jueves, 29 de septiembre de 2016

Esa España que tenemos


            Hace unas semanas, o unos meses, uno de mis vecinos me dio la fórmula resumida, la piedra filosofal, la respuesta a nuestras preguntas. Resumió en una sola frase la idiosincrasia española con toda su crudeza. El sujeto me dijo “a mí el cambio climático me viene de perlas, porque así hace bueno y puedo sacar al niño a la calle más tiempo”. Recuerdo que yo le miraba esperando esa sonrisa que me indicase que aquello era una coña, que no podía ser tan imbécil, pero el chico estaba igual de convencido de su comentario como yo de su necedad. Ojo, y esto, hilado con lo de la crítica y las opiniones de las que hablaba en el texto anterior.
            Y el tiempo me ha traído este recuerdo. El español sabe perfectamente, conoce, tiene su propia lógica. No es que el español no tenga criterio, ni que tenga lógica; no es que no sepa lo que le conviene, ni nada parecido. El español ni siquiera es tanto derechas o de izquierdas como nos quieren hacer pensar algunos comentaristas del tiempo, tertulianos para todo, mamandurías del morbo. Es todo mucho más sencillo que lo de hablar de la incultura del destripaterrones que tiene miedo a que los socialistas le quiten el terruño donde se muere de hambre. El español merece todo el respeto del mundo, porque siempre ha elegido con absoluto criterio. De hecho, si eliminásemos las ideologías, tanto los burreras de izquierdas como los cerriles de derechas votarían al mismo partido, no habría bipartidismo, habría una absoluta dictadura monolítica.

            Hay una teoría económica, o más bien una corriente de estudios, que en lugar de hablar de consumos alternativos en un mismo momento –consumo peras o manzanas, o una mezcla de ambas, según nuestros gustos– estudia la elección de consumo entre bienes presentes y bienes futuros. Al margen de que hoy en día los sueldos de miseria no dan para para ahorrar dinero y reservarlo para los tiempos venideros, obviando esta cuestión fundamental, esta perspectiva de estudio es muy interesante, porque de alguna manera nos está describiendo aquella diatriba entre dos refranes: “más vale pájaro en mano que ciento volando” y “pan para hoy y hambre para mañana” –el refranero por sí sólo admite estas contradicciones –. Y la frase de mi vecino, que es la frase del español medio, se decanta siempre por la primera. Uniéndola además íntimamente con lo de “virgencita, virgencita, que me quede como estoy…”. El español es cortoplacista y sufre de cagarrinas de miedo.

            Esto, de alguna manera, es lógico. A lo largo de los siglos, la miserable condición de los liderazgos españoles ha provocado que las personas más emprendedoras hayan ido saliendo, con más o menos gloria, de lo que hoy es este país tan curioso para el estudio sociológico. Nos hemos quedado los menos emprendedores –os lo dice un funcionario–, los más conservadores, los menos dinámicos, los que prefieren mantener el statu quo establecido porque a ellos les funciona. Da igual que no funcione para los millones que se han ido. Nos quedaremos con nuestras lustrosas pero vacías calles, con nuestras industrias cada vez más pequeñas y menos innovadoras, nuestro turismo y nuestra agricultura, y con nuestro sector de la construcción, nido de corruptores y causa – no única – de nuestros actuales males económicos. Se fueron los mozárabes y judíos, expertos en contabilidad, emprendedores y generadores de economía, y nos quedamos con un clero que sangraba al pueblo a base de diezmos, impuestos y gabelas. Nos gastamos los beneficios de las Américas en guerras que pretendían engrandecer las Españas, y al final perdimos todo: dinero, tierras y, lo más importante, millones de soldados muertos, o mutilados a los que mantener o que malvivieron el resto de sus días. Eso sí, nos quedamos con los causantes, primero con los Austrias y su estupidez endogámica, y después con los Borbones y su oportunismo manifiesto. Hoy en día, nos hemos quedado con los currantes de la construcción y con los funcionarios, con la industria intensiva en mano de obra y con los hoteles y sus camareros – con todos los respetos para todos ellos – y nos hemos cepillado nuevamente a toda una generación de ingenieros, de economistas, de investigadores, de médicos y enfermeros. Y así, suma y sigue. Nos hemos quedado los inmovilistas, los amarrateguis, los que no tenemos iniciativa ni tampoco ideas. Salvando honrosas excepciones.

