jueves, 28 de julio de 2016

Las dos mentiras de la economía


            Os voy a contar un secreto. La teoría económica está basada en dos verdades más o menos fundamentales que luego, en la vida real, en primer lugar, no son del todo ciertas, y en segundo, pueden llegar a ser perjudiciales para nosotros, los seres humanos.

            El primero de ellos, esos pilares, nos dice que la gran parte de los seres humanos, entre los que os considero a la mayoría de vosotros, somos más felices si consumimos un poquito de muchas cosas, que si consumimos mucho, pero solo de una o de unas pocas –sin meter en esto, evidentemente, a los productos que cubren las necesidades básicas, como el comer o la cerveza–. Para los algo más entendidos, me refiero a esas cuestiones de la utilidad marginal decreciente, las curvas de indiferencia, las restricciones presupuestarias. Aquello de la microeconomía que nos contaban en la carrera. Quedaba fetén sobre el papel, con aquellas curvas Cobb-Douglas y demás.

            Todo eso es cierto, se cumple si analizamos los datos, o al menos eso parece. Sin embargo, esta verdad axiomática tiene un problema básico: nos limita la posibilidad de explicar las pasiones del ser humano, las vocaciones, las pulsiones que nos llevan a querer de una cosa sin medida, sin freno, sin limitaciones. Nos quita una de las cosas que nos hace ser nosotros mismos, diferentes, con nuestras esquinas sin pulir, nuestras atracciones y deseos. Si damos por cierta esta cuestión, ni tan siquiera nos platearíamos qué es lo que de verdad nos gusta en esta vida, y el hecho de que haya tal cantidad de posibilidades de consumo, y tanto bombardeo incesante de información, no ayuda.

            El segundo de los pilares está relacionado con la búsqueda de nichos de mercado a explotar por parte de las empresas. Y hasta aquí, genial. Los estudios de mercado para poder encontrar esos nichos son auténticos procesos creativos en los que mentes preclaras se esfuerzan por encontrar lo que la gente quiere-pero-no-lo-sabe. Ejemplos paradigmáticos de ello son, en los últimos tiempos, todo lo que tiene que ver con la telefonía móvil y la todopoderosa Internet. La era digital ha llegado para quedarse, y todos los productos que nos ayudan a interaccionar con ella y a utilizarla en nuestro beneficio han surgido de cabezas pensantes que fueron capaces de ir más allá de lo que nadie había llegado. Algo así en plan Star Trek, pero con la creatividad.

            Puede parecer correcto. No en vano, los artículos que se venden son neutros, ni buenos ni malos, todo depende del uso que el respetable haga de ellos. Los teléfonos móviles nos permiten seguir esta desbocada realidad, pero también mantener relación con personas a las que casi no vemos en un largo periodo de tiempo, o para poder estar localizados en caso de necesidad. Sin embargo, serán malos en la medida en que se conviertan en un problema que genere crisis de ansiedad, dependencia y sobreestimulación psíquica a los usuarios que son incapaces de no estar mirando la pantalla cada cinco minutos para actualizar su estado en las redes sociales.

            Sin embargo, en aras de la libertad individual, que es está genial y brilla sobre el oscuro mundo de las conceptualizaciones morales, la venta de muchos de estos productos se hace apelando a nuestros más bajos instintos. Es innegable la pornografización de los mensajes publicitarios, las ideas naif en las que subyacen estilos de vida despreocupados de encefalograma plano y los estándares sobre los que se asienta un estilo de vida que ya no margina, pero que te hace sentir extraterrestre si no comulgas con los prejuicios socialmente aceptados. La televisión propaga todo tipo de información, pero el que se ve los documentales es un raro y un pedante, un snob en toda regla; no así el que utiliza el estrés de la vida como excusa para derretirse el cerebro con el tomate diario de Telecinco. La economía es aséptica, dicen, pero lo que más vende es el morbo, la sangre, el veneno aplicado en pequeñas dosis, y las empresas lo que quieren es aumentar su cuenta de beneficios. No tienen ninguna otra elección.

