Recuerdo
perfectamente cuando decidí dejarme el pelo largo por primera vez. Tenía
dieciséis años, corría el año noventa y seis, y los chicos con el pelo largo
todavía eran vistos como homosexuales, drogadictos, camorristas y cualquier
otro tipo de apelativo poco cariñoso. Luego tendríamos a Pio Cabanillas con su
media melena, e incluso Ansar llegó a tener greñas cayéndole por el pescuezo. También
tendríamos modas en las que las niñas bien llevaban tachas metálicas en las
cazadoras de cuero, e incluso cremalleras, como las chupas de los macarras de los
años ochenta. Recuerdo que no a todo el mundo les hizo gracia la idea, y que
hubo personas a mi alrededor que me miraron con esa mezcla de desprecio y
lástima que da lugar a la palabra prepotencia. Hubo quien incluso llegó a
mencionar a Franco y a sus leyes contra vagos y maleantes que, haciendo uso de
la arbitrariedad a la que su propia definición recurría, dejaba en manos de
otros la interpretación de lo que podía ser eso, abriendo la puerta a que algún
policía un poco subido de tono considerara apropiado enseñarle como era la vida
por las bravas. Hoy en día a nadie le extraña demasiado ver a un chico con el
pelo largo. Hay quien todavía mira con cara de asco, pero ya sabemos que eso es
debido a sus propios complejos y problemas mentales subyacentes, y no tenemos
que justificarnos demasiado si tomamos una decisión semejante. Os lo digo por
propia experiencia. No admiten un razonamiento simple: porque quiero. Y mucho
menos si la corriente mayoritaria opina que te queda mejor corto. No se puede,
hace falta un razonamiento, o al menos, necesitan que les des un razonamiento
para que puedan desmontarlo y hacerte ver el error que comentes. Claro, si les
dices que lo haces porque quieres, la peña tuerce el gesto. No tienen
posibilidad de meterle mano a tu decisión, salvo que usen la verdad de las
buenas costumbres, de la tradición o de lo que es “como dios manda”. Si no
entran por ese lado, no les queda más remedio que decir que para gustos, los
colores, y entonces es como si te dieran permiso. Te quedas con ganas de
sonreírles y decir que no estabas buscando su aprobación, pero en mi caso,
siempre he optado por callarme.
Hablando de
estos temas, recuerdo las historias que me contaba mi tío Ramón sobre su
maligna inclinación a utilizar su mano siniestra. La zurda, para más
referencias, que de algún sitio le viene el nombre. En la época de nuestro bien
amado paquito no se dudaba sobre esas cosas, había un protocolo claro de uso de
la regla de madera, o incluso de llegar a atar esa mano a la silla para impedir
su uso. Los zurdos eran hijos del demonio, era incuestionable, y había que
aplicar las medidas correctivas necesarias para encauzar al chaval. Por suerte,
eso ya no pasa en la España de hoy en día, a pesar de que todavía hay quien
echa de menos aquellos bofetones que repartían los curas cuando te salías del
recto camino. Rectísimo.
¿Y qué me
decís las mujeres? Hasta la muerte del gran caudillo, la legislación patria
subordinaba vuestra dignidad como persona a la indisolubilidad sagrada del
matrimonio. Es decir, para cualquier actuación necesitabais el permiso de
vuestro padre hasta que os casabais, y después, el de vuestro marido. Y éste
podía denegároslo por el simple hecho de que no le saliese de los cojones –a lo
macho ibérico– permitiros tener un trabajo, una nómina o una cuenta abierta en
el banco. No estaba bien visto que trabajarais, y si os lo permitían porque os
poníais burras, era a costa de que no descuidarais las labores del hogar. De
hecho, si te paras a pensar, esta circunstancia todavía pervive en ciertas
casas. ¿Y la manera de hacer cumplir estas leyes? Bueno, pues podéis
imaginároslo. Muchas de vosotras me habéis contando las hostias que habéis
recibido en casa. Incluso algunas recordabais con una sonrisa triste la dureza
de la hebilla del pantalón de algún bastardo demasiado comprometido con la
causa.
Ni que decir
tiene, por encima de todo esto, los matrimonios de conveniencia, las parejas
rotas por diferencias sociales, las palizas porque no se veía con buenos ojos
que la chica saliera con ese desarrapado con pinta de gitano… En aras de los
convencionalismos sociales –que no dejan de ser leyes no escritas– algunas han
recibido estopa como alfombras. Algunas han visto sus sueños rotos. Algunas
tuvieron que aceptar que querían a una persona, pero se la arrebataban por la
fuerza.
Podemos
seguir hasta el infinito y más allá con ejemplos en los que la imposición por
la fuerza y con violencia –medida y justificada de acuerdo a los parámetros
sociales de la época– destruyó a las personas que sufrieron la represión en
estos casos. Pero además, podemos seguir hasta el infinito y más allá con casos
que en su día fueron legales, pero que además estaban bien vistos, a los que la
historia ya ha puesto en su sitio y en los que los verdugos encargados de
aplicar las medidas han sido, cuando menos, sancionados desde un punto de vista
moral. En nuestra mano está aprender las lecciones que nos va ofreciendo la
Historia, o por el contrario, seguir cometiendo una y otra vez los errores que
nos llevan una y otra vez a la violencia que el paso de los tiempos
deslegitima.
Alberto Martínez Urueña
4-10-2017
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