viernes, 26 de septiembre de 2014

Una vía de escape. Parte I


            Verme en esta fría celda por un delito que no he cometido quizá no es lo más truculento de mi historia. Condenado a muerte en un juicio en el que el insoportable peso de la maquinaria de justicia, en su afán por satisfacer la sed de venganza de la turba furiosa, actuó sin la más mínima imparcialidad, huyendo de las aparentes evidencias para escarbar cuidadosamente en los hechos y encontrar la realidad subyacente. La frustración que supone semejante vapuleo es tan asfixiante que parece acrecentar el peso de estas paredes frías que me atrapan, poniéndolas en disposición de aplastarme. ¿Qué puede saber el hombre normal sobre la angustia cuando nunca se ha visto sometido a la opresión de tal trance, al linchamiento social y al desprecio de los más cercanos? Si yo pudiera hacerles entender…

            Sólo soy y he sido siempre, hasta el día en que cuatro policías echaron la puerta de mi casa abajo, aterrorizando a mi mujer y a mis hijos, y condenándoles a la vergüenza y el oprobio, un hombre normal, sin más estridencias de las habituales, con una vida sencilla y en muchas circunstancias, bastante monótona. De esa monotonía silenciosa y queda, no como la de los adolescentes que lleva al descontrol de las emociones, a la pulsión de las hormonas y a la búsqueda de novedades. Hablo de la típica monotonía, que por otro lado da seguridad, en que vivimos la mayoría: estudios en el colegio, luego universitarios, una chica guapa y sensata, casa unifamiliar, coche potente, hijos correctamente educados y guapos… Luego está el riesgo de la monotonía de la que has de cuidarte: esa monotonía que llega poco a poco, sin avisar, lenta como el avance de una mancha de aceite, pegajosa como vertido de crudo en pleno océano, tóxica como cualquier veneno de los derivados del petróleo. La ves venir desde lejos, y has de intentar evitar que vaya impregnando todos y cada uno de los aspectos de tu vida.

            Hasta este momento, no me he quejado lo más mínimo, la verdad. En primer lugar, siempre me he considerado un tipo bastante guapo. Metro ochenta y cinco, bastante fornido y con la llamada curva de la felicidad más o menos controlada. Además, sólo hace poco ha sido cuando he empezado a ralear por la cabeza, pero todavía puedo peinarme con la raya a un lado, dejando que sobresalga el tupé. Nunca me han faltado mujeres, soltero o casado, cuando he salido a tomar unas copas con los amigos, o cuando me he dedicado algún solitario por los bares del extrarradio de mi ciudad, en tabernas donde poder tener controlado el tedio del tsunami diario con alguna vía de escape más o menos inocente. No sé si me explico. Todos la necesitamos; es más, nos la merecemos, sobre todo los que cumplimos con nuestros deberes con eficacia y sin protestas, tanto en las obligaciones laborales como en las que la familia impone. Así que tampoco considero un crimen execrable que, esporádicamente, coja el coche y me adentre en la noche más oscura, en garitos donde la luz es discreta, el alcohol bueno y el ambiente liberal.

            Me gusta ver a las mujeres de esos bares, algunas de ellas de pago, y otras que buscan también una compensación, aunque ésta no sea económica. Las veo contonearse mientras se acercan a los hombres de toda índole que van a esos lugares, sugiriendo quizá más de la cuenta, mostrando de una forma más o menos explícita las intenciones que su cuerpo exige. No sé muy bien qué es lo que lleva al ser humano a convertirse en algo así, aunque sé que las excusas son variadas. Algunas me las han contado, pero según empiezan ya voy oliendo ese tufillo a mala justificación que les sirve para descargarse de la culpa que puede suponer su libidinoso comportamiento. Alguien con unos mínimos valores y un cierto juicio tiene claro que para convertirte en eso, hay que caminar por fronteras precarias que es mejor evitar, ya que de hacerlo, el riesgo de cruzarlas y caer al otro lado es evidente, con todo lo que esto conlleva. Esas mujeres han cruzado al otro lado hace ya tiempo, y el camino de vuelta no existe, se lo lleva el viento, borra las huellas para que no lo encuentres, aliado con el mismísimo diablo. Un diablo que se aloja en tus entrañas y las aprieta fuerte para saciar su hambre de pecado.

