jueves, 21 de julio de 2011

Mañanas de exquisita rutina

La hora de levantarse era las ocho de la mañana. Sonaba el despertador con insistencia y el chico soltaba un bostezo aleonado al tiempo que silenciaba la temible máquina enemiga. Observaba desde la atalaya de la almohada la incipiente claridad que se asomaba por debajo de la ventana en un pequeño rayo de luz irisada. A esas horas el mundo ya se ha puesto en marcha, las calles se encuentran sembradas de pequeños puntos humanos que acuden ágiles, algunos cabreados, a su puesto de trabajo. O a lo mejor ya se encuentran sentados en su mesa, recibiendo crípticos correos electrónicos, elaborando hojas Excel interminables, acudiendo a reuniones tediosas, recibiendo órdenes exasperantes… Para él no había jefe que le rebuscase la entrepierna para tocársela, y no porque fuese uno de esos valerosos autónomos; lo suyo era otra cosa bien distinta, con una incertidumbre diferente: la de tener casi treinta y no poder llenar media hoja del curriculum. Tenía que agarrarse del estómago y alzarse de la cama, ir hasta el lavabo para quitarse las legañas y el miedo, para desperezarse del sueño y evadirse hacia el único presente de un número de tema. Todo eso sin una conciencia ajena y en ocasiones bastante puñetera que quisiera hincarle la suela en el cuello, exigiendo pleitesía. Era el despertar del opositor.
A las ocho y cuarto ya estaba sobre la mesa, dejado, tirado como una colilla, con sueño del de acabar de levantarse, del que se queda pegado en la cabeza durante más de media hora como una toalla mojada. Del que te cierra los ojos antes del primer párrafo y te somete a la tortura de una primera hora de amor no correspondido con el folio. En invierno buscando con los pies las zapatillas de estar por casa, sobre la alfombra que ella le compró para evitar que pasase frío en los pies, una alfombra de varios colores, algo alegre para que parezca que anima. En verano con un calor del carajo desde bien prontito, con el ventilador en la nuca, sintiendo los escalofríos, como amenazado por un francotirador certero.
Eran ya dos años y pico de rutina diaria, de temblores en las entrañas cada vez que tenía que hacer el esfuerzo de no ver el abismo del fracaso en cada esquina, de alguna que otra discusión familiar cuando la angustia se volvía insoportable, de los arrebatos en que fantaseaba con la catarsis de arrojarlo todo por la ventana y respirar por fin una bocanada de descanso, de esfuerzos sobrehumanos para no ver en el rostro de los que quieres el mismo miedo que de vez en cuando se asoma a tus pupilas.
A las nueve empezaba a escuchar los ruidos típicos de que su madre se levantaba. De manera casual, por supuesto, el tiempo que estuvo de baja. De forma rutinaria, a las nueve y cuarto, más o menos, solía llegar hasta la cocina y en pocos momentos se podía oler por toda la casa el ahora ya delicioso café solo que antes detestaba. Estaría comiendo su pieza de fruta de la mañana con su cuchara sopera, de las de la cocina, de aluminio opaco, mientras disolvía alguna medicina en un vaso grande de agua, de los de Duralex, de los de toda la vida. En el mismo vaso, un chorro no demasiado generoso de café amargo, sin azúcar, mezclado con abundante leche semidesnatada, girando el mejunje al contrario de las agujas del reloj para darle la homogeneidad correcta.
El chico salía entonces de su habitación para desayunar, mientras veían un rato Los desayunos de la primera, con un par de tostadas con mantequilla, quizá, el café solo amargo, también sin azúcar, y el debate de sus ideas entreverado con las noticias y los comentarios de los tertulianos. No siempre de acuerdo, cada uno con sus ideas, compartiendo. Después, antes de las diez, vuelta a la postración ante el altar de los apuntes.
Normalmente a las once y media o doce, aunque a veces antes, sonaba el teléfono. Sempiterno, preocupado, pendiente dentro de su propio concepto, siempre servil y siempre despistado al mismo tiempo, siempre dispuesto a algún comentario de chanza para alegrarle la rutinariamente aciaga mañana. Dispuesto a perdonar las salidas de tono provocadas por tensiones inevitables, dispuesto a no permitir que se deteriorase más de lo necesario, dispuesto a hacer lo que estuviera en su mano, y dispuesto a saber que a veces no se daba cuenta de cuál era lo debido. Siempre dispuesto aunque tuviera sus propios fantasmas acechando.
Fueron mañanas de oposición, pocas, las que pudo pasar con su madre en casa, pero siempre llamaba cuando tenía que estar al pie del cañón, currando. Todas, o casi todas, las que su padre animaba desde el burladero como un buen apoderado, pendiente a la faena, presto al aplauso.
Si no hubiese sido por ellos dos en concreto, ahora no estaría donde estoy; aunque el esfuerzo lo hiciera yo, los ánimos les dieron ellos. Sólo el que pasa por esto sabe dos cosas: el valor de los que te apoyan con sinceridad, y la catadura moral de los que se ensañan con los funcionarios.