            Y no es que los que nos hemos quedado seamos los malos. Para nada. Pero cuando en una balanza quitas el peso de uno de los lados, la estructura se vence de manera irremediable. Por eso digo desde hace tiempo que el problema de España no es ni siquiera de ideologías, es más profundo. Del mismo modo que el tejido productivo no está equilibrado y diversificado, con la estructura social pasa lo mismo. Todos aquellos que piensan en el futuro, que quieren ahorrar, que miran a medio y largo plazo –no hay más que ver a cierto sector empresarial, incapaz de entender que una empresa tiene una planificación fundamental a largo plazo, además de la cuenta de resultados y el bono accionarial de cada ejercicio–, que tienen los cojones de apostar por una idea, hace tiempo que emigraron. Se fueron a crear otros países, a crear en ellos otras empresas, a investigar y generar riqueza en otras ciudades, y aquí nos quedamos los que preferimos que no nos quiten nuestro oficio inmediato aunque de ello pudiéramos sacar algo más positivo. Nos quedamos los que preferimos que haga bueno hasta Noviembre para poder salir a terracear, aunque la escasez de agua en ciertas zonas de España sea trágica, y aunque el cambio climático amenace nuestras costas. Nos quedamos los que asistimos atónitos ante el espectáculo político y económico de los últimos tiempos sin que se atisbe una mínima solución. Y yo, como soy de los que me quedé, no tengo ni puta idea de cómo solucionar esto que, a pesar de todo, tanto me gusta y que se llama España.

 

Alberto Martínez Urueña 29-09-2016

 

PD: y esto, esperando a ver qué pasa con ese nido de víboras llamado PSOE y su bochornosa deriva.

martes, 27 de septiembre de 2016

Libertades y opiniones


            Supongo que cuando eres más pequeño, de la tierna infancia o de la terrible adolescencia, la opinión de los demás te importa, en mayor o menor grado. La autoestima de las personas se conforma a través de la imagen que tenemos de nosotros mismos, pero es inevitable que aquí también entre en juego la imagen que los demás tienen. El paso de los años va moviendo la balanza de un lado para otro, eso también es insoslayable, pero no por el hecho de hacerse uno más viejo se hace más sabio. Y no por el hecho de que te la sude lo que los demás opinen de ti significa que hayas aprendido alguna lección importante. Quizá lo que ha sucedido es que te has maleado, te has ofrecido en holocausto al cinismo que todo lo corroe, como el ácido. Esas frases y esos gestos que todos hemos visto en algunos casos, de suficiencia ante los comentarios y las opiniones ajenas, a veces basadas en prejuicios que únicamente responden a estructuras mentales corroídas, no responden a ningún aprendizaje, únicamente son mecanismos psicológicos para protegerse de algo que puede hacer mucho daño: los juicios que esconden esa irresistible torpeza de pretender opinar sobre todo lo que existe y sucede.


            La opinión es libre, y también es libre la capacidad de expresarla. No caigo en el error fariseo de querer escuchar únicamente aquellos discursos que se amolden a mi particular visión de la vida. Lo que planteo en este texto es la necesidad de formarte una opinión. A mí, no me ofenden los razonamientos bien pertrechados de lógica, por mucho que quizá debajo de esa lógica únicamente haya ponzoña: incluso el Mein Kampf de nuestro querido Adolfito tenía su dialéctica interna, pero la base que lo sustentaba era pura y simple carroña. No me ofenden, pero como ya he dicho en otras ocasiones, no merecen mi respeto. Respetar el holocausto judío como concepto sería algo así como decir: “yo no creo que esté bien, pero si ellos quieren hacerlo…”.


            El hombre tiene la urgente necesidad de posicionarse en todo lo que le rodea, en todo lo que le afecta. Este es un axioma que aceptamos como válido porque está impreso en los códigos sociales de esta sociedad occidental en donde todo ha de ser aquí y ahora. Si no reaccionas ya, puedes perder alguna oportunidad que no se repita. Anuncio de la tele, me gusta o no me gusta; acción de tal o cual persona, está bien o mal; ropa que lleva puesta esa hortera; playa o montaña; Barsa o Madrid; izquierdas o derechas. Vivimos rodeados de etiquetas que te exigen continuo posicionamiento y aceptación por adhesión de todo lo que conlleva.