            Veo como los demás hombres se dejan hacer. Han perdido esa locuaz perspectiva que les permitiría entender con lucidez la naturaleza de sus actos, y como el diablo del que hablaba, ese que las mujeres han dejado acampar en sus genitales, les confunde, arrastrándoles con su ponzoña recubierta de melaza. Una vez que discurren por ese camino, se abre ante ellos un mundo distorsionado donde la realidad está contaminada por las sustancias consumidas y por el chorro de hormonas que confunden su cerebro y sus sentidos, haciéndoles creer en el falso mensaje que ese modo de vida ofrece.

            Es mi vía de escape de esta existencia perfectamente ordenada y clasificada, la compensación por salvaguardar el sistema que hemos construido entre todos. Observarlos en sus madrigueras, contemplaros y, de vez en cuando, poner alguna solución adecuada a este veneno. ¿Cuál es el delito?

Alberto Martínez Urueña 26-09-2014

viernes, 19 de septiembre de 2014

La cueva. Parte V


            Lunes, 3 de Septiembre, por la tarde.

            Me desperté bañado en sudor. Me duele todo el cuerpo y me ha costado convencer a ese médico que me vigila desde la mesa para que me desate las manos. No le he dicho de qué estoy escribiendo, le he dicho que este es un cuaderno en el que escribo a mis padres y punto. No me ha pedido muchas más explicaciones, creo que tienen miedo a que mi estado mental se deteriore, o algo parecido, y deben tener órdenes de mantenerme estable. Lo que no ha querido contarme es lo que ha pasado mientras he estado inconsciente, ni por qué han tenido que atarme. Él también lleva, por supuesto, ese traje aislante, como en las plagas de enfermedades que he visto en las películas. Sé que no servirá de nada decirle que el peligro no va por ese lado.

            Pero he de apresurarme. Si no recuerdo mal, ya llegan mis últimas horas, quizá minutos, y no puedo desperdiciarlos. Creo que en el último momento logré conservar la cordura, o al menos parte de ella, para poder escribir este relato y advertir a los que me sucederán de los peligros que se desataron cuando la tierra tembló y vomitó de sus entrañas semejante ponzoña.

            Me encontraba solo en mitad de la oscuridad y sin posibilidad de orientarme, así que decidí permanecer quieto. Pasaron unos instantes, no se cuántos, pero me di cuenta de que aquella cueva no estaba del todo a oscuras. Hay un punto en que la claridad puede ser más aterradora que la oscuridad completa, justo cuando comienzan a cobrar materia las inconexas formas que la escasísima luz hace aparecer ante tus ojos, sin acabar de tomar una forma concreta. Entonces, cuando creía alcanzar el máximo terror soportable, vi que aquella claridad venía de una pequeña gruta que había al fondo de aquella cueva, por la que entré apresuradamente por no quedarme a oscuras. Yo solo. Y lo que encontré fue la linterna de Pedro, con los dedos blancos de su mano derecha todavía se aferraban al mango como si se tratase de un salvavidas.

            No sé cómo saqué fuerzas de flaqueza para abrirlos uno por uno, pero necesitaba poder ver por dónde andaba. Y después estuve deambulando por aquellas grutas, intentando encontrar alguna de las marcas que habíamos ido dejando para poder encontrar la salida. Fue una de ellas la que me llevó a la caverna.

            No voy a entrar en detalles pero aquello era enorme: la luz se perdía en las tinieblas antes de tocar las paredes. Allí, en el centro estaban Angel, Felipe y Ramón, y unos restos que debían ser Pedro esparcidos en torno suyo. Estaban atados a unas pilastras de piedra en donde aparecía representada una extraña figura bicéfala sobre una enorme piedra redonda, y ellos les estaban practicando algún tipo de ritual en el que la sangre y la piel parecían ser los ingredientes básicos. Puedo oír, dentro de mi cabeza, perfectamente los gritos y los jadeos, y aquel olor a sudor y esfínteres sueltos, mientras en la piedra se mezclaban uno tras otro todos los fluidos que contiene un cuerpo humano.

