miércoles, 11 de octubre de 2017

El principio de realidad


            Las variables ideológicas de la cuestión catalana han sido analizadas por activa y por pasiva en esta columna, y en todas las columnas de todos los diarios. Está claro que el referéndum no estaba amparado por la ley, y además, una vez celebrado, no ofrece las garantías necesarias para poder fiarse de los resultados. Afirmar otra cosa es negar la realidad, como hacen la CUP, que asume que su capricho ha de prevalecer, obviando cualquier razonamiento que pueda cuestionarlo, por lógico que sea.

            Otra cuestión es eso del diálogo. Dialogar siempre, por supuesto, pero dialogar, ¿para qué? Porque todos tenemos la sensación de que cuando los independentistas hablan de dialogar, lo que quieren decir es “vamos a ver de qué manera aceptáis que nos vamos”. Es decir, no abren el diálogo admitiendo que podrían quedarse, si no para elaborar un mecanismo que les permita, sí o sí, vulnerar el orden constitucional. No quieren dialogar sobre el fondo del asunto, lo que quieren es dialogar sobre la mejor forma de salirse con la suya. Una extorsión más, muy torticera por cierto, porque lanzan la pelota al tejado de los constitucionalistas argumentando que ellos son los dialogantes y los otros son los intransigentes. Hablan de dialogar, pero no lo hacen de manera clara, porque si lo hicieran, tendrían que afirmar que ellos sólo van a admitir un diálogo sobre la premisa de que se van a ir se hable de lo que se hable. Una extorsión más de todas las que han sido, después de años de pasarse por el forro el principio de lealtad institucional entre las diferentes comunidades autónomas y el principio de solidaridad. La declaración de la independencia en diferido no es más que otro chantaje, porque en realidad el diálogo que ofrecen parte de la base de que ellos ganan y los otros pierden. Sólo se negociaría la manera en la que esto pasase.

            Queda clara mi postura con respecto al independentismo, o al menos eso creo: estamos ante una situación de alguien que está negando la realidad para satisfacer un deseo que puede ser legítimo, pero que no te va a reconocer nadie. Y al final, eso es un brindis al sol: te quedarías sin UE, sin empresas, sin posibilidades de financiación en los mercados internacionales, con la sociedad catalana dividida en dos mitades, y con otra cuestión muy particular: imaginaos, una vez declarada la independencia, lo bien que se iban a llevar partidos tan similares desde un punto de vista ideológico como el PDeCat y la CUP. Una jaula de grillos para solventar todos los problemas que se les vendrían encima. Quien no quiera ver todo esto, está negando la realidad, pero además, el Estado tiene la obligación de proteger a quienes la afirman y se quedarían en la estacada.

            Estamos ante una negación sistemática de la realidad, pero ojo: no son los únicos que la niegan. Negar que el independentismo ha crecido exponencialmente en los últimos años es negar la realidad más evidente, y quien no quiera verlo, está aumentando el problema. La actitud macarra del Partido Popular ha conseguido dos logros fundamentales. En primer lugar, y esto no es cosa de risa, permitir que la extrema derecha se sienta orgullosa del partido al que vota, alimentando al demonio del fascismo, siempre dispuesto y siempre ávido de violencia. Negando la realidad de que la historia no hace más que demostrarnos que la violencia sólo esconde los problemas debajo de la alfombra, todavía hay indigentes mentales que creen que las cosas se solucionan a hostias. Por suerte, aunque haya quien niegue la realidad, hay otras formas de sentirse orgulloso de ser español aparte de alimentar los deseos de venganza y sangre contra aquellos que vulneran una idea de España que no tiene por qué ser la única.

            En segundo lugar, e igual de importante que la anterior, esa actitud de camorrista que exhiben los dirigentes del partido popular es una fábrica de independentistas. No podemos olvidar que la política tiene por objetivo identificar los problemas y ofrecer soluciones lo más pragmáticas posibles: encabronar a los catalanes no creo que sea la mejor opción, porque no soluciona nada y además, y, esto es importante, hace que cada vez haya más gente que quiera irse –y más que quiere obligarles a quedarse– de un país donde la derecha que prefiere aplastar cualquier opción que no sea la suya. Una opción extrema y excluyente que sólo admite un gobierno fuerte en Madrid al que se pliegue el resto de los territorios. Una visión que encierra un miedo: cree que en cualquier otra opción se le van a subir a las barbas. Esto no me lo invento, es la visión del cacique que recorre toda la literatura española desde hace siglos: someter antes de ser sometido.

            Por lo tanto, no podemos permitir el chantaje y la extorsión bajo ningún concepto, pero a la hora de solucionar el complicado problema que tenemos entre manos, el planteamiento de Mariano Rajoy ha sido el más irresponsable de los posibles –en realidad no es irresponsable, lo ha hecho para sacar votos del espectro central de votantes–, realizando todas las actuaciones necesarias para sacar lo peor que guarda España en sus entrañas, como es el fascismo latente en ciertos grupos sociales, así como una actitud prepotente que ha dejado abandonadas por completas a personas que no quieren irse de España, pero a las que esa visión unívoca del Estado no les parece que sea la que mejor refleja la auténtica realidad que nos rodea. Y negar la realidad es el principal error que puede cometer un político. Hoy en día, en España, tenemos un problema y ninguno de los líderes que lo están llevando están preparados para resolverlo. Ni siquiera son capaces de verlo tal cual es. Como mucho, lo que harán será barrer debajo de la alfombra y que lo que venga dentro de unos años, se lo coman los que vengan. Y mientras tanto, nosotros los ciudadanos, como siempre: puteados.

 

Alberto Martínez Urueña 11-10-2017

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