martes, 22 de diciembre de 2015

Elecciones 2015, o la heterogeneidad real de mi España


            Os podréis hacer una idea de que alguien como yo, acostumbrado a no dejar la letra escrita casi ni en la ducha, no iba a dejar pasar la oportunidad de pegarle un repaso a las elecciones del domingo. Antes de nada, decir que me alegro de que la ciudadanía haya acudido a votar de una forma más o menos mayoritaria. En los tiempos que corren, que un 73,20% de las personas censadas hayan acudido a las urnas es de agradecer. Tres cuartas partes del censo decidió que debía dar su opinión en unas elecciones, y eso siempre es bueno.

            Respecto a los resultados, poco más puedo decir yo que no hayan dicho todos los medios de comunicación desde la noche electoral. Las lecturas coinciden en el complicado panorama que nos deja la representación parlamentaria, aunque las conclusiones que se sacan del mismo no son concordantes en todo caso. Hay quien lo considera un problema relevante que desestabiliza la acción de cualquier gobierno que pueda formar una mayoría de la cámara. Y eso es cierto. Sin embargo, creo que el hecho de que el Congreso – lo del Senado es caso aparte, ya lo analizaremos con calma – refleje una gran pluralidad es un reflejo de la pluralidad de opiniones que reina en nuestro país, y eso yo lo considero un valor, y no soy el único. De todas formas, el modelo parlamentario que tenemos, frente a los modelos presidencialistas tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

            En todo caso, una de las principales reclamaciones de los ciudadanos en los últimos tiempos era la necesidad de poner de acuerdo a todos los actores sociales en cada una de las decisiones relevantes que nos afectan. Este parlamento fragmentado es fiel reflejo de esa necesidad, ya que más allá del hecho de que puedan existir varias ideas de lo que debería ser España, la idea principal que creo que ha quedado patente es precisamente la de la heterogeneidad de esa ciudadanía que componemos.

            Al margen de que no comparta la mayor parte de las ideas de la derecha conservadora y democristiana de nuestro país, o de las ideas neoliberales de la otra derecha, nueva y resultona, sé que éstas son ideas que tienen un mayor o menor calado en grandes grupos de esa ciudadanía a la que pertenezco. Del mismo modo, si bien es cierto que puedo estar de acuerdo con un mayor número de propuestas de los partidos de orientación progresista o de izquierdas, tampoco acepto todos sus postulados. La cuestión es que esto supone un reto de coexistir en un intento de alcanzar acuerdos comunes que puedan ser compartidos por todos, y creo que estos han de ser negociados por los representantes de que nos hemos dotado. Creo que ésa debería ser su principal obligación una vez que ha quedado clara la mencionada heterogeneidad de nuestro territorio.

            No tengo claro que estos acuerdos se vayan a suceder. Quizá acuerdos puntuales de uno o dos partidos de orientación similar, pero no grandes acuerdos sobre los temas relevantes. De hecho, las primeras reacciones de los partidos políticos después de las elecciones han sido, en primer lugar, la asunción de la victoria o al menos de los buenos resultados electorales. Aquí al final parece que ganan todos. Quizá sea cierto. Y en segundo lugar, un peligroso juego de tahúres en los que todos esconden sus cartas principales y se enrocan en las posturas que consideran irrenunciables, trazando líneas rojas que únicamente sirven para dividir a una sociedad española ya de por sí tendente a partirte la cara a la mínima ocasión.

            Yo mismo me puse como condición para votar a cualquier partido que éste no estuviera pergeñado de escándalos de corrupción como ocurre con el PP. Admito que un partido pueda tener en su seno casos puntuales en los que alguno de sus militantes haya salido rana, pero en este caso ya no es un caso puntual. Con el PSOE, y también con el PP, tengo el problema de que son incapaces de mantener su palabra electoral cuando tienen que desarrollar su tarea de Gobierno, y esgrimiendo los razonamientos más peregrinos, o los más ciertos, se salen del guión fijado en las elecciones. Y traicionan a sus votantes. Lo hizo ZP en Mayo de 2010 –hay quien dice que ya hacía tiempo que el PSOE había traicionado sus ideas– y lo ha hecho Mariano el indecente en la legislatura que ha finalizado.

