Las
discusiones entre amigos tienen muchas cosas buenas, incluso cuando hay
palabras subidas de tono, porque te dan la ocasión de pedir disculpas si has
ofendido y demostrar qué consideras importante y qué no. No podemos permitir
que cuestiones de índole ideológica o política –no siempre son la misma cosa–
nos hagan perder amigos: lo contrario es no tener nada claro lo verdaderamente
relevante de la vida.
Por otro
lado, estas discusiones te dan la ocasión de escuchar con paciencia, aunque
sólo sea por el respeto que le debes al otro y, de esa forma, poder profundizar
y encontrar las inconsistencias del discurso, incluido el tuyo. También, de descubrir
que debatiendo no tienes por qué llegar a un consenso, sino a un punto en el
que cada uno puede tener visiones diferentes y estar obligado a aceptarlas
aunque no las compartas.
En ese caso, tienes
que elegir en dónde pones el foco de atención: en esas diferencias o en los
nexos. Las cosas que te separan siempre se ven como algo negativo, pero en
realidad convierten a la realidad en algo más amplio, y eso es algo bueno; no
es, por lo tanto, un problema de divergencias, si no un problema de tolerancias.
Y detrás de la intolerancia, siempre está el miedo. También podemos fijarnos en
las cosas que nos unen, y ésas nos sirven para poder compartir esferas comunes.
Es decir, tanto las diferencias como las similitudes son positivas en sí
mismas, salvo que no sepamos mirarlas de la manera adecuada.
Comentábamos
en uno de esos diálogos que una de las justificaciones con respecto a la
independencia de Cataluña habla del sentimiento catalán que tienen esas
personas como un hecho diferencial que les impide sentirse español al mismo
tiempo. Y piden respeto para ese sentimiento que, por mi parte, lo tienen de
manera absoluta. Siempre he considerado que los sentimientos están en un plano
diferente a los juicios valorativos, no puedes juzgarlos, están más allá del
Bien o del Mal. Otra cuestión diferente serán las consecuencias que de ellos se
deriven, y ahí sí que podemos empezar a considerar las bondades o maldades que
surjan: suele decirse que no elegimos de quién nos enamoramos, pero sí que
podemos elegir quedarnos o no si esa persona nos insulta de manera sistemática.
No creo que podamos negar a un catalán la posibilidad y el derecho a sentirse
SÓLO catalán, igual que no creo tener derecho a juzgar a un amigo porque se
haya enamorado de una mujer determinada, aunque ésta le insulte. Otra cuestión
es que le pueda recomendar que se largue. Y otra cosa diferente será que a un
catalán le recomiende no vulnerar la legalidad vigente, porque al hacerlo puede
estar legitimando que monstruos mucho más peligrosos que su deseo de
independencia encuentren la justificación para saltársela igualmente. Tendemos
a menospreciar las leyes que no nos gustan, pero eso es un defecto que deriva
de no ver la totalidad del ordenamiento jurídico como una entidad única, con
las bondades que de ello se derivan, aunque también tenga sus defectos. Y que
haya ciertos oscuros personajes que la vulneran no implica que nosotros también
nos tengamos que dejar llevar al reverso tenebroso de la fuerza. Porque de ahí
sólo pueden salir consecuencias terribles. Para nosotros mismos, margen del
daño que podamos causar a los demás.
Con respecto
a los sentimientos digo que merecen mi respeto de manera absoluta, pero
precisamente por eso, por su carácter absoluto e insoslayable, no pueden servir
ni como argumento ni como árbitro de ningún conflicto. Pensar que un
sentimiento catalanista sirva de excusa para la independencia nos lleva a tener
que admitir igualmente que un sentimiento de que “mi España es la que es y que
no me la toquen” sea igualmente legítimo para impedirlo, y entre dos opciones
contrapuestas no hay posibilidad de entendimiento. Sólo de violencia.
Por
desgracia, vivimos en una sociedad en la que no podemos fiarnos de que nuestros
dirigentes se pongan en el pellejo del contrario, es decir, que actúen con la
suficiente empatía para intentar, al menos, respetar los sentimientos de otras
personas que no sean las que les aclaman en los balcones de sus sedes
políticas. Para entender que gobiernan para todos, no sólo para sus votantes. Ni
siquiera podemos fiarnos de que no se dediquen a exaltar los sentimientos más
bajos que puedan bullir en el alma humana con el único objetivo de pescar
votos, y por eso, no estoy a favor de aceptar positiva y explícitamente ni un
solo caso en el que se admita vulnerar el principio de legalidad, porque al
final, enarbolando un sentimiento de la naturaleza que sea, siempre habrá algún
salvaje dispuesto a saltarse la ley que le incomode. Por ejemplo, preguntadle a
Garcia Albiol, adalid del derecho constitucional español, por los sentimientos
que fomenta con su discurso sobre los inmigrantes, porque no es precisamente el
respeto a la Declaración de Derechos Humanos, ratificada por el Estado español
hace décadas.
Por eso,
respetando las sensibilidades de cada uno, creo que hace falta que todos se
aten los machos, que se olviden de las declaraciones llamando a la “guerra” o
directamente a la guerra, y que entiendan que todos tenemos sentimientos, cada
uno de un palo, pero sólo tenemos un marco en el que poder entendernos todos y
construir algo que nos pueda servir para no vivir en el caos de la violencia
gratuita.
Alberto Martínez Urueña
6-10-2017
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