            La economía es aséptica es cierto. Se compone de matemáticas, largos churros de operaciones econométricas con las que se intenta explicar en mayor o menor medida la realidad. Lo que no se plantean los economistas es hasta qué punto el sujeto y el objeto pueden pasar a trastocarse, a que la causa se convierta en efecto, y que esas teorías económicas dirijan la conciencia de los seres a los que pretenden describir, creando, en lugar de explicar, a ese homo economicus de John Stuart Mill. O describiendo únicamente una parte muy pequeña del hombre, la más oscura y morbosa, olvidándose de lo que puede y debe intentar ser. La economía puede ser aséptica, sí, pero al igual que la energía nuclear, puede tener muchos usos muy diferentes entre sí, y con consecuencias diametralmente opuestas.

            La economía considera las pasiones, las vocaciones, la ética y también la locura creativa como una rara avis alejada de la idea estándar que tiene del hombre. Sin embargo, fueron éstas las que hicieron que Leonardo o Einstein se pasaran la vida investigando, que Galileo o Copérnico miraran al cielo y que cualquiera de nosotros le pueda encontrar un verdadero sentido a este galimatías incomprensible en que a veces se nos convierte vida.

 

Alberto Martínez Urueña 27-07-2016

martes, 5 de julio de 2016

La importancia de la idiosincrasia


            Es una cuestión de una relevancia fundamental, pero que además aquí en España, con esa tendencia tan imbécil de politizar hasta el tiempo razonable que pasar en el retrete, tiene implicaciones notables. Hemos visto como nuestros responsables políticos han hecho una campaña electoral capaz de sonrojarles incluso a ellos –aunque no lo reconozcan en público– en la que no se ha tocado ninguno de los temas relevantes para nuestro futuro. De la cuestión acerca del sistema de pensiones con el que este fin de semana nos han sacudido en toda la testa hablaremos con cuidado. Igualmente, de la cuestión energética y toda la oscuridad transilvana que lo rodea, conectada con la necesidad de evolución tecnológica de mi texto anterior. Hoy empiezo con una historia que me ha sucedido y que me provocó una sincera y profunda necesidad de cometer algún acto del que luego me arrepentiría.

            Por no poner nombres como acostumbro, pues no es misión mía la de juzgar a nadie, mantuve hace unos días una paradigmática conversación con un conocido bien relacionado. Comentamos como iba la vida, la familia, los negocios, esas cosas… Entre esas buenas conexiones que le atribuyo está la de un arquitecto que se mantiene a flote después del boom inmobiliario. Entre otras explicaciones, la bonanza venía de los contratos de obras en cierto sector fundamental de la economía, ya que eran expertos en ese tipo de construcciones –nada en contra– y que además, se solía saber a quién le iba a corresponder cada contrato. Eso último, lo dijo con una sonrisa. Y os juro que tuve que realizar ímprobos esfuerzos para no cagarme en sus muertos.

            Seguidamente, sigo por otra “conversación” vía Facebook con un tipo excelente por cierto, al respecto del fútbol español. Genéricamente, podemos hablar de las deudas que la Agencia Tributaria y la Seguridad Social permiten a los clubes y la manga ancha que aplica a sus trabajadores, los deportistas. En concreto, la conversación versaba sobre la condena europea a determinada entidad por recibir ayudas de Estado ilegales. Y en la conversación se mezclaban los amores por tal club deportivo y cómo, a mi modo de ver, estos clubes –lo hacen todos– se aprovechan de las prístinas emociones que recubren las tripas de los aficionados para obtener estas prebendas. Por supuesto que respeto absolutamente esas emociones y jamás se me ocurriría juzgarlas. Sin embargo, en ciertos casos, estamos llegando al punto de que consideramos denunciable el fraude fiscal, pero no aplicamos esa denuncia con la misma contundencia que lo haríamos de ser, por ejemplo, un político de una formación política con la que no comulgamos. Creo que me explico.