Alberto Martínez Urueña 21-07-2011

lunes, 18 de julio de 2011

La ambivalencia

Cada vez que miro la irisada constelación de características que esta sociedad porta, me doy cuenta de que la libertad que hemos conseguido nos ha llevado hacia una deriva de ambivalencia. Esta característica nos ha llevado de la mano hacia un mundo misterioso y en ocasiones con grandes peligros, al que muchas veces asistimos perplejos. Hace tiempo hablé sobre las falsas seguridades, esos pequeños soportes que nos ponemos en nuestra estructura mental para ir tirando, como quien dice, en una realidad que por muchos motivos, nos aterra.
La mayoría diréis que esto es falso, que eso de que el mundo nos aterra no es cierto y que vivimos en una sociedad con suficientes ventajas como para no tener miedo. Pensad sin embargo, que uno de los cánceres de nuestra sociedad son las depresiones, las crisis de angustia y otras enfermedades de esa tipología, derivados de miedos inclasificables, misteriosos. De hecho, una de las características de esta sociedad occidental en que vivimos es una cierta prepotencia ciega hacia los inevitables obstáculos que nos van surgiendo en el camino que generan secuelas de las anteriores. Muy distinto esto de un reconocimiento consciente, pero con el suficiente entrenamiento como para, a pesar de saber que están ahí, poder enfocar nuestra atención en otro estímulo de los miles que recibimos al cabo del día. Si nos quitamos la venda de los ojos y nos damos cuenta de lo mucho que tenemos que perder, de lo mucho que nos pueden arrebatar, empezamos a sentir esa angustia de la que, en lugar de afrontar (perspectiva adulta y madura), huimos como conejillos asustados hacia distracciones inútiles. Hay quien incluso no puede superar esa angustia en toda su vida, ni huyendo ni aceptando el riesgo conocido con la suficiente entereza.
Pero no va de esto este texto. La ambivalencia, y el miedo que conlleva, puede pasar de ser un ogro que observa desde el fondo de una cueva oscura, al que llamamos “incertidumbre”, a ser un pequeño duende gracioso vestido de color verde, conocido como “aventura”. Os lo aseguro. Esto cambia la perspectiva de una misma circunstancia y podemos contemplar el reverso de la moneda, el prisma que es la realidad en una cara distinta. Además, para cada rigidez que nos impide la correcta adaptación a nuestro entorno (una de las claves de nuestra felicidad), si tuviéramos, ya no la capacidad para cambiar de ideas, si no para verlas de una manera más amplia, incrustadas en una realidad más grande, podríamos ver esas cadenas que nos atan a conceptos que no nos dejan respirar.
