martes, 18 de abril de 2017

Esa libertad de expresión. Parte I

            El tema de la libertad de expresión es algo peliagudo. El caso de la tuitera Cassandra, el autobús con los penes y las vulvas, la Ley Mordaza, los casos de tuiteros a los que no se les imputa y un largo etcétera en el que seguro me dejo cosas conforman un totum revolutum de información, opiniones diversas, casos que se parecen pero que pueden no ser lo mismo, artículos mediáticos sesgados e intereses partidistas imposible de seguir con una mínima coherencia. Y es que hasta con el tema de la libertad de expresión hay opiniones encontradas, en realidad no sabemos definirlo. ¿Qué es la libertad de expresión? ¿La capacidad que tiene el ser humano para decir lo que le salga de las meninges sin que nadie le pueda poner coto? ¿Sin límites?

            La libertad de expresión no es otro ejemplo más en que los extremos están claros y las fronteras son difusas: hay quien opina que se extiende hasta las mayores barbaridades que pueda vomitar una persona. Gentuza como Hitler, Stalin, Franco, Onésimo Redondo, Mao, Mussolini, Ceausescu, Pol Pot y otro largo etcétera de psicópatas asesinos cometieron las mayores barbaridades del siglo veinte, tiempo en el que ya se sabía más o menos con una cierta seguridad qué era eso de los Derechos Humanos. No voy a meter aquí a peña como Julio César, Atila, Vlad Tepes o cualquier otro sujeto al que le gustara ensañarse con sus enemigos porque eran tiempos suficientemente pretéritos como para que sea imposible –e irresponsable– juzgarlos con criterios de nuestro tiempo. Todos aquellos, los primeros, además de competir por ver quién era más cabrón, sostenían unos discursos, unas opiniones, que hoy en día serían algo más complicados de defender. Por mucho que los representantes de la extrema derecha europea hayan sacado los pies del tiesto, no les llegan ni a la suela del zapato. ¿La libertad de expresión ha de sustentar y se debe aplicar en su máxima expresión a personajes tan siniestros como los anteriores? Podría deciros que no lo tengo claro, pero sería un cachondeo: siempre he dejado claro que no todas las ideas son respetables y sigo pensando lo mismo, y es que cualquier idea, por muy buena pinta que tenga, si pretende estar por encima del respeto a la vida humana no merece mi respeto. Sea cual sea esa idea, noción o construcción dialéctica, y sea cual sea la estructura que pretenda soportar. Entre otras cosas porque además del que está hablando, hay mucha gente dispuesta a escuchar gilipolleces, y otros muchos, quizá no tantos, dispuestos a llevarlas a cabo en lugar de pedirse una consulta con algún psicólogo que le certifique que el problema no está en los otros, sino en esa especie de paté disforme que tiene encerrado en el cráneo. Esa peña sólo necesita la excusa, así que yo, personalmente, prefiero no dársela, no vayamos a tener a todo un pueblo, como sucedió en Alemania en los años treinta, dispuesto a satisfacer las necesidades de su bien amado líder, caudillo, generalísimo, o como su complejo de inferioridad le obligue a nombrarse.

            Por eso, la señorita Cassandra merece mi absoluto respeto, pero hacer coñas en las que habla sobre como disfrutaría o la gracia que le haría o la escasa relevancia que tendría la muerte de cualquier sujeto, como por ejemplo Mariano, que no es alma de mi devoción, no me hace ninguna gracia. Rehúyo de todo tipo de violencia, sea cual sea: la física, la verbal o la que se pueda llevar a cabo de cualquier otra manera. Todo lo contrario me parece crear un estado de cosas, entre ellas, un estado de cosas mentales, que perjudica a todos los ciudadanos sin excepción. Y no quiero contribuir a ello.

            Ahora bien, ésta es mi opinión, y no tiene por qué ser la vuestra. De hecho, espero que no lo sea: me gusta la diversidad, me encanta la divergencia y la heterogeneidad. Me gusta que cada uno rija su vida según sus propios criterios, siempre que dentro de esos criterios y esas directrices no estén incluidos disparos, navajazos o bombas, pero tampoco el imponer criterios, el adoctrinar y el utilizar cualquier tipo de coacción para llevarlo a cabo. Soy partidario de que toda la información posible esté al alcance de la mano, y que la ausencia de la misma no pueda ser utilizada como argumento para hacer daño a las personas que nos rodean. No admito hacer daño a nadie si puedes evitarlo, y la mayor parte de las veces, la imposibilidad solo es un trauma o una represión o un problema mental del causante. La sensibilidad exacerbada de quien se siente agredido y por ello agrede puede estar causada por sí mismo.

            Otra cuestión diferente es el tema de la legislación, la necesidad de que las leyes digan hasta donde sí y hasta donde no. Ésta es una cuestión que no tengo nada clara, entre otras cosas porque en la era de las redes sociales, la desinformación que producen y lo borrega que es la gente el daño que se le puede infligir a un inocente es tremendo. Pienso en cuestiones más allá de los políticos, ojo, que están expuestos porque ellos quieren. Hablo, por ejemplo, del abuso escolar –me niego a poner el palabro sajón–, pero también de cualquier otro en el que la víctima no esté en condiciones de defenderse. Sin embargo, la legislación sólo es una de las opciones que tenemos. Las leyes no construyen, sólo marcan límites, y una sociedad que quiera tener ciudadanos y no autómatas no puede resignarse a llevar bozales controlados por manos ajenas.

 

Alberto Martínez Urueña 6-04-2017