            Sin embargo, a estos partidos les ha votado más de un 50% de ciudadanos de mi país, ciudadanos con los que, a pesar de no compartir ideas – con unos menos que con otros, esto es así – aspiro a poder llegar a unos entendimientos básicos que nos permitan convivir a todos juntos en un mismo territorio. Incluso, aspiro a que aquellos quieran independizarse de España sean cada vez menos, atraídos por un proyecto de nación que quiera ser inclusivo, y no éste que parece condenado al enfrentamiento en que vivimos instalados desde hace siglos. Un proyecto en donde, más allá de los inevitables turnos de gobiernos y mayorías parlamentarias que se fueran sucediendo, se pudieran sentar unos cimientos reales que pudieran acercar a todo el mundo. Este parlamento que ha nacido de las urnas es un fiel reflejo de la heterogeneidad de mi país. Me gustaría que los líderes elegidos por la ciudadanía fueran capaces de darse cuenta y actuar en consecuencia.

 

Alberto Martínez Urueña 22-12-2015

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Elecciones 2015. Parte II (ideas)


            Cuando hacemos una elección, así, tal cual, intentamos ser coherentes con nosotros mismos, con aquello en lo que creemos y sentimos. Más o menos, todos tenemos claras nuestras opciones y nuestras preferencias, pero cuando hay que concretarlas, entran las dudas. En primer lugar, porque tenemos miedo a equivocarnos; y en segundo, porque tenemos miedo a que descubran que nos hemos equivocado.

            En las elecciones generales esto no es diferente. Además, se ve acrecentado porque los candidatos, más que exponer ideas, sueltan vaguedades y discursos fáciles que, cada vez en mayor medida, cuelan menos en el imaginario colectivo. Cuando oímos aquello de “voy a bajar los impuestos, a crear millones de puestos de trabajo, a luchar contra la corrupción y garantizar los derechos de los ciudadanos”, nos recorre un siniestro escalofrío y nos ponemos en guardia. Todavía recuerdo esa frase cargada de asco de mi abuelo, “todo mentira”, cuando oigo a esos charlatanes de feria hablando de sus fórmulas infalibles para todo.

            Sus ideas no están claras, y no van a ponértelo fácil. Los discursos electorales parecen más un concurso de monólogos destinados a caerte en gracia que una exposición de propuestas concretas sobre la que basar una elección sensata. Para saber lo que verdaderamente se propone tienes que hacer un ejercicio nada fácil de búsqueda de información, y muchas veces ni así logras una claridad y una visión de conjunto. Todo son intenciones y promesas. Sus ideas, además, son tornadizas, maleables como el mercurio. Cambian de forma. Hay que acudir a la estructura subyacente para saber qué hay detrás de todo ese juego que se traen. Al margen de que adopte – el mercurio y sus promesas – la forma del envase en donde se introduzca, a nivel molecular, su naturaleza es la que es. Y es necesario encontrarla, para contraponerla con la tuya, después de esa interiorización de la que os hablaba en el texto precedente en busca de la estructura que conforman tus intereses. Quizá tus intereses puedan llegar a sorprenderte.

            Digo esto porque, en campaña electoral, si no tienes cuidado, la agenda de lo que interesa no la marcas tú. Aunque no he visto los debates televisados –no tengo yo el cuerpo preparado para tanta cicuta– resulta paradigmático el momento en que Mariano y Pedro se lanzaban piedras a la cabeza mientras el moderador trataba llevarles al tema catalán. Un tema repleto de falacias y sumamente interesado que no requiere ni medio minuto –pero pueden hacerte gastar varias horas– cuando lo comparamos con la pobreza energética, los exiliados económicos, los parados de larga duración, las familias sin subsidios, los problemas de salud derivados de la contaminación en las grandes ciudades, las leyes mordaza, los copagos sanitarios, esa cosa absurda que han conseguido hacer del sistema educativo en nuestro país, las políticas activas de empleo, el sistema fiscal, la tipología contractual en el mercado de trabajo, la ley de mecenazgo, los órganos de control gubernamentales y su independencia –recomendación realizada por Europa desde hace veinte años a nuestro país al que han hecho oídos sordos desde entonces–, la justicia, sus órganos superiores y elección de jueces y magistrados, la articulación de todos los órganos encargados de velar por la libre competencia en los mercados –esto afecta, para los legos, al precio de la energía y de las telecomunicaciones, de los más ridículamente altos en Europa–, la gestión de la cultura desde el gobierno, la gestión y el fomento de la I+D+i, directamente vinculado con el modelo y diversificación de modelo productivo que queremos para nuestro país… Y por supuesto, y mucho más importante que el tema catalán, la elección del seleccionador de la roja una vez que se vaya Del Bosque.