El mundo que vivimos es cada vez más cambiante, tenemos más posibilidades, muchas más que en otras épocas, a pesar de esta crisis económica que nos hace buscar seguridades que en realidad no vamos a conseguir (aunque quizá sí como construcción mental ilusoria). Estas posibilidades van cambiando día tras día y que dejan obsoleto lo que ayer parecía cierto, lo que demuestra por un lado que quizá ninguna de las dos cosas era verdad (o las dos lo eran, cada una en su plano temporal), y por otro, la distinta (ni menor ni mayor) importancia que tiene lo que ahora nos acontece.
Me gusta la ambivalencia que permite cambiar conceptos oscuros por otros bellos, que nos deja ver que no hay tantas seguridades falsas, si no más posibilidades inciertas. Hoy en día aceptamos que los renglones no tienen por qué ser rectos: el raro no es que sea malo sino sólo diferente, el homosexual no quiere pervertirnos sino sólo vivir su vida como le plazca, lo importante para llegar a la espiritualidad no es el camino que emprendas sino intentar recorrerlo. Ayer, las miradas timoratas y las moralinas represoras nos mantenían reclusos en unos criterios sociales; hoy, podemos alzar la voz y decirle a aquél que quiere imponernos su modo de vida que preferimos otro, sin necesidad de partirnos los cuernos en una guerra civil. Me gusta poder elegir ir en contra de las normas preestablecidas, única y exclusivamente por el hecho de conocer qué es lo que hay más allá de esas fronteras, como hicieron los conquistadores en otras épocas. Acepto que haya quien quiera mantenerse en ideas conservadoras que den seguridad a su existencia, pero también respeto a quien se pasa de vueltas al otro lado. Me gusta este mundo, porque podemos salir un día de fiesta y que no nos llamen depravados y ligeros de moral, y al mismo tiempo me gusta porque puedo decir que eso no puede llenar a nadie, sólo llevarle de un evento a otro sin solución de continuidad, como un yonki sin su dosis. Lo sé porque lo he visto desde el burladero y también porque lo he vivido. El problema de la libertad no es que la haya, sino otras dos cuestiones: qué hacemos responsablemente con ella, y que hacemos con los que, en base a la primera cuestión, resoluble sólo por uno mismo, nos la quieran quitar. Me gusta este mundo porque a pesar de lo horrendo que tiene y que parece que va cada vez peor, al ser flexible también es mejor y puede serlo más, porque te encuentras con gente que vive mejor con esa libertad, con plenitud y de manera responsable, porque permite los sueños, y porque alguien tan aparentemente pesimista como yo puede sorprender un día y hablar de lo bello con esperanza.