            Esto, cuando alguien te cuenta un problema, una cuestión que le agobia o lo que le salga del miembro cerebral nos trae una cuestión añadida: en lugar de escuchar atentamente puedes estar buscando una respuesta que no te han pedido antes incluso de que el otro haya terminado de contarte. Es el caso de los críticos, de los aconsejadores, de los sabios de mediopelo capaces de solucionar una ruptura de pareja, un problema laboral e incluso el bloqueo institucional que sufre España. Es el caso de los que miran y ya saben al primer golpe de vista, los que dicen aquello de “dime con quien vas y te diré quién eres”, los de los prejuicios por la vestimenta, por los gustos, por los pequeños vicios y por las querencias puntuales. Y hago toda esta digresión para que cada cual analice su propio comportamiento y delimite en qué grupo de todos ellos puede encontrarse. Porque todos estamos un poco metidos en el ajo.


            Los juicios de valor se llaman así por algo. Las opiniones no son neutras, no vale con hacer puntualizaciones para intentar delimitarlo todo al nivel de precisión de la física y las matemáticas. El “yo en tu caso haría tal o cual cosa” puede ayudar en su justa medida, pero traspasada ésta se convierte en un “eres estúpido que no te das cuentas de lo que ocurre”. Y aunque esto es conocido por todos, cuando planteas la opción de dejar de hacer juicios, de tener que formarte una opinión racional sobre todo lo que esté a tu alcance, la gente te mira como si estuviera viendo un extraterrestre y te dice “¿y entonces qué hago?”


            Joder, pues nada. Punto. Dedícate a observar.


            Pero eso es imposible, claro. Las cosas son buenas o malas, son reprobables o apetecibles, son graciosas o tristes, son aconsejables o despreciables… Y quizá sea cierto, quizá es imposible huir de las catalogaciones, las clasificaciones, las opiniones, las valoraciones… Quizá es imposible dejar que cada uno viva su vida como él quiera, porque, ojo, no vale con decir “que cada cual haga lo que quiera, pero esa chica con el pelo teñido de rojo está ridícula”. Tu reclamado derecho a opinar puede chocar con el derecho que tú mismo has defendido en la primera parte de tu frase. Acordaros de la importancia de la opinión de los demás en la formación de la propia autoestima y el daño que puedes producir con tus comentarios. Aunque te la suden los daños que produzcas.


            Y este texto no deja de ser una contradicción, una crítica a los que critican más de la cuenta. Quizá el misterio pueda residir en el grado, pero también en la intención. En la utilidad de las palabras que vertimos en el éter, que parecen neutras, como las opiniones que contienen, pero que pueden hacer más daño del que el emisor ha calculado. Yo, de momento, voy a poner mi nombre al pie del texto, antes de la fecha. A observar un rato, y punto.

 

Alberto Martínez Urueña 27-09-2016

viernes, 23 de septiembre de 2016

Ideas, tácticas y pragmatismo


            El mundo de las ideas, de las ideologías, de los principios y de las cuestiones morales es de lo más entretenido. Se admite como algo general que para gustos se hicieron los colores, se admite por tanto que hay una esfera de subjetividad dentro de cada persona, algo personal e intransferible que habla de las apetencias e inclinaciones en donde los demás no tenemos nada que decir u opinar. Por ejemplo, es de general aceptación que no se escoge de quien te enamoras.


            No es menos cierto, sin embargo, que, tal y como decían nuestros abuelos, tal pareja no te conviene, no es trigo limpio, no te acerques. Llevaba implícita una línea divisoria entre lo que quieres y la decisión que tomas, voluntariamente, de acercarte o no al objeto de tus deseos. Se sobreentendía una discrepancia que tenía que ver, en estos casos, con la moralidad o con la fuente de disgustos que podría suponer tal acercamiento, y se proponía una especie de prelación entre los deseos, que podrían estar o no equivocados, y la razón pura, esa especie de piedra filosofal misteriosa capaz de desvelar una verdad superior. Esa herramienta que nos separaba del resto de los animales, una herramienta capaz de liberarnos de las cadenas de nuestros instintos. Una completa gilipollez, vamos. No ha habido en la historia de la humanidad mayor fuente de problemas que la supresión mediante la represión autoinfligida de las pulsiones humanas más viscerales. No pasa nada por desear tal o cual cosa, o a tal o cual persona, no hay que criminalizar a nadie por tener los deseos que tenga: éstos pertenecen a un mundo diferente al de la razón.