            De todo esto no han dicho nada concreto ni el PP ni el PSOE. Yo, desde mi particular reflexión, no tomo decisiones sin la información correcta, y cuando alguien no me la facilita y me pide un acto de fe similar al de Jesucristo y la tormenta del lago le descarto automáticamente. Me da la sensación de que me toman por imbécil.

            Por eso, he de agradecer a los demás partidos que se hayan dignado a debatir algo más extensamente sobre estos temas, y a poner sobre la mesa algún que otro dato concreto, más allá de las autoalabanzas de Mariano y de lo que haya hecho Pedro durante este tiempo y que nadie sabe realmente qué ha sido. He podido recapacitar sobre el contrato único planteado por Ciudadanos y las propuestas más o menos concretas sobre sanidad que Inés Arrimadas ofreció en uno de mis programas de radio de referencia. También he podido analizar el modelo propuesto por los miembros de Podemos y saber qué pretenden hacer con este sistema fiscal de pandereta que han construido los gobiernos pasados. O he podido valorar las ideas heterodoxas de Alberto Garzón, también en medios de comunicación al margen de los debates – ha sido una vergüenza la impunidad con que se ha infringido la legislación electoral con respecto a IU –, y saber qué defiende, con qué modelo se presenta y cuáles son las cifras que lleva en su programa. Al margen de otras esperanzas que pueda tener a partir del día veinte, me aferro al rayo de luz que han aportado estos nuevos partidos, y se lo agradezco infinitamente, para que la política en este país que tanto me gusta y al que tanto hay que criticar alcance de una vez por todas el siglo veintiuno, después de quince años de retraso. 

Alberto Martínez Urueña 16-12-2015

Elecciones 2015. Parte I (hechos)


            Supongo que es inevitable que al final salte a la arena del circo y combata contra leones, tigres y hienas. Son elecciones generales, y creo que es obligación ciudadana, y obligación personal dejar claras las opiniones al respecto. No ya el ponerlas negro sobre blanco en un papel, eso ya es cosa mía, ni mucho menos explicitárselas al resto. Aquí, al que le gusta hacer exhibiciones de mal gusto es al que os escribe. Vosotros conservad en la medida de lo posible la compostura.

            Entrando en el meollo, y después de haber oído las propuestas, analizado las tendencias y valorado los discursos, os diré que tengo una cierta quemazón en el alma. Una vez más queda demostrado que en el imaginario colectivo español las opciones de izquierda serán las principales, pero el sistema electoral de proporcionalidad corregida por circunscripciones electorales provinciales hará que el PP sea la principal fuerza en las Cortes Generales. Eso, unido a la incapacidad de las fuerzas de izquierdas –quizá por egolatría, quizá por falta de pragmatismo– para formar coaliciones que defiendan unas ideas básicas comunes a todos ellos hará que dentro del arco parlamentario queden disgregadas y por tanto más débiles en sus posibilidades.

            ¿Qué queréis que os diga? Mis posturas políticas las conocéis sobremanera, las he dejado claras por activa y por pasiva en este blog, y más allá de las personas que puedan estar detrás de las ideas, dentro de éstas están las que me parecen inhumanas, están las aceptables aunque no las comparta y están las que me convencen. Más allá de las personas y de las ideas, están los hechos puros y duros, fehacientes, esos que están más allá de las divisiones entre españoles. Porque no os olvidéis de una cosa: por mucho que los partidos políticos os los quieran hacer creer, hay muchas más cosas que nos unen a las que nos separan, pero eso no da votos. No en vano, los partidos lo que hacen es vender un producto, encontrar su nicho de mercado, y para eso, en un sector como es el electoral, está ampliamente contrastado que la estrategia de ventas que mejor funciona es la diferenciación de tu producto frente al resto.

            La estrategia de votar al menos malo no es la peor, aunque tampoco me convence. Evidentemente, es peor votar por costumbre, por inercia o por tradición. Es peor votar sin buscar antes información que sea relevante y caer en las artes de charlatán que tanto usan.

