Las variables
ideológicas de la cuestión catalana han sido analizadas por activa y por pasiva
en esta columna, y en todas las columnas de todos los diarios. Está claro que
el referéndum no estaba amparado por la ley, y además, una vez celebrado, no
ofrece las garantías necesarias para poder fiarse de los resultados. Afirmar
otra cosa es negar la realidad, como hacen la CUP, que asume que su capricho ha
de prevalecer, obviando cualquier razonamiento que pueda cuestionarlo, por
lógico que sea.
Otra cuestión
es eso del diálogo. Dialogar siempre, por supuesto, pero dialogar, ¿para qué?
Porque todos tenemos la sensación de que cuando los independentistas hablan de
dialogar, lo que quieren decir es “vamos a ver de qué manera aceptáis que nos
vamos”. Es decir, no abren el diálogo admitiendo que podrían quedarse, si no
para elaborar un mecanismo que les permita, sí o sí, vulnerar el orden
constitucional. No quieren dialogar sobre el fondo del asunto, lo que quieren
es dialogar sobre la mejor forma de salirse con la suya. Una extorsión más, muy
torticera por cierto, porque lanzan la pelota al tejado de los
constitucionalistas argumentando que ellos son los dialogantes y los otros son
los intransigentes. Hablan de dialogar, pero no lo hacen de manera clara,
porque si lo hicieran, tendrían que afirmar que ellos sólo van a admitir un
diálogo sobre la premisa de que se van a ir se hable de lo que se hable. Una
extorsión más de todas las que han sido, después de años de pasarse por el forro
el principio de lealtad institucional entre las diferentes comunidades
autónomas y el principio de solidaridad. La declaración de la independencia en
diferido no es más que otro chantaje, porque en realidad el diálogo que ofrecen
parte de la base de que ellos ganan y los otros pierden. Sólo se negociaría la
manera en la que esto pasase.
Queda clara
mi postura con respecto al independentismo, o al menos eso creo: estamos ante
una situación de alguien que está negando la realidad para satisfacer un deseo
que puede ser legítimo, pero que no te va a reconocer nadie. Y al final, eso es
un brindis al sol: te quedarías sin UE, sin empresas, sin posibilidades de
financiación en los mercados internacionales, con la sociedad catalana dividida
en dos mitades, y con otra cuestión muy particular: imaginaos, una vez
declarada la independencia, lo bien que se iban a llevar partidos tan similares
desde un punto de vista ideológico como el PDeCat y la CUP. Una jaula de
grillos para solventar todos los problemas que se les vendrían encima. Quien no
quiera ver todo esto, está negando la realidad, pero además, el Estado tiene la
obligación de proteger a quienes la afirman y se quedarían en la estacada.
Estamos ante
una negación sistemática de la realidad, pero ojo: no son los únicos que la
niegan. Negar que el independentismo ha crecido exponencialmente en los últimos
años es negar la realidad más evidente, y quien no quiera verlo, está
aumentando el problema. La actitud macarra del Partido Popular ha conseguido dos
logros fundamentales. En primer lugar, y esto no es cosa de risa, permitir que
la extrema derecha se sienta orgullosa del partido al que vota, alimentando al
demonio del fascismo, siempre dispuesto y siempre ávido de violencia. Negando
la realidad de que la historia no hace más que demostrarnos que la violencia
sólo esconde los problemas debajo de la alfombra, todavía hay indigentes mentales
que creen que las cosas se solucionan a hostias. Por suerte, aunque haya quien
niegue la realidad, hay otras formas de sentirse orgulloso de ser español
aparte de alimentar los deseos de venganza y sangre contra aquellos que
vulneran una idea de España que no tiene por qué ser la única.
En segundo
lugar, e igual de importante que la anterior, esa actitud de camorrista que
exhiben los dirigentes del partido popular es una fábrica de independentistas.
No podemos olvidar que la política tiene por objetivo identificar los problemas
y ofrecer soluciones lo más pragmáticas posibles: encabronar a los catalanes no
creo que sea la mejor opción, porque no soluciona nada y además, y, esto es
importante, hace que cada vez haya más gente que quiera irse –y más que quiere
obligarles a quedarse– de un país donde la derecha que prefiere aplastar
cualquier opción que no sea la suya. Una opción extrema y excluyente que sólo
admite un gobierno fuerte en Madrid al que se pliegue el resto de los
territorios. Una visión que encierra un miedo: cree que en cualquier otra
opción se le van a subir a las barbas. Esto no me lo invento, es la visión del
cacique que recorre toda la literatura española desde hace siglos: someter
antes de ser sometido.
Por lo tanto,
no podemos permitir el chantaje y la extorsión bajo ningún concepto, pero a la
hora de solucionar el complicado problema que tenemos entre manos, el
planteamiento de Mariano Rajoy ha sido el más irresponsable de los posibles –en
realidad no es irresponsable, lo ha hecho para sacar votos del espectro central
de votantes–, realizando todas las actuaciones necesarias para sacar lo peor
que guarda España en sus entrañas, como es el fascismo latente en ciertos
grupos sociales, así como una actitud prepotente que ha dejado abandonadas por
completas a personas que no quieren irse de España, pero a las que esa visión unívoca
del Estado no les parece que sea la que mejor refleja la auténtica realidad que
nos rodea. Y negar la realidad es el principal error que puede cometer un
político. Hoy en día, en España, tenemos un problema y ninguno de los líderes
que lo están llevando están preparados para resolverlo. Ni siquiera son capaces
de verlo tal cual es. Como mucho, lo que harán será barrer debajo de la
alfombra y que lo que venga dentro de unos años, se lo coman los que vengan. Y
mientras tanto, nosotros los ciudadanos, como siempre: puteados.
Alberto Martínez Urueña
11-10-2017
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