino por los olores de cambio que se vaticinan para cualquiera que lo sepa ver.

            Parece que la era digital hace tiempo que nos acompaña, pero todavía no conocemos prácticamente nada de sus efectos. Sí que es cierto que los ordenadores hace tiempo que nos acompañan, ya sea a través de una caja enorme y una pantalla con letras verdes o a través de un teléfono móvil de última generación. Sin embargo, la tecnología digital todavía está dando sus primeros pasos en lo que a automatismos, inteligencia artificial, realidad virtual o realidad aumentada se refiere. Eso, sin contar la posible explosión de la computación cuántica que hoy en día todavía es ciencia ficción, igual que lo era llevar un completo ordenador en el bolsillo hasta hace no demasiado tiempo. Amazon plantea una superficie comercial de cuatro mil metros cuadrados con tres dependientes, Tesla tiene su factoría sin trabajadores, en San Francisco hay un restaurante sin camareros y una cafetería con un brazo robótico que te pone el café en la barra. Pero sin darte los buenos días… Y así, tenemos hasta ejemplos de Inteligencia Artificial capaces de crear música difícilmente reconocible entre canciones humanas, transformando por completo la noción de arte a la que estamos acostumbrados, y de la que hablaré en otro de estos escritos.

            Las revoluciones, y en concreto las industriales, siempre han implicado grandes problemas de adaptación y han generado muchas incertidumbres e incuantificables sufrimientos. Han transformado la vida de las personas de una manera absoluta, modificando los usos y las costumbres a todos los niveles. Pensad en cómo la llegada de la máquina de vapor y después el motor de explosión modificó la forma y posibilidades de transporte. Lo mismo pasó con la agricultura, con el turismo, con la fabricación, con el sector textil… Lo cambió todo. Y los procesos a través de los cuales las sociedades se amoldaron a estos avances fueron en muchos casos traumáticos. El hacinamiento en las ciudades se multiplicó hasta extremos insospechados, y todavía, hoy en día, no hemos sabido resolver en gran medida los problemas derivados de tales movimientos migratorios. Sin embargo, no todos los miedos que se vaticinaron se acabaron materializando, y después de esas revoluciones industriales la humanidad ha seguido un progreso que nos ha traído unos niveles de vida y unas posibilidades muy superiores a los que disfrutaron en épocas pretéritas como el Medievo o la época clásica.

            Precisamente por eso, por lo desconocido que hay más allá del telón traslucido del futuro, quiero conservar la esperanza sin olvidarme de las tragedias que traen los cambios y las adaptaciones. Quiero pensar que toda esa sustitución de mano de obra ofrecerá nuevas posibilidades que hoy en día no somos capaces de imaginar, igual que los hombres del siglo diecisiete no podrían ni vislumbrar las grandes presas hidroeléctricas, las centrales fotovoltaicas o los gigantescos molinos de viento, y la capacidad de todas ellas de generar una energía limpia y cada vez más barata.

            No creo en un futuro apocalíptico. Eso está bien para plasmarlo en una serie de televisión en donde una tormenta solar o una pandemia nos retrotraiga a las épocas del salvaje oeste. La sociedad seguirá avanzando hacia delante, sabremos cómo será la sociedad después de esta revolución industrial, y tendremos una calidad de vida mejor, igual que después de las anteriores revoluciones. Sólo espero que sepamos cuidar de todos aquellos que corran el riesgo de quedarse en la cuneta del progreso porque, como ya he dicho en otras ocasiones, la grandeza de cada sociedad no viene reflejada en los fríos datos del PIB: se demuestra en la capacidad que tenga de proteger a los más débiles.

 

Alberto Martínez Urueña 9-02-2017

lunes, 6 de febrero de 2017

Los matices y las definiciones


            Una de mis principales preocupaciones cuando me arrojó por el abismo de expresar mis opiniones personales en una columna al que tiene acceso cualquiera que lo desee es ser lo más preciso posible en mis apreciaciones. Matizar las frases y las conclusiones, aportar recodos dialécticos, usar el lenguaje de una forma rigurosa. Intentar no caer en el borreguismo simplista al que nos condenan los políticos y sus adláteres de la prensa convertida en panfleto, procurar no trataros como a personas con parálisis mental, ofreceros un espacio sereno en donde poder encontrarnos en las máximas y discrepar en las mínimas. No siempre lo consigo.