            Un caso paradigmático es el tema de la cultura. Nadie en su sano juicio denuesta la Cultura con mayúsculas, pero sí que se cuestiona que tal o cual acto cultural deba recibir ese apelativo si acaso la orientación ideológica del artista no nos cuadra. Un nuevo ejemplo de cómo la escala de valores puede estar pervertida. En este campo, hay que mencionar la confusión que generan dos conceptos: por un lado el acceso libre a la cultura, y por otro, que ésta sea gratuita, imbricándose de manera ineludible con la cuestión por antonomasia de nuestra era digital, la piratería. Si bien hay que apostar por las fórmulas necesarias para que la cultura, en todas sus manifestaciones, esté al alcance de cualquiera que pretenda disfrutar de ella, no es menos cierto que los artistas también tienen la mala costumbre de alimentarse para vivir, y eso sólo se hace con dinero en la cartera. Por otro lado, la crítica hacia los multimillonarios que han conseguido sobresalir en su campo habla más del crítico que del criticado: no deja de ser un mensaje preñado de envidia. El debate respecto a la piratería se introduce en la segunda cuestión, en la de si la cultura ha de ser gratis, y mi postura está a favor de quien ocupa su tiempo en crear obras de arte que me alimentan el alma. Si le obligo a tener un trabajo de siete a tres, o incluso de los peores que circulan por ahí, probablemente la calidad de su trabajo se resienta, o acabe siendo inexistente.

            Una de las cuestiones acerca de la idiosincrasia ibérica que siempre me ha perturbado es la facilidad que tenemos para creernos con firmes principios y valores honestos que, sin embargo, cuando perjudican a nuestras emociones y querencias, se diluyen como un terroncillo de azúcar. Esto habla de una gran capacidad empática, pero igualmente nos expone a ser víctimas de nosotros mismos, demostrando, de hecho, una habilidad dialéctica reseñable para justificar semejante laxitud de nuestro juicio según el caso. Pienso que para que España pueda llegar a ser un país apto para nuestros hijos, deberíamos vacunarnos de nosotros mismos, en lugar de delegar una y otra vez en los poderes públicos la exigencia de ejemplaridad que muchos no somos capaces de mantener si siquiera en lo más básico. Amen de una terrible prepotencia que, por un lado, nos impide ver nuestras propias miserias, y por otro, nos convierte en los mejores seleccionadores nacionales, médicos de nuestras enfermedades, expertos fiscales y sabiondos de los cojones en cualquier materia que nos pongan por delante, sin que admitamos la más nimia discrepancia por muy razonada que esta sea. En definitiva, gobernadores caprichosos de nuestra propia ínsula de Barataria representada fielmente por nuestras volátiles prioridades, adalides de pacotilla de la cultura que sólo enarbolamos como bandera cuando obedece a nuestros intereses. 

Alberto Martínez Urueña 5-07-2016

viernes, 1 de julio de 2016

La teoría, y España

 
            Los que hemos estudiado economía y además somos un poco frikis a veces analizamos la realidad en base a las teorías macroeconómicas que nos explicaron en la carrera. Aunque sólo sea por mera curiosidad, o quizá en un afán de no perder los conocimientos tan duramente adquiridos durante el periplo universitario. Hay cuestiones relevantes, y más en la época convulsa en la que nos encontramos, de crisis económicas no resueltas satisfactoriamente, de nuevos negros nubarrones sobre el horizonte, y convulsiones sociales a niveles internos e internacionales.

            Para los neófitos en estos temas, que yo diga que el IPC lleva un tiempo bastante largo en tasas negativas, que los tipos de interés reales del Banco Central Europeo están rondando el cero por ciento o que las tasas de crecimiento de las diferentes economías no acaben de despegar, no os dirá gran cosa. De hecho, habrá quien piense que si los precios bajan es bueno, que el coste de pedir un crédito sea irrisorio es mejor y que mientras las tasas de crecimiento sigan positivas, vamos tirando. Sin embargo, esto mantenido en el  tiempo, es algo más peliagudo. Sobre todo por algo llamado rendimientos marginales decrecientes. Dicen que cuanta más riqueza ha generado un país, más pequeña es su tasa de crecimiento, hasta que llega un momento en que deja de crecer. Un estado estacionario. Y las situaciones actuales preocupan a los expertos. Y es que sin crecimiento, la economía no es capaz de absorber mano de obra en un contexto en que el proceso de sustitución de trabajadores por máquinas se está incrementando.