Alberto Martínez Urueña 18-07-2011

jueves, 7 de julio de 2011

Educación

A vueltas de nuevo con el tema. No me refiero a esa faceta familiar donde aprendemos a ser personas y que últimamente ciertos progenitores tienen un poco abandonada; más bien me refiero a lo de las escuelas, universidades y esos centros de sabiduría que se encuentran menos valorados un bacalao en el desierto.
Nuevas encuestas, frescas, recién salidas de un examen basado en aspectos de ese conocido nuestro, el informe PISA, de la OCDE, para ver qué tal les va a los chavales y su educación en los países desarrollados. Como la mayoría de las veces, salimos revolcados, claro, y lo peor es que ya ni nos sorprende. Podemos medir la madurez, el nivel de conocimientos, de fracaso escolar… Da igual lo que sea, estamos a años-luz de los niveles en esos países a los que nos gustaría parecernos, aunque algún politicastro haga lecturas que se sujetan con alfileres. Y es que en esa labor educativa, todos son trampas en el camino, y parece que cada vez serán mayores, que ha llegado la palabra austeridad a nuestros dirigentes, y ahora la repiten como un niño pequeño, a la buena de dios, demostrando además que antes no tenían ni puta idea de lo que significaba.
Ya hace tiempo que expliqué mi punto de vista al respecto de dónde había que gastar más cuando hablamos de presupuestos públicos, en este caso de las Comunidades Autónomas, que son las que tienen las competencias y por tanto la responsabilidad de alcanzar una cierta excelencia educativa y de gestionar los recursos económicos de una forma coherente. Por supuesto, estos dos aspectos están relacionados inevitablemente, y el que diga lo contrario miente como un bellaco. Los recortes que se han anunciado últimamente en este aspecto lo único que demuestran es que nuestras clases dirigentes sólo son capaces de ver la realidad a través del periscopio de sus submarinos intereses, demostrando por otro lado, la poca capacidad de miras que tienen. Ojo, quizá lo que pretenden es que no se vuelva a decir en este país que tenemos una juventud universitaria excelente, y así cuando llegue el paro de nuevo a sacudirnos en los riñones con el palo de la realidad ibérica, nos duela menos porque seamos más tontos.
Quizá no sepamos bien quienes son los responsables de la crisis que vivimos, pero hay ciertos espectros sociales a los que podemos exculpar. De todos ellos, tenemos a los funcionarios (nos bajaron el sueldo con nocturnidad y alevosía), los pensionistas (claro, no curran los cabrones, y viven del cuento, así que a congelarles la pensión ridícula que cobran), los asalariados medios de empresas privadas (especie en peligro de extinción, pero sin organización como Greenpeace que se parta los cuernos por ellos)… Quizá algún grupo más, pero desde luego, por encima de todos nosotros, los niños y adolescentes. Ahora van esos dirigentes de la ridiculez extrema y les dicen que van a joderles más el futuro reduciendo el gasto que la sociedad va a hacer con ellos. Puedo ver a alguno de ellos, yendo a una clase de primaria a explicar a su futuro electorado, con pomposas palabras y cámara de algún medio afín, el motivo por el que, de manera responsable y en pro del beneficio colectivo, han de apañárselas con menos medios (los ya existentes en muchos casos eran vergonzosos) y apretarse el cinturón de su desarrollo educativo. El país se lo agradecerá, seguro, con empleos mal remunerados en el mejor de los casos, en sectores de escaso contenido tecnológico (más empleados eficientes del ladrillo para sus amigos constructores), siempre y cuando no tengan la inmensa fortuna de poder hacer colas interminables en las filas del paro donde conseguirán amigos de todas las edades con los que poder departir sobre las cuestiones importantes de la vida: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos?; cuestiones por otra parte que, en las encuestas que ellos manejan, demuestran que es lo que más interesa a los parados.
Me parto por la mitad (porque no me queda otra) cuando alcaldes y presidentes autonómicos se tiran el moco siguiendo la corriente imperante, contradiciendo y dejando en evidencia a su yo pasado que gastaba despilfarrando el dinero que no era suyo. Hacen no-se-qué movida extraña y desacreditan su pasada gestión, y aquí no ha pasado nada para sus votantes, que les jalean en campañas electorales que no dejan de ser un montaje, como una película para retrasados mentales (o gente que piensa poco, por no faltar al respeto a los auténticos retrasados mentales). Ahora, porque es lo que corresponde, cogen la educación pública (los que pueden pagarse la privada no tienen estos problemas), ya bastante mal parada gracias a sus manejos bochornosos, y la despojan de recursos; mientras, sus votantes hacen la ola, alucinando en colores cual drogata acidulado ante los fuegos de artificio de una canción rumbosa y una sonrisa de vendedor de biblias a domicilio. Y así uno tras otro, caerán los demás servicios públicos mientras sus amiguetes se frotan las manos ante los beneficios que estos sectores desprotegidos les proporcionarán, los cuales serán redirigidos a ciertos “paraísos”, capitalidades de los piratas de la modernidad con su patente de corso incluida, consiguiendo que el fraude fiscal de nuestro país nos haga más Norte de África que Sur de Europa.


Alberto Martínez Urueña 7-7-2011