            Esta columna independiente intenta ofrecer algo más allá de los ciento cuarenta caracteres de Twitter en los que muchos indigentes lógicos pretenden hacer valer alguna idea. Como si el mundo de las ideas pudiera resumirse hasta ese punto… Eso está bien para el titular al que después puedes acceder y en el que profundizar, pero sobrepasados por cien mil titulares al día, muchos se quedan en la superficie alienante e interesada del creador de ese titular. Con Facebook ocurre lo mismo. Los medios de comunicación cuelgan sus noticias y te encuentras de todo. Además, entreverado, en función de tus supuestos gustos, te asaltan otras páginas sobre las que no sabes nada y de cuya credibilidad no tienes manera de informarte. Y con un contenido que muchos usuarios adoptan como veraz, contrastado y propio. ¿Qué decir sobre los comentarios que los usuarios dejan? Amparados por una supuesta legitimación basada en la distancia que les separa con quienes conversan y en el anonimato de una dirección IP, hay de todo. Los que vivimos la era digital que comenzaba en mi adolescencia, aprendimos –no todos, por desgracia– que discutir por Messenger, en un chat de My Space o cualquier otro tipo de conexión, convertía cualquier malentendido en una guerra fratricida sin sentido. Todavía conservo alguna factura de aquella época que todavía no he sabido cómo pagar.

            Precisamente por esto último, cuando vierto un comentario en la red y lo convierto en público, ya sea en esta columna o en cualquiera de los medios disponibles, procuro que sea un comentario que contenga mi opinión y nada más que mi opinión, sin más ironía que la que el cuerpo me pida según qué tema se esté tratando. Ojo, y siempre sin pretender atacar a nadie, sólo a sus actitudes, opiniones, comportamientos o lo que sea que esté tratando, porque no todas las opiniones son respetables como sí lo son quienes la vierten. Y si en estas dos páginas que os mando, Times New Roman, tamaño 12, espacio 1,5, os puedo asegurar que en las redes sociales sería imposible.

            Salía una periodista hablando sobre la pérdida de calidad de vida que supone la maternidad, intentando desmontar esa imagen beatífica que tradicionalmente se ha obligado a adoptar a las mujeres. Y desmontando esa imagen, ha creado otra igual de maximalista en base a su particular vivencia. Al margen de cuál sea mi opinión al respecto –yo no soy madre, yo soy padre, y por lo tanto no tengo nada que decir– creo que tanto una postura como otra son igual de radicales e interfieren de igual modo en una de las premisas básicas que creo que no debemos perder de vista: que cada cual viva como le salga del higo mientras que con sus inevitables injerencias no impida al resto hacer lo propio. Esto era lo que a mí me importaba del comentario. ¿Qué más da si para ella ha supuesto una pérdida de calidad de vida? Para otras mujeres quizá haya supuesto una ganancia. Y aquí entra de lleno el problema de los conceptos.

            ¿Qué es eso que la periodista llamaba calidad de vida? Si la calidad de vida es la realización laboral y, a través de ella, la personal, por supuesto que pierdes calidad de vida. Pierdes calidad de vida si las horas de sueño que te quitan los catarros, bronquitis, pesadillas y madrugones entran dentro de la noción calidad de vida. Por supuesto que lo hacen, pero cada uno le dará la valoración que quiera. Me permito un comentario frívolo, pero que ejemplifica de manera algo grotesca de lo que hablo: supongo que perder horas de sueño para irte de fiesta toda la noche también supondrá un menoscabo de la calidad de vida. Yo mismo lo hacía, pero merecía la pena, y la fiesta resultante incrementaba mi propia calidad de vida.

            No voy a seguir por ese camino porque no pretendo faltar al respeto a nadie. Lo que quiero decir es que eso de la calidad de vida es algo absolutamente subjetivo. Cada decisión que tomamos aporta cosas buenas y cosas malas, y tener un hijo no podría ser de otra manera. Quizá el problema está en qué ponemos en la balanza, y sobre todo, cómo ponderamos cada una de esas variables, qué peso le damos. Igual que una persona positiva reacciona diferente a una negativa ante la misma problemática, las cuestiones sobre la perdida de la calidad de vida producida por la maternidad –o paternidad bien entendida– tienen mucho que ver con la ponderación que cada cual haga de las variables que rodean su existencia. Si tener un hijo te merece la pena, entonces no te ha restado nada, te ha incrementado la calidad, por mucho que dormir dos horas tres días seguidos  complique mantenerse despierto en la oficina.

Alberto Martínez Urueña 6-02-2017

 

PD: sé que me habré dejado algún matiz necesario e importante, pero dos hojas no dan más de sí. Las quejas, al director del blog.

viernes, 3 de febrero de 2017

Mis ideas


            Como siempre he dicho, no me considero una persona seguidora de ningún grupo político, a pesar de lo que pueda parecer cuando leéis las tarascadas que suelto en esta columna. En mi defensa diré que la lógica impone una crítica más activa a quien ocupa el poder ejecutivo, ya que son los que adoptan medidas. Esto no implica que no vea los errores que cometen el resto de grupos políticos. El espectáculo que nos están dispensando los de PODEMOS es de lo mejor de los últimos tiempos.