            Tampoco es bueno votar por miedo, y esta es la estrategia más usada, y en la que cae más gente. Esas pretensiones elaboradas por determinadas facciones de que no defender las reglas del libre mercado aboca a un país hacia su destrucción esconden una perversión evidente. Me explico. Las reglas básicas de cualquier dialéctica suponen dos o más posiciones encontradas pero inseparables, y que requieren de una síntesis para poder seguir hacia delante y no colapsar. La posición del mercado es harto conocida, y esa sería una de las patas de tal dialéctica. ¿Cuál es la otra? Sin la contraparte, el sentido de la dialéctica se rompe, se impide el avance y se pervierte el sistema. ¿Quién ha de defender la posición del mercado? ¿Quién defiende la posición de la contraparte? Cada uno ha de realizar un ejercicio de interiorización de sus propios intereses y averiguar cuáles son estos. Sólo entonces, y liberado del miedo al hombre del saco, puede votar de acuerdo a sus propias ideas. La construcción de cualquier sistema, incluido el social, se basa en esto, y no en la imposición dictatorial de una de las premisas.

            Dentro de mi proceso de selección el primer descarte se basa en los hechos contrastados. En eso que llaman voto de castigo. Tengo muy claro que no voy a votar a Mariano, pero más allá de por la ideología de su partido, que no comparto, por la absoluta desvergüenza con la que se ha movido estos años, encadenando escándalos de corrupción que, incluso admitiendo que no sea una cuestión estructural de su partido sino sólo unos versos sueltos, únicamente conocían a través de los medios de comunicación. Esto, siendo amables, implica una incapacidad de control dentro de su seno, además de una incompetencia insoslayable, que les inhabilita para cualquier cargo.

            También tengo claro que no voy a votar al Partido Socialista. Fueron incapaces de adoptar las medidas necesarias para evitar en la medida de lo posible el desastre de la burbuja inmobiliaria, las medidas una vez iniciada a la crisis fueron más encaminadas a salvar sus muebles que a paliar toda que la que se nos venía encima y, además, en Mayo de 2010 traicionaron a sus votantes. Igual que después hizo Mariano, mintiendo con el mayor de los descaros durante la campaña electoral. Todas las medidas que ha adoptado el PSOE tanto en el gobierno como después, dentro de su partido, han sido timoratas y sin profundidad real, y no han servido para convencerme. Además, la labor de oposición que han hecho durante estos años ha sido bastante flojita, sobre todo teniendo en cuenta que se lo estaban poniendo en bandeja. La responsabilidad de Estado, una frase estupenda pero etérea, no es capaz de ocultar el drama que sufren algunas familias, drama con el que no valen ni remilgados soltando eufemismos ni tampoco diplomacias.

 

Alberto Martínez Urueña 16-12-2015

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Tableros de ajedrez. Parte II


            Los tableros de ajedrez simplifican la situación, es un juego entre dos mentes, a cual más privilegiada, para anticipar, calcular y englobar mejor que el adversario. La vida real es otra cosa, los bandos pueden confundirse, y las responsabilidades diluirse entre una gran masa de personas. Aficionado como soy, entre otras cosas, a la historia, siempre me han resultado interesantes los análisis no ya de las batallas o de las causas, sino la dialéctica sociológica de las agrupaciones personales que convierten voluntades individuales en una masa irracional y amorfa. Uno de los quebraderos de cabeza del siglo veinte deviene de una pregunta interesante, y ésta versa sobre la responsabilidad del pueblo alemán en las atrocidades perpetradas por su gobierno y por su ejército durante las décadas de los treinta y los cuarenta tanto en su propio territorio como en los territorios vecinos. ¿Hasta dónde se puede considerar culpable a un señor que no votó ni militó en el partido nazi –al menos hasta que el hecho de no hacerlo implicaba un riesgo para su vida y la de los suyos– o que no participó como parte activa en el ejército? Siempre hubo dudas en los mandos intermedios sobre su conocimiento, participación y responsabilidad en las matanzas, así que es aún más complicado dilucidar la culpabilidad del pueblo alemán, individuo a individuo.

            Hay que ponerse en contexto. En los años treinta –y menos en los cuarenta, con la guerra– no había televisión, únicamente había radio y prensa escrita. Las noticias estarían manipuladas, a Berlín únicamente llegaría lo que pudiera ser útil, y de los guetos que se formaron en Europa del Este… Quién sabe. Hoy en día nos horrorizamos al conocer lo que sucedió en Varsovia, o en otras ciudades –la Wikipedia es una gran fuente de información para una primera toma de contacto–, y nos parece increíble que todo sucediera con la complacencia de la población no judía. Pero en aquella época… Todo eso quedaría muy lejos de Berlín y de los berlineses y alemanes puros.