            Los modelos de crecimiento económico, iniciadas grosso modo por un tipo llamado Robert Solow, dicen cómo la mezcla de trabajadores y de máquinas –estoy siendo muy grotesco a conciencia– consigue producir coches, naranjas, turismo… Todo ello medido en euros. Además, introduce una variable fundamental, imprescindible: la tecnología, la forma en que los factores trabajo y capital se relacionan para generar ese valor añadido. Y todo el rollo que os he contado, es precisamente para hablar de ésta, de la tecnología, para dar clara la relevancia que tiene. Y es que cuando se llega a ese punto en donde el crecimiento se estanca, es la única que permite dar un salto cualitativo que permite salvarlo. Eso, o una guerra, y empezar de nuevo desde cero.

            En varios de mis escritos a lo largo de estos años he hablado de esta cuestión desde distintas perspectivas. En resumen, esto es lo de la I+D+i. Hablar sobre la corrupción, sobre el fraude fiscal, sobre los recortes, la austeridad o la deuda y el déficit público es fácil, da mucho juego porque está muy ideologizado, con criterios de titulares rápidos y mensajes para niños. Pero lo del progreso científico es más complicado, por lo evidente, porque no creo que nadie se le ocurra decir que menos progreso es mejor, pero requiere entrar a los detalles, y eso, la era de las redes sociales lo odia profundamente.

            El proceso de creación tecnológica es lo que, en un mundo como el nuestro, occidental y avanzado, consigue que la sociedad vaya evolucionando y continúe el proceso descrito. Y para esto sólo hay un camino unívoco: mejorar los procesos de generación de I+D+i mediante su optimización, por supuesto, pero también incrementar los recursos que la economía destina a ellos, ya sea por la vía de la inversión pública directa, ya sea de manera indirecta a través de incentivos a las empresas para que reinviertan sus beneficios en esa dirección. Un buen amigo me recordaba las aportaciones teóricas de un tipo llamado Romer a este campo.

            Además, inevitablemente unida a la I+D+i, al proceso de creación de tecnología, está la Educación, y aquí el terreno se vuelve más farragoso, más ideologizado, más necesitado de análisis de los detalles. Hay mucho escrito al respecto, os lo aseguro, muy interesante. Hablamos de Educación a todos los niveles, por supuesto, desde la misma guardería. Igual que en el párrafo anterior, se necesita un proceso de articulación lógica del sistema educativo, y para eso no hace falta inventar nada. Los países punteros indican la senda para lograr buenos resultados. Y esto no pasa por el hacinamiento en las aulas, desde luego. Y por supuesto, es fundamental dotar de los recursos necesarios al sistema, así como establecer buenos sistemas de medición de resultados, evaluación y corrección del propio sistema y la creación de incentivos para que el personal docente pueda implementar las mejoras que considere oportunas, dotándoles de la necesaria independencia sin que esto suponga la desestructuración de una unidad en el modelo. No es trabajar más, sino que los docentes puedan trabajar mejor.

            Es evidente que no digo nada que no hayan descrito ya muchos otros, y en la práctica, la inmensa mayoría estará de acuerdo. Pero claro, ahora trasladad esta problemática a nuestro país, a esta idiosincrasia ibérica de caciques y vasallos, de miedos y resistencias, de luchas fratricidas y de líderes irresponsables para quienes la lucha ideológica es más importante que el pragmatismo gestor. Un país de escaso control de los dineros públicos, de justicia politizada y de escándalo tras escándalo de corrupción y de listas de defraudadores a los que no se mete en la cárcel de manera fulminante. Y de ciudadanos que según qué partido comete los delitos y los fraudes, aplica un rasero u otro, en función de qué batalla pretendan ganar. Podemos llegar a la inquietante conclusión de que si no somos capaces de solucionar lo evidente, es imposible afrontar con unas mínimas garantías lo que verdaderamente importa.

 

Alberto Martínez Urueña 1-07-2016