viernes, 8 de abril de 2022

No os agobiéis

  Yo os recomiendo que no os agobiéis demasiado. Los problemas que tenemos sobre la mesa son importantes, es indudable, pero uno de los principales detonantes de nuestras angustias es la incertidumbre. Lo que nos preocupa lo hace, en parte, porque no conocemos por dónde irán los derroteros que nos lleven, indefectiblemente, al siguiente problema. Porque siempre, cuando resolvemos uno, aparece otro. Es inevitable. ¿Es inevitable?

No os agobiéis, no es necesario. La inmensa mayoría de las cosas que parece que nos suceden, en realidad, no nos suceden a nosotros, sólo suceden y nosotros nos vemos en medio. Somos como sombras en mitad de un escenario que no nos pertenece. Pensad en el tema recurrente en estos últimos dos años, la pandemia: ¿cuántas veces os habéis sentido desconcertados, como si en realidad no supieseis qué es lo que deberíais hacer? Ahora, nos llega la guerra, allí en Ucrania – aunque antes también había conflictos, estaban al sur, después del Mediterráneo, y ya sabéis… –, y tampoco sabemos muy bien cuáles son nuestras opciones. Quizá es que pensamos que tenemos alguna opción y es falso… Ojo, no voy a despreciar toda la ayuda humanitaria que hemos brindado, todos los esfuerzos de esa gente absolutamente maravillosa que se agarró el coche desde España y se plantó en la frontera con alimentos, medicinas, y dispuesta a traerse a quien lo necesitara. Son muchos los que se han beneficiado de esa ayuda. Pero ya, lo de parar la guerra y que esa gente vuelva a su país no es cosa nuestra. Porque no nos engañemos, esas personas quieren volver a su pueblo. Y os voy a contar un secreto: a los inmigrantes que tienen la piel negra y que vemos en las playas, durante el verano, les pasa lo mismo.

No os agobiéis porque no tiene sentido. La solución a este problema, así como a otros muchos, es muy sencilla, pero no la vamos a adoptar. Es mejor, como dice el refranero, malo conocido que bueno por conocer. Y además, los estudios sobre neurociencia indican que el cerebro humano, de hecho, funciona así, resistiéndose a los cambios, por muchas bondades que pudiéramos obtener. ¿Por qué digo esto? Porque es evidente. Pensemos por un momento, en algo muy sencillo, y que,. además, se incardina con los problemas que nos acucian en estos momentos. Imagino que todos nos acordaremos de cómo eran antes las bombillas que usábamos en nuestras casas. Las bombillas de los árboles de navidad, las bombillas de las iluminaciones callejeras… Efectivamente, bombillas de incandescencia. Una bombilla tipo en una habitación, podía ser de 40 vatios, o de 60, en una lámpara con tres o cuatro de ellas. Sumadas, 160 vatios por habitación. Ahora mismo, con una bombilla led de 6 o 7 vatios haces el mismo trabajo. Y ya sé por dónde van a ir los argumentos: en realidad, en casa lo que más gasta es el frigorífico, la vitro, etcétera. Por supuesto que sí, pero no deja de ser menos cierto que la innovación en iluminación – hay datos que lo demuestran – no ha servido para consumir menos luz: ha servido para poder encender más bombillas.

Las sociedades occidentales están firmemente asentadas sobre unos principios que perfectamente podríamos denominar antisocráticos. Nos hemos aprendido las frases elocuentes de nuestros sabios, pero las tenemos como exotismos que mencionar cuando nos emborrachamos y pasamos por la fase de la eterna amistad. “No es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita”, decía el griego. Ya después, nos sacamos de la manga lo de que “el dinero no da la felicidad, pero ayuda”. Sólo por contradecirle. Y lamento disentir, admitiendo siempre, por supuesto, una base que es indiscutible: hay que cubrir un consumo mínimo que viene determinado por la dignidad de la persona; por debajo de ese nivel mínimo, no hay discusiones. Pero cubiertas estas necesidades, el consumo se convierte en otra cosa: una huida hacia ninguna parte, interminable, que nunca finaliza, porque las cosas que consumimos nunca nos dan lo que prometen.

Y más allá de que esta realidad – por mucho que os empeñéis, esto es una realidad; otra cosa es que sea la realidad en la que queramos ahogarnos –, en la situación que nos encontramos, no queda más que ponernos frente al espejo. La sociedad sobre la que nos hemos montado y cabalgamos enloquecidamente no está dispuesta a reducir su consumo, cualquiera que sea éste, bajo ningún concepto. Sólo cuando no nos queda más remedio, lo hacemos, y siempre forzados por algún imperativo que se impone. Da igual que sea una guerra en la que estamos financiando al homicida, o que sea un ritmo de consumo que convierte el aire que respiran nuestros hijos en veneno. Es el cuento de la rana que se cayó en una marmita. Si hubiese caído en agua ya muy caliente, habría saltado fuera, pero tuvo la mala suerte de hacerlo cuando el agua estaba todavía fría. Ésta se fue calentando poco a poco y la rana, acostumbrada al paulatino aumento del calor, terminó cocinada en sus propios jugos.

Como nosotros. Acostumbrados al lento devenir de la debacle, somos incapaces de saltar de la cazuela. Siempre hay una explicación plausible para explicar por qué el agua está cada vez más caliente y, en lugar de aprovechar los avances tecnológicos para consumir cada vez menos energía – que es lo que deteriora el medio ambiente y lo que financia los tanques de Putin – buscamos la manera de aumentar nuestro nivel de consumo en la búsqueda de un techo de felicidad absoluta que en realidad no existe.


Alberto Martínez Urueña 8-04-2022