            Los propios dirigentes europeos actuaron con una indolencia y una cachaza ante los informes de sus servicios de inteligencia que no tienen parangón. Incluso dentro de sus clases dirigentes, les había de los que se llamaron o se sospecharon simpatizantes de los nazis, aunque la diplomacia, ya sabéis: a los caballeros se les presupone la nobleza.

            Los meses posteriores a la Segunda Guerra Mundial pusieron de manifiesto lo sucedido en lugares como Auschwitz-Birkenau, Dachau o Treblinka. Hoy en día incluso existen los negacionistas, y lo tildan todo de una maniobra publicitaria por parte de los judíos para ganarse el favor de las Naciones Unidas, pero sólo son unos pocos. El resto podemos visitar las instalaciones de aquellas duchas, y los hornos donde se deshacían de los muertos. Podemos ver las fotografías de los cuerpos amontonados y los rostros de los poquísimos supervivientes. Y podemos escuchar los testimonios. Son cosas que han querido reflejar en multitud de películas, y es una historia que no deberíamos dejar caer en el olvido, pero lo que se vivió allí… Eso sólo lo saben los que estuvieron. Gente normal y corriente, con sus vidas, sus ilusiones y sus sueños, como podrían ser los franceses, los ingleses o los americanos, que de la noche a la mañana pasaron por aquel tremendo holocausto donde sufrieron la mayor parte de las atrocidades que se pueden cometer sobre un ser humano: la separación de los seres queridos, todo tipo de torturas y experimentos, la eliminación sistemática de cualquier rastro de dignidad humana y por último el asesinato en masa. Todo ello, con las herramientas que estáis pensando. Todo eso, con el silencio o incluso la complacencia del pueblo alemán, que votó en las urnas de manera mayoritaria a Hitler.

            ¿Hasta donde llega la responsabilidad del pueblo alemán ante las barbaridades que hicieron sus dirigentes? ¿Se les puede exigir por el hecho de que miraron a otro lado, o quizá es que aquellos campos de concentración quedaban lo suficientemente lejos de sus casas como para que pudieran obviarlos? ¿Qué beneficios sacaban con ignorarlo todo, o incluso justificarlo? Una aproximación rápida a las Leyes de Núremberg –en resumen, considerando a unos seres humanos inferiores a los otros, con menos derechos– hace que los pelos de todo el cuerpo se ericen y amenacen con rasgarte toda la ropa, y sin embargo, fueron aclamadas y vitoreadas por aquella masa de rubios y altos de ojos azules. O quizá es que tenían miedo a los psicópatas de la chupa de cuero negro y las insignias…

            Los tableros de ajedrez de la vida son complicados. Hoy en día Internet ha convertido en imposible que las tragedias caigan en el olvido, y aún así siguen existiendo. Han convertido en mundo en un lugar más pequeño y más conectado, pero las atrocidades siguen ahí, en el patio trasero de nuestra Europa, antes Polonia, hoy Oriente Medio. Y sigue siendo cierto que no es fácil dividir en negras y blancas, y analizando con cuidado tus posturas y tus ideas puedes llegar a sorprenderte. Hay que tener cuidado con las clasificaciones entre buenos y malos, vigilar con detenimiento el contenido –si acaso lo tiene– de los discursos que enfervorecen a las masas y no caer presa de aquellos mensajes que te puedan convertir en cómplice de los monstruos de nuestros días. Porque todas las épocas han tenido los suyos, y dentro de unas decenas, o quizá cientos de años, por encima de la Historia escrita por los vencedores, los académicos buscarán y escribirán sobre los nuestros.

 

Alberto Martínez Urueña

jueves, 3 de diciembre de 2015

Tableros de ajedrez. Parte I


            La historia está pergeñada de tableros de ajedrez. De hecho, cada uno de nosotros llevamos dentro una partida que se juega constantemente, tanto cuando nos percatamos de ella como cuando vamos con el piloto automático conectado por los efectos de la urgente cotidianeidad. Cada uno lucha sus batallas como buenamente puede, con las herramientas que le hayan llovido del cielo y las que haya conseguido fabricarse a lo largo de su vida, motivado por las hostias con las que haya logrado aprender algo.