            No fue únicamente el espanto absoluto de aquella escena tan brutal: aquello tenía también algo arcano y prohibido, con aquellos cuerpos blanduzcos y gibosos ululando entre las antorchas  mientras cortaban, drenaban y extirpaban. Allí fue cuando empecé a notar cómo los nervios empezaron a fallarme, pues la piedra a la que estaban atados mis amigos empezó a moverse, como si cobrara vida, y aquella forma grotesca pareció mirarme. Allí todo se trastocó en mi cabeza, algo entró en ella y le transfirió ideas, conceptos, recuerdos pretéritos y planificaciones futuras. El tiempo que llevan allí, y lo que planean hacer en adelante. De sus gargantas salió un sonido gutural, y un sinfín de ojillos rojos se giraron hacia mí, cubiertos de babas, sangre y trozos de mis amigos. Salí corriendo, sin control, escuchando unos gritos muy agudos a mis espaldas y un ruido como de carreras. Me perseguían saltando unos sobre otros, con aquellos ojos rojos muy fijos en mi espalda. Creí que el corazón se me pararía al instante, y moriría allí mismo de terror.

            No sé muy bien qué sucedió durante un rato en que corrí por aquellos túneles, pero en uno de los recodos me di de bruces con una de las marcas que había dejado Ángel, y cuando conseguí salir era de día, y me rodearon todos aquellos hombres cubiertos con el traje de aislamiento en el que se veía el logotipo de la policía nacional. Recuerdo vagamente una ambulancia, y también unos gritos guturales, como de una fiera salvaje. Después me desperté en esta cama de hospital, y desde que lo hice, no hago más que recordar lo que vi hace unos días.

            He intentado contar lo que he me ha sucedido allí abajo, pero los ojos de los que escuchan son suficientemente explícitos como para saber el efecto que producen mis palabras. Por eso he decidido guardar silencio y dejar este diario por si puede servir en el futuro… que les quede.

            Sé que ya vienen a por mí, igual que fueron a por Óscar a los dos días de salir de la cueva, y no sé qué me sucederá, aunque tengo una vaga idea. Me escaparía, pero ¿a dónde? Además, estoy atado a esta cama, fruto de un supuesto ataque de locura del que no me acuerdo y de las poco prudentes advertencias sobre lo que se oculta bajo tierra.

            Vienen a por mí, no pueden dejar que su existencia se conozca. Nos temen, pero nos ansían, y su ansia, movida por un odio que escapa a toda comprensión, lleva cocinándose a fuego lento desde que esa cueva quedó sellada hace miríadas de años, condenándoles a la más absoluta de las tinieblas. 

Alberto Martínez Urueña 19-09-2014

lunes, 15 de septiembre de 2014

La cueva. Parte IV


            Lunes, 3 de Septiembre

            Trato de escoger las palabras para que, cuando mi madre lo lea, pueda encontrar en ellas una razón, aunque ésta sea estúpida. Sé que estas líneas caerán en las manos de la policía, o de quién sea, pero espero que le dejen leer al menos la parte necesaria para que puedan llegarla mis pobres intentos de disculparme. Ha sido ella la que me ha traído este cuaderno hace una hora más o menos, cubierta con ese traje de asilamiento que me ha impedido sentir su caricia en mi mejilla, pero que no me ha ocultado las lágrimas que recorrían su rostro. Qué más puedo decir…

            Pero he de contarlo. Quizá de esa manera pueda evitar lo que parece inevitable. Quizá se decidan a utilizar unos cuantos barrenos de dinamita para volver a sellar esa entrada, de arriba abajo, y que nadie vuelva a encontrar su entrada. Porque lo que esconde… Ha de quedar allí para siempre. No me extraña que Óscar perdiera la cordura. ¿Por qué yo no he tenido tanta suerte?

