viernes, 31 de mayo de 2013

Más allá de las ideas

            Me planteaba escribir mi artículo desde hace días, y me está resultando muy complicado. Soy una persona enganchada a las noticias, lo reconozco, me gusta saber qué es lo que está ocurriendo en el mundo, ya sea cerca de mi puerta o en Corea. Y es que hay tantas cosas que decir… Reconozco que la globalización de la información consigue abrumarme tantas veces que no tengo capacidad para exponer en dos folios cómo me conmueven las entrañas tantas tragedias que suceden cada día. Sin embargo, no quiero convertir esta columna en un ejercicio de plañidero, y tampoco quiero que sea un lugar ponzoñoso en donde verter todo el veneno que me hacen vomitar las injusticias. Hace años, escribir era más sencillo, porque la actualidad estaba plagada de matices en cada una de las múltiples temáticas que ofrecía; en cambio, gracias a la crisis, hoy todas aquellas cuestiones quedan deslucidas por la inmediatez de la tragedia en donde vidas que antes fueron dignas se ven condenadas a la miseria y la limosna.
            En estas circunstancias tenemos tendencia a buscar responsables de nuestros males, y es algo que, en un Estado de Derecho en el que vivimos, como nos place pensar, resulta casi obligado. Así, nos vemos atrapados en un sumidero sin fondo de reproches de unos a otros, de unas facciones a otras, de unas ideologías a otras, sin darnos cuenta de lo fundamental, y es que no podemos permitir el sufrimiento que nos rodea. Dan igual los motivos, los responsables o las cifras que sustenten teorías: lo único que de verdad debería importar es frenar el río de lágrimas en que se han convertido los ojos de demasiados niños pequeños condenados a ver cómo sus padres son humillados, como son expulsados de sus casas, de la sociedad y de su futuro a una marginalidad creciente que dejará unas cicatrices imposibles de borrar. ¿Qué más da si sus padres vivieron por encima de sus posibilidades o si ese razonamiento es, además de una completa barbaridad, un discurso demagogo e incorrecto? ¿Qué más da si sus padres abandonaron los estudios por un salario fácil y jugoso en la construcción? ¿Qué más da cualquier otra idea que nos introduzcan en la cabeza? Son niños pequeños, ni siquiera preadolescentes condenados al alcoholismo de fin de semana por una sociedad que les abandona en cuanto cumplen los doce años. Son niños de los que, la inmensa mayoría de ellos, todavía no han roto un plato de manera consciente.
            Oímos hablar a los comisarios europeos, entre otros a todo un socialista como el señor Almunia, de medidas de ajuste, de recortes y de aplicaciones de procedimientos de déficit excesivo. Medidas todas ellas seguramente bien razonadas y plagadas de un humanismo pragmático para sentar las bases económicas de nuestras sociedades en un futuro no demasiado lejano. Puede ser cierto que debamos realizar los planes requeridos para que en los próximos treinta o cuarenta años podamos tener una estabilidad económica y social que sustente nuestros proyectos vitales. Puede ser cierta, incluso acertada, la buena intención de nuestros dirigentes. Yo pienso que, en el mejor de los casos, viven aislados del mundo real; en otros supuestos que me planteo, salen peor parados, y eso sin que yo sea ningún amante de las teorías conspiranóicas. No me hace falta más que acudir a teorías económicas de las que algunos de vosotros habéis oído hablar, e incluso otros domináis con destreza, para aplicar en ellas cualquier supuesto en que los intereses de nuestros dirigentes no se dirijan hacia el interés general que dicen proteger para obtener un mundo muy parecido al que hoy tenemos.
            Podemos aceptar, por tanto, la buena fe de quienes sean todos ellos. Pero, entonces, ¿qué hacemos con los niños que están siendo literalmente condenados al ostracismo? ¿Qué significado podemos encontrar a esa solicitud de confianza y tiempo dirigida a padres que ven como sus hijos no pueden comer tres veces al día si no es por la ayuda de otros conciudadanos? Cuando surtan efecto todas las medidas planeadas vivirán sometidos por muchas consecuencias que no podrán solucionarse.
            Os aseguro que hay días en que leo los textos económicos de unos y de otros y trato de orientarme un poco en este océano de noticias y de declaraciones. Trato de encontrar el sentido a este mundo ambiguo en el que partidos que se dicen neoliberales suben los impuestos e intervienen en los mercados, y en el que partidos que se dicen socialdemócratas agachan la cerviz ante los poderes fácticos sin el menor sonrojo. Intento darle forma a todo lo que ocurre, y a veces incluso tengo ideas de qué es lo que considero más o menos acertado en todo este desastre que nos rodea, tratando de huir de ideas y declaraciones demagógicas que sólo desvían la atención de lo importante.
            Sin embargo, otros días pienso en los padres que se han suicidado ante la idea el desahucio, en otros que van todos los días a Cáritas y a la Cruz Roja para poder pagar la factura del gas en invierno o para poder llevar medio kilo de garbanzos a casa, en los que se han tenido que refugiar con sus padres pensionistas, cargados con unas deudas que es fácil que les persigan toda su vida… Y sobre todo, pienso en aquellos que no entienden nada, sólo que un buen día apareció un señor en la puerta con un papel y él tuvo que agarrar el primer juguete que se encontró y salir con lo puesto, expuesto para toda su vida al miedo, a la vergüenza y a la desesperanza.


