miércoles, 4 de octubre de 2017

Una pequeña pausa


            Recuerdo perfectamente cuando decidí dejarme el pelo largo por primera vez. Tenía dieciséis años, corría el año noventa y seis, y los chicos con el pelo largo todavía eran vistos como homosexuales, drogadictos, camorristas y cualquier otro tipo de apelativo poco cariñoso. Luego tendríamos a Pio Cabanillas con su media melena, e incluso Ansar llegó a tener greñas cayéndole por el pescuezo. También tendríamos modas en las que las niñas bien llevaban tachas metálicas en las cazadoras de cuero, e incluso cremalleras, como las chupas de los macarras de los años ochenta. Recuerdo que no a todo el mundo les hizo gracia la idea, y que hubo personas a mi alrededor que me miraron con esa mezcla de desprecio y lástima que da lugar a la palabra prepotencia. Hubo quien incluso llegó a mencionar a Franco y a sus leyes contra vagos y maleantes que, haciendo uso de la arbitrariedad a la que su propia definición recurría, dejaba en manos de otros la interpretación de lo que podía ser eso, abriendo la puerta a que algún policía un poco subido de tono considerara apropiado enseñarle como era la vida por las bravas. Hoy en día a nadie le extraña demasiado ver a un chico con el pelo largo. Hay quien todavía mira con cara de asco, pero ya sabemos que eso es debido a sus propios complejos y problemas mentales subyacentes, y no tenemos que justificarnos demasiado si tomamos una decisión semejante. Os lo digo por propia experiencia. No admiten un razonamiento simple: porque quiero. Y mucho menos si la corriente mayoritaria opina que te queda mejor corto. No se puede, hace falta un razonamiento, o al menos, necesitan que les des un razonamiento para que puedan desmontarlo y hacerte ver el error que comentes. Claro, si les dices que lo haces porque quieres, la peña tuerce el gesto. No tienen posibilidad de meterle mano a tu decisión, salvo que usen la verdad de las buenas costumbres, de la tradición o de lo que es “como dios manda”. Si no entran por ese lado, no les queda más remedio que decir que para gustos, los colores, y entonces es como si te dieran permiso. Te quedas con ganas de sonreírles y decir que no estabas buscando su aprobación, pero en mi caso, siempre he optado por callarme.

            Hablando de estos temas, recuerdo las historias que me contaba mi tío Ramón sobre su maligna inclinación a utilizar su mano siniestra. La zurda, para más referencias, que de algún sitio le viene el nombre. En la época de nuestro bien amado paquito no se dudaba sobre esas cosas, había un protocolo claro de uso de la regla de madera, o incluso de llegar a atar esa mano a la silla para impedir su uso. Los zurdos eran hijos del demonio, era incuestionable, y había que aplicar las medidas correctivas necesarias para encauzar al chaval. Por suerte, eso ya no pasa en la España de hoy en día, a pesar de que todavía hay quien echa de menos aquellos bofetones que repartían los curas cuando te salías del recto camino. Rectísimo.

            ¿Y qué me decís las mujeres? Hasta la muerte del gran caudillo, la legislación patria subordinaba vuestra dignidad como persona a la indisolubilidad sagrada del matrimonio. Es decir, para cualquier actuación necesitabais el permiso de vuestro padre hasta que os casabais, y después, el de vuestro marido. Y éste podía denegároslo por el simple hecho de que no le saliese de los cojones –a lo macho ibérico– permitiros tener un trabajo, una nómina o una cuenta abierta en el banco. No estaba bien visto que trabajarais, y si os lo permitían porque os poníais burras, era a costa de que no descuidarais las labores del hogar. De hecho, si te paras a pensar, esta circunstancia todavía pervive en ciertas casas. ¿Y la manera de hacer cumplir estas leyes? Bueno, pues podéis imaginároslo. Muchas de vosotras me habéis contando las hostias que habéis recibido en casa. Incluso algunas recordabais con una sonrisa triste la dureza de la hebilla del pantalón de algún bastardo demasiado comprometido con la causa.

            Ni que decir tiene, por encima de todo esto, los matrimonios de conveniencia, las parejas rotas por diferencias sociales, las palizas porque no se veía con buenos ojos que la chica saliera con ese desarrapado con pinta de gitano… En aras de los convencionalismos sociales –que no dejan de ser leyes no escritas– algunas han recibido estopa como alfombras. Algunas han visto sus sueños rotos. Algunas tuvieron que aceptar que querían a una persona, pero se la arrebataban por la fuerza.

            Podemos seguir hasta el infinito y más allá con ejemplos en los que la imposición por la fuerza y con violencia –medida y justificada de acuerdo a los parámetros sociales de la época– destruyó a las personas que sufrieron la represión en estos casos. Pero además, podemos seguir hasta el infinito y más allá con casos que en su día fueron legales, pero que además estaban bien vistos, a los que la historia ya ha puesto en su sitio y en los que los verdugos encargados de aplicar las medidas han sido, cuando menos, sancionados desde un punto de vista moral. En nuestra mano está aprender las lecciones que nos va ofreciendo la Historia, o por el contrario, seguir cometiendo una y otra vez los errores que nos llevan una y otra vez a la violencia que el paso de los tiempos deslegitima.

 

Alberto Martínez Urueña 4-10-2017

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