            Nos reunimos en la salida del pueblo y nos fuimos por el camino del bosque, campo a través, hasta la parte trasera de la hondonada donde se encuentra la cueva. Sabíamos perfectamente (vivimos en este pueblo, nos sabemos cada camino) que la policía que había llegado no conocía ese acceso, bajando desde la montaña, entre los pinos y atravesando un pequeño cortado. Íbamos emocionados, claro, sobre todo Ramón, que por fin se atrevía a desobedecer una orden directa de su madre y veía lo que la noche esconde bien de cerca. Seguramente, cuando le sacaron los ojos, preferiría haberse quedado con las ganas. Recuerdo que eran las dos de la mañana cuando nos metimos, atados unos a otros, por aquella maldita entrada a… lo que sea que encontramos. Iba primero Ángel, el mayor, después su hermano, yo iba en medio, Ramón iba el cuarto y Pedro cerraba el grupo.

            Descendimos el primer cuarto de hora sin apenas novedad, iluminados por las dos linternas que llevábamos, una de Ángel y otra de Pedro. La roca estaba muy lisa, pero no tanto como si antes hubiera circulado por allí un curso de agua: de esas hay muchas en los alrededores. Parecía más bien como si alguien se hubiese esforzado en alisarla. Eso facilitaba claramente el avance, no te resbalabas, así que íbamos tan contentos. Ángel iba dejando marcas en aquellos puntos donde podría haber dudas, pues nos encontramos con más de una bifurcación. Si esas marcas, luego sería imposible volver a la superficie.

            Primero se escuchó como un rumor. Era como si allí abajo circulara un río, o algo parecido. No habría sido nada raro, así que seguimos. Estábamos todos evidentemente nerviosos, pero de momento era un nerviosismo parecido al que te entra cuando vas a montarte en una nueva atracción de feria: nos reíamos a risitas pequeñas, nos mirábamos de reojo para ver quién estaba más asustado, nos hacíamos chanzas y bravuconadas. Alguien incluso se atrevió a hacer ruidos guturales, como si de alguna fiera se tratase, y el eco retumbó a nuestro alrededor.

            Entonces recuerdo que me tropecé con Felipe, que se había detenido en seco, al igual que su hermano, que alargaba la mano con la linterna, como queriendo romper las tinieblas allí donde la oscuridad comienza. “Me ha parecido ver algo moverse”, dijo. Recuerdo que a partir de ese momento se me puso una sensación muy rara en la nuca, en los pelillos donde mi padre me daba collejas de pequeño: era la sensación perfectamente vivida de que estábamos siendo observados desde algún lugar más allá del halo de luz que desprendían nuestras bombillas.

            Fue unos pasos después cuando nos encontramos con el primer rastro de sangre, y entonces sí que nos asustamos. Pero ya era demasiado tarde, claro. Recuerdo perfectamente como empezaba en el suelo, como un trazo de pincel apresurado, para luego hacerse más denso, hasta llegar al otro extremo. Y allí, un trozo de alguien medio aplastado contra la roca, como si lo hubiesen arrojado con mucha fuerza y luego lo hubieran pisado repetidamente, con un odio que estaba más allá de cualquier lógica. Estaba como hecho puré.

            Recuerdo perfectamente que nos quedamos todos petrificados. No hay muchas maneras para expresar aquello; era como si hubiéramos tragado nitrógeno líquido y nos hubiéramos convertido en estatuas de hielo. Fue, curiosamente Ángel, el que rompió el silencio con un grito que podría haber roto los cristales de todo un edificio. Se le cayó la linterna al suelo y se le rompió. Es curioso: recuerdo perfectamente aquel sonido tintineante en mitad del eco de su chillido. Y los rumores aumentaron, y salimos corriendo. En la oscuridad.