            Otra cosa son los actos que deriven de las decisiones voluntarias que tomamos en nuestro día a día. Promover mediante actos la defensa y legitimación de ideas como el nazismo llevó a lo que llevó en el siglo veinte, y aquí está el quid de la cuestión, y el motivo por el que, personalmente considero que determinadas ideas no son igual de respetables que otras. Los actos que se derivan de unas o de otras no son iguales. Podemos admitir por tanto que cada uno puede tener las ideas que quiera, ideas que llevadas a cabo serían más o menos cuestionables. En el plano de la moralidad a veces es sencillo sacar conclusiones, pero en política no lo es tanto. En política siempre hay una ponderación entre propiedad privada y servicio público, y entre una gestión orientada a la disminución del tamaño del sector público o un mayor aumento y participación. Esto lleva implícito el concepto que cada persona tiene de la forma en la que ha de configurarse la sociedad. Y aquí cada uno tiene sus querencias, y sus amores, y como las consecuencias no son tan claras como el holocausto judío, y está repleto de multitud de matices, la inclinación hacia un lado u otro no es tan sencilla como pueda parecer. Es complicado matizar, y mucho más explicar esos matices. Por esto, los partidos políticos están tan empeñados en aferrarse como garrapatas perrunas a lo que ellos consideran como su identidad ideológica, y menos en explicar los complicados matices. No comprenden que ya sabemos que la tienen, que cada uno de sus miembros la tendrá con sus matices, y que hoy en día los ciudadanos estamos más interesados en otras cuestiones.


            Y aquí entra el tema de la táctica y del pragmatismo. Defender tus ideas está muy bien, con tus amigos, con tu pareja, en el Congreso de los Diputados si quieres… Pero en esta vida las ideas han de ser útiles para algo más que para aburrir al respetable con ellas. No vale de nada que clames a favor de ser buena persona si luego eres un hijo de la gran puta en tu entorno más próximo, igual que no vale de nada que la izquierda de este país clame por la corrupción de Mariano y sus amiguetes de partida si luego, a la hora de la verdad, son incapaces de sacarle de La Moncloa. Gracias esa falta del más mínimo pragmatismo de la izquierda española, históricamente enamorada de sí misma, practicando un onanismo ideológico que le lleva a considerarse moralmente superior a cuantos le rodean, tenemos este espectáculo de prístina pero hipócrita demostración de valores. Porque aunque Pedro, Pablo, Iñigo, Junqueras, Susana, Felipe y la madre que les parió a todos ellos nos estén dando continuas lecciones de moralidad en sus discursos de mierda, la realidad es que nuevamente nos están dejando abandonados, en manos de quienes nos prefieren callados, sometidos y asintiendo al poder feudal trasmitido de padres a hijos desde tiempos inmemoriales. Hablan de ser buenas personas, pero en realidad están a otra cosa. La táctica que emplean no está orientada a un pragmatismo que sirva para unir de una vez por todas los intereses de quienes estamos hartos de que nos chuleen una tras otra desde Génova, con sus tesoreros, sus cajas B, sus Luis se fuerte y sus Rita eres la mejor. Por mucha ideología que farfullen, nos están dejando en las fauces de las hienas que nos la han metido doblada con leyes mordaza, con recortes en Sanidad y Educación, así como con actuaciones desde el Ministerio del Interior que se aproximan en gran medida a las que se adoptaban en ese tiempo que añoran y que gustarían de haber vivido como sus padres, muchos de ellos poco amantes de la democracia. Muchas gracias a estos partidos de izquierdas, porque podremos seguir sacando pecho por tener estas ideas virginales de libertad, igualdad y fraternidad que seguiremos sin llevar a cabo gracias a su completa y absoluta estupidez. O interés.

 

Alberto Martínez Urueña 23-09-2016

 

 


 

 

Pincha en el siguiente enlace y disfruta de mis textos


 

 

martes, 20 de septiembre de 2016

Suceden cosas


            ¿Sabéis? En España suceden otras cosas, aparte de la desvergüenza política que estamos sufriendo en los últimos meses, con un partido funcionando en modo cosa nostra, con otro incapaz de esquivar similitudes con los Borgia, con los nuevos partidos de la nueva política envejeciéndose a pasos agigantados, como si sufrieran de progeria, y con los nacionalistas convertidos en su propio monstruo de Frankenstein.