            A este respecto, sobre mis ideologías y querencias, me preguntaba mi amigo irlandés, Julien, gran escritor y gran persona. Mi ideología es algo muy sencillo. En primer lugar, creo que hace falta un mínimo Estado de Derecho que garantice que si salgo a la calle, no tenga que hacerlo con miedo a que me atraquen, y en el caso de que suceda, que pueda denunciar al agresor. Que haya una policía que evite que mi ciudad se convierta en una jungla donde reine la ley del más fuerte y que proteja a los ciudadanos de sufrir las agresiones de los desalmados. Que los hay. No soy tan estúpido como para negar la necesidad de protección.

            También pienso que hace falta otro pilar, aunque el anterior podría englobarse en éste. Creo que todas las herramientas de que dispone la sociedad han de estar al servicio del ser humano, todas sin excepción, desde la economía hasta la religión, pasando por las instituciones, o cualquiera que tengáis en mente. Y en concreto, sobre todo, han de estar orientadas a proteger a los más débiles para que puedan llevar una vida mínimamente digna. Por supuesto que también para garantizar al resto un espacio en el que puedan formarse y tener un crecimiento personal conforme a sus expectativas, pero si tuviera que discriminar unas cuestiones sobre otras, lo tengo muy claro.

            Con este tipo de discurso siempre me espero dos respuestas. Una, teórica, que hace referencia a la libertad individual de la persona, concepto básico de su propia dignidad como tal; y una segunda, más prosaica, se refiere a los jetas que se aprovecharían del sistema. Prefiero dejar aparte a todos esos que dicen que las desgracias del prójimo no son problema suyo, porque, simplemente, no me apetece responder a miserables.

            Con respecto a la primera, la de la libertad individual, os diré que creo firmemente en la necesidad de garantizarla. Conocemos perfectamente los riesgos de dejar en manos del Estado el tutelaje de las formas y las maneras, y como pueden caer en la tentación de marcarse leyes como la de vagos y maleantes. Pero además, es que creo que ha de ser la propia persona la que elija su destino, sin más influencias externas que las de tener a su disposición todas las fuentes de información de las que sea capaz de dotarse. Hoy en día, con Internet, corremos el riesgo de perdernos entre tal ingente cantidad de datos, pero prefiero esto a que cualquier tipo de conocimiento esté en manos de unos pocos. Los beneficios de los flujos de información y conocimiento es algo más que estudiado en teoría económica y en el resto de disciplinas sociales.

            Con respecto a la respuesta sobre los jetas, diré dos cosas. A quienes argumentan esto, suele preocuparles el volumen de recursos que hay que destinar a estas sanguijuelas. Sin embargo, no se suele cuantificar cuánto dinero supone este problema, y creo que es porque a quienes se esconden detrás de esta excusa no les interesa hablar de los datos concretos. Y seguramente sea una cifra despreciable. Además, no implementar una serie de medidas sociales porque exista riesgo de fraude no tiene la más mínima lógica: para eso están los organismos controladores y la posibilidad de dotarlos con recursos suficientes. España es uno de los países peor configurados y que menos recursos aporta a este tipo de organismos, y así nos va. Preferimos los discursos fáciles sobre la economía sumergida a organizar una Administración Pública eficiente en el control de los presupuestos que se gastan y en la recaudación de los ingresos que se necesitan. Y no tenemos esta demagogia y este populismo por la llegada de los nuevos partidos políticos, esto lo hemos heredado desde hace décadas de dejación por parte de los responsables imperantes que han preferido hablar mucho y dejar que lo solucionase quien llegara después.

            Así que esta es mi ideología. Básica, sin demasiadas complicaciones en la estructura. Hablo de la estructura porque sé que un Estado actual es mucho más complejo que todo esto, y no reniego de la posibilidad de tener un entramado muy superior, pero siempre que eso no nos haga perder el norte y nos olvidemos de los principales objetivos. Creo que las sociedades se miden, no en función de la riqueza que generan o de las oportunidades de realizarse como persona que otorgan a sus ciudadanos, aunque no desprecio estas medidas. Creo que el baremo fundamental de una sociedad es la capacidad que tiene para evitar dejarse por el camino a los ciudadanos que la conforman. Y creo que el ascenso al poder de personajes como Trump, Le Pen, Farage y otros que os vendrán a la cabeza, es un indicador del fracaso en el que hemos incurrido, y medida de la cantidad de desheredados que hemos dejado olvidados en las cunetas del camino hacia el progreso.

 

Alberto Martínez Urueña 03-02-2017