Alberto Martínez Urueña 30-05-2013

jueves, 9 de mayo de 2013

Huérfano


            Corrían mediados de los ochenta, una época en la que un ciento veintisiete con un aparato de radio de los de entonces recorría las carreteras españolas en una versión totalmente ibérica de lo que esta imagen suponía en aquellos años. En la mayoría de aquellos viajes solían sonar los de antaño: Julio, Perales, Mocedades, alguna de Juan Pardo … También en aquella época se incorporó a la pequeña maleta portacasetes uno de los discos de La guardia, como reducto del modernismo que no acababa de consolidarse. Antes de aquello, en casa, habían llegado ya discos como Descanso dominical, Música es, El hombre del traje gris y algunos otros que sonaban en la radio, en casa de primos mayores o que surgieron sin saber muy bien de dónde.
            Había en esta historia una casa, la de unos amigos de mis padres en donde había una cadena musical, y en cuyos bajos sobresalía un disco de su hijo, amigo también, con cuatro tipos sentados en el suelo mirando a la cámara desde un fondo blanco enigmático. En aquellos momentos, mediados de los ochenta también, no era consciente de lo que tenía en mis manos, pero me enamoré de la primera canción del disco y no hacía más que ponerla, no me cansaba. En casa de mis padres también había una cadena, con aquel adelanto maravilloso que fue el disco compacto. El primer disco de todos, creo recordar, fue el Concierto de Aranjuez, aunque con ese me atreví un poco más adelante. Recuerdo que ponía alguno de aquellos primeros discos y me sentaba en el sofá, maravillado de poder escuchar aquellos sonidos, aquellas personas, aquel arte que se me brindaba a través de un sencillo cableado y unas cajas de madera. Llegaron los Beatles y sus cajas roja y azul, y descubrimos que también había otros dos que eran blanco y negro y que recogían las caras B de muchos de sus sencillos. Quizá entonces en que mis derroteros musicales se encaminaron más hacia la música extranjera.
            Fue a mediados de los años noventa cuando esta historia que os cuento comenzó a cobrar una intensidad y un sentido nuevos, incrementados de una manera exponencial, mágica. Ocurrió en unas navidades: llegaron a mi poder dos recopilatorios que fueron básicos desde entonces, fundamentales. En primer lugar, llegó a mis manos un recopilatorio de un grupo que después reconocí como aquellos cuatro sujetos sentados en el suelo: un doble disco que venía en una cajita de cartón dorado con el símbolo del grupo en la carátula; en segundo lugar, por mediación de aquel amigo, el recopilatorio de otro tipo con vaqueros y chupa de cuero, dado la vuelta y con una guitarra colgando del hombro. A éstos hay que añadir que, cierta noche de verano, rondando aquellos años, tuve la ocasión de escuchar el tema “Telegraph Road”.
            De aquellos discos puedo aseguraros que sólo conocía la canción que escuché de pequeño, “Radio Ga Ga”, y otra que se había puesto de moda gracias a la película Philadelphia. Para todos aquellos que améis la música como puedo hacerlo yo entenderéis que esos años trastocaron algo por dentro de éste que os escribe. Antes de dos años había adquirido todos los discos que hubiera de aquellos genios, y mi vocabulario se engrosó con nombres como Pulse, Rock transgresivo, Waking up the Neighbours y un sinfín de títulos, órdenes de canciones, duraciones y curiosidades.
            Lo vivido en aquellos días descubriendo aquel mundo, empapándome de aquellas letras, respirando aquellas sensaciones, alimentándome de aquellas emociones es algo que no puedo expresar con palabras, pero me gustaría. Porque sería la única manera de hacer entender lo que vino después, del horror que supuso y de los crímenes que cometimos. No quiero entrar en disertaciones sobre la naturaleza del ser humano y sus miserias, ni juzgar y condenar actitudes y sucesos, ya que por un lado, fuimos todos un poco cómplices, pero creo que sobre todo fuimos víctimas. Ni tan siquiera pretendo aseverar que fuera bueno o malo, pero fue, y desde entonces yo me siento algo huérfano y algo traicionado. Llegaron las nuevas tecnologías de la información, las redes de banda ancha y la proliferación de medios de comunicación que transformaron aquellas fábricas de emoción en unos y ceros susceptibles de ser transmitidos a un coste casi nulo, y el valor de todo aquello se trastocó, no sé cómo, de forma trágica.
            No sé si llamarlo pirateo, o simplemente derecho universal de acceso a la información: ése es un tema que trataremos en otra ocasión, y la verdad es que, comparado con lo otro, me importa un ardite. No hablo del precio que deban costar, sino del valor que tiene la concepción, elaboración y transmisión de un trozo de espíritu asido a unas notas musicales. Sólo sé que cuando me costó conseguir aquellos discos, mereció la pena intentarlo y amamantar mi alma con ellos; hoy en día, sin embargo, tengo discografías completas que ni tan siquiera he vuelto a mirar desde que las grabé en un disco compacto. No es nostalgia de un tiempo pasado, os lo aseguro, ni tampoco defenestrar a la tecnología y las grandes utilidades que nos ha conseguido; sin embargo, no puedo evitar reconocer en lo más profundo de mi ser que echo de menos algo de aquel entonces, y ahora, consciente de la pérdida, lo busco, anónimo como un viejo pescador en una playa desierta, en las cada vez más exiguas tiendas de música.

Alberto Martínez Urueña 09-05-2013