            Otra cosa son las batallas que se juegan fuera, los tableros de la Historia con mayúsculas, esas que llevan marcando quien la escribe y quien queda sometido al escarnio o al olvido en los libros de texto. Las que deciden inexorablemente quienes son los héroes y quienes los bandidos. Desde las primeras batallas de sílex y en taparrabos hasta las modernas guerras en las que un tío puede cargarse a centenares o a miles de personas apretando un botón, sentado en su despacho, sin mancharse las manos de sangre, todas han tenido vencedores y vencidos. A las personas siempre nos han servido, y de hecho, hemos necesitado, la simplificación de lo complejo para dotar de una cierta seguridad el suelo que pisamos, aunque tal simplificación y tal seguridad sólo sean una falacia de dudosa consistencia. Necesitamos legitimar nuestras decisiones, ya sean las individuales o las colectivas. Ocurre cuando nos encendemos en una conversación que se acalora o con las declaraciones formales de guerra pronunciadas ante atriles y cámaras televisivas. Necesitamos simplificar y establecer la lógica que nos habilite para tomar las medidas subsiguientes; ésas que pueden consistir en partirte la cara con alguien o en ocupar un territorio que ni sepas colocar en el mapamundi. No en vano, la necesidad de tomar decisiones implica llegar a conclusiones que sean válidas. El problema aparece cuando esas decisiones ya están tomadas de antemano, antes de entresacar las conclusiones, y lo único que estés haciendo sea vestir el santo. Quizá estés retorciendo la lógica para que afirme lo que te interesa.

            En los tableros de ajedrez externos se libran batallas de todo tipo. Desde las guerras comerciales entre empresas, con sus estructuras de costes, patentes, mercados y otras variables, hasta las batallas en las que muere tanta gente que se acaban convirtiendo en cifras que rotulan titulares. De estas últimas, aunque no lo parezca, y siguiendo con la analogía, la inmensa mayoría han terminado en tablas.

            Pensadlo por un momento: en el tablero de la vida los jaque mates se han producido en situaciones contadas. Incluso tengo mis dudas de que esos juzgados no sean simples alfiles de un rey que nunca muestra su cara.

            En la vida no hay blancas o negras, por cierto, o al menos la determinación de los bandos no es tan sencilla. En la vida, están los que se parten la cara en el centro del tablero, y los que miran desde el borde. Si bien es cierto que según avanza la partida la cosa se complica, suele ser cuando ya todos los peones, o la inmensa mayoría, están en la caja, y lo demás sería una especie de negociación diplomática en la que quizá intercambies alguna que otra pieza, o incluso en el caso de algún despreciable monarca, a su consorte.

            Por eso, el ajedrez está muy bien para el Medievo, o para la actualidad en un salón semioscuro, con una hoguera de fondo, una mesita pequeña, copas de coñac y sofás cómodos, pero cuando lo trasladas a la vida real, la cosa cambia. Ya no hay blancas o negras, hay peones con mayor o menor lavado de cerebro, hay civiles que ni tan siquiera se ven en la simplificación de la cuadricula, y luego están los que parece que pierden, pero no lo hacen. Sí, es cierto, firman tratados de paz más o menos ominosos; quizá les toca inclinar la testuz con un ángulo más marcado del que su dignidad está dispuesta a soportar sin perder la sonrisa; pero todo esto sucede cuando los campos de batalla ya se han convertido en cementerios.

            Y sin embargo, aunque no lo parezca, y para este que os escribe, siguiendo con la metáfora, es un motivo de esperanza. Hace doscientos años, o los que sean, el reyezuelo, el blanco o el negro, enarbolaba la bandera con el blasón de su casa, hablaba de la patria y del orgullo, y el agricultor que no había visto más allá del pilón de su pueblo iba corriendo a reventar o a ser reventado en esos campos de los que no había oído hablar en su vida.

            Hoy en día, cuando nos hablan de guerra, cada vez hay más gente que, en lugar de correr como un jumento desquiciado a las trincheras, gira el cuello y se queda mirando al de arriba, al que suelta los discursos, y le dice que “¡de qué vas?”. Y, después de tanta chorizada, se atreve a preguntar cuáles serán los verdaderos intereses de ese sujeto autoproclamado rey que no tiene ningún problema en mover piezas y sacrificarlas sobre el tablero. Se critica a España porque no sale en tromba, todos unidos, a pedir las tripas del enemigo como hacen los franchutes o los cowboys de Texas, y mira de reojo a sus líderes. Yo digo que, después de haber visto a los Austrias, a los Borbones y por supuesto a Paco, ya sabemos de que van esos reyes que nos piden clamor y rugir de dientes, y ya sabemos lo que después nos dejan a los peones. 

Alberto Martínez Urueña 3-12-2015