            Aquí a España, nos llegan sentencias del Tribunal Europeo sobre nuestras condiciones laborales que nos provocan sonrojo internacional, tanto por la indefensión a la que nos vemos sometidos en nuestro propio territorio y que nos obliga a buscar auxilio en el extranjero, como por el bochornoso discurso de haber salido de la crisis y ser el país que más crece de Europa mientras mantenemos más del veinte por ciento de paro. Y eso sin entrar en el detalle de los entresijos económicos, y soportando a esa gente que no tiene ni puta idea de lo que habla cuando habla de Economía. Peña en los treinta o cuarenta mil al año y que se cree que le beneficia un sistema fiscal regresivo porque está entre los asalariados que más ganan de España. No saben que la deuda pública por encima del cien por cien del PIB es un impuesto futuro que además implica pago de intereses, lo que nos lleva a ese efecto crowding out del que un partido verdaderamente neoliberal –el PP no sabe lo que es eso, por mucho que se llene la boca– debería huir, y que además, de regalo, produce aumentos en el IPC que no implican más crecimiento económico real de acuerdo a la ecuación de Solow. Todavía hoy, en el siglo veintiuno, tenemos que soportar, en este país de verbenas y fanfarrias –que me encantan, si no se superponen a lo relevante–, a esos necios que pretenden ser su propio médico, el mejor seleccionador nacional, juez y jurado de causas desconocidas y, además, Premios Nobel de Economía. Oficiosos, claro.

            Aquí en España, somos de frágil memoria. Destrozamos el mercado laboral con la burbuja inmobiliaria, así como las posibilidades de inversión alternativas en sectores de alto valor añadido, y lo destrozamos años más tarde expulsando a nuestros mejores estudiantes. Nos mola lo del pan para hoy, y nos olvidamos del hambre para mañana. Aquí, las empresas multinacionales siguen invirtiendo porque somos mano de obra barata y manejable, pero esa mano de obra y manejable sigue encerrada en que le suban en sueldo en lugar de exigir que en su empresa se creen secciones de investigación y desarrollo. Y cuando esa investigación depende del sector público, los políticos, esa subespecie mal evolucionada del cerdo, bajan la inversión hasta el sótano de los Presupuestos Generales del Estado y nos devuelven a la Prehistoria tecnológica. Eso, sin hablar de la mano de obra cualificada obligada a emigrar en busca de un futuro decente, a la rebusca de empleos de verdad de los que sí que existen más allá de los Pirineos o a los de poner copas y así poder practicar otro idioma, porque aquí, el sistema educativo está más preocupado de satisfacer las exigencias obispales que de enseñar a nuestros jóvenes un segundo idioma que no les haga parecer retrasados mentales en cualquier reunión de trabajo internacional.

            Aquí, en España, políticos que luego acaban en consejos de administración de empresas energéticas, le calzan impuestos al sol, a las renovables, y si no, pagan déficits tarifarios de los que nadie conoce origen ni metodología de cálculo. Aquí, tenemos recibos ilegibles, impuestos duplicados, acometidas a precio de deportivo de lujo y facturas astronómicas. Pero eso no es todo: cuando se habla de nosotros en el extranjero, se descojonan de la risa. El sueño de verano de cualquier político europeo fue nacer español y poder hacer lo que salga del arco del triunfo sin pestañear, y luego jubilarse en uno de esos consejos de administración, cobrando de las “ayudas públicas” que previamente se había ocupado de dejar bien sentadas. Aquí, si quieres producir la energía eléctrica que produces, le tienes que pagar a la eléctrica de turno, le tienes que pagar al Estado y además, tienes que calcular la inseguridad jurídica de que no te metan por el duodeno dentro de un par de años una nueva ley que suponga otro impuesto con efecto retroactivo por el deterioro de la red eléctrica derivada de tu instalación de placas solares. Y todo esto sin entrar en detalles, porque los detectores sismológicos colocados a lo largo y ancho de nuestra geografía nacional están empezando a detectar el temblor provocado por las carcajadas de las hienas.

            Aquí, en España, graban a ministros confabulándose con terceros, o les pillamos con el micrófono abierto diciendo lindezas, y matan al mensajero, insultan nuestra inteligencia y se sacan un par de leyes para criminalizar al que lo mencione en Twitter. Aquí, además, una gran mayoría, les ríen estas gracias, justificándose en base a la teoría del mal menor que nos convierte en las cloacas de una Europa cada vez más hitleriana.

            Aquí, en fin, en España, vamos a tener once días seguidos de fútbol a precio de oro, gracias a compañías televisivas que funcionan como el resto de sectores, por las bravas, y clubes de fútbol que venden a sus aficionados igual que venden camisetas. Circo para todos en el reino del descalabro. Es noticia incluso que el hijo de un tal Cristiano ha vuelto al cole en Septiembre. Como si el resto de chavales no lo hiciera… Enhorabuena para todos. Si sobrevivimos en estas condiciones, en caso de guerra nuclear habrá algo más que cucarachas corriendo por encima de las ascuas radiactivas.

 

Alberto Martínez Urueña 20-09-2016