            De ese momento sólo recuerdo los gritos, y un caos absoluto de los haces de las linternas bailando a mi alrededor, multiplicando las sombras y los salientes y las aristas cortantes, haciendo que las paredes se convirtieran en monstruos que alargaban sus húmedos tentáculos hacia nosotros. Mis amigos gritaban, al principio de miedo, y después… aquello era otra cosa. Y no tardó en llegar el silencio. Un silencio tan denso que parecía estar andando entre petróleo, en una oscuridad más negra que el alma de Satanás, y rodeado por algo, o alguien, que merodeaba en aquella gruta. Acechando.

            Me cansó terriblemente de recordar. Me duele el brazo roto y la cabeza me da vueltas. Me da la sensación de que en cualquier momento me voy a volver a desmayar, y no sé si volveré a estar consciente antes de que pueda despertar otra vez. Una última vez. Intento concluir este relato, fundamental, pero los dedos me tiemblan, y casi ni reconozco mi letra.

Alberto Martínez Urueña 15-09-2014

viernes, 12 de septiembre de 2014

La cueva. Parte III


            Sábado, 1 de Septiembre
        
            Las advertencias de las autoridades han ido en aumento. Después de que se filtrase lo sucedido en el hospital (era imposible que aquello no se supiese), la gente del pueblo parece que ha enloquecido. Los jóvenes tenemos prohibida la salida por la noche, los padres se han levantado en pie de guerra, aunque no se sabe contra quién, y la policía recibe llamadas de lo más variopintas. Al parecer es típico en estas situaciones de tensión que la gente empiece a ver fantasmas por las calles.

            Evidentemente, yo no dije nada a nadie de lo que había visto la tarde del miércoles, salvo a mis amigos. Me tomarían por loco casi seguro; de hecho, en un primer momento, ellos mismos no se creyeron nada de lo que conté. Pero cuando el jueves, es decir, ayer, se filtró todo lo sucedido, tuvieron que admitir al menos que algo muy raro había sucedido en aquella planta del hospital. Aunque nadie puede explicarlo, por lo menos yo no quedo como un imbécil que se inventa cosas.

            La cuestión es que algo le pasó a Óscar allí abajo en esa cueva, y ese algo estaba relacionado con los hechos posteriores, eso seguro. Y también algo debió de pasarles a sus amigos, porque los espeleólogos siguen buscándoles y no han encontrado rastro de ellos. Al menos que se sepa, porque todos son rumores.

            Lo del grupo de espeleólogos es otro tema, o espeleolocos, como les llama mi padre. En un principio llegaron cinco, y estaban superemocionados con el tema: al parecer una gruta que ha estado sellada desde hace miles de años es algo relevante para ellos. Sin embargo a los cuatro días, el jueves, Ángel volvió a hablar con Rafa, el policía, y éste le contó que a una de ellas la habían tenido que sacar sus propios compañeros, echa un manojo de nervios, y que no ha vuelto a aparecer por el pueblo. Según cuentan, la vieron meterse en su coche de prisa y corriendo y largarse por la carretera como alma que lleva el diablo.

            Ayer mismo, el viernes, ha desaparecido uno de ellos. Debe ser muy complicado, porque van todos atados, pero al parecer la cuerda se rompió, y cuando quisieron darse cuenta ya no estaba con ellos. Se pusieron a buscarle entre todos, y al acabar el día les vio aparecer por la salida de la gruta. Salían bastante alterados, llevando consigo los enseres rotos y manchados de su compañero, y unas bolsas extrañas. Se pusieron allí mismo a discutir con el jefe de policía y con el alcalde: casi se les oía desde donde estábamos. Es una exageración, claro, se necesitaban prismáticos para verles, porque han colocado un cordón de seguridad a más de un kilómetro de distancia. Además, como la gruta está en una zona un poco inaccesible, necesitamos subirnos a unos pinos para poder verlos, porque está como metida en una hondonada. Si mi madre se entera de que nos hemos subido a lo alto de uno de esos pinos, que pueden tener como poco quince metros, para ver la entrada de esa cueva, soy hombre muerto.

            La cuestión es que hoy, viernes, no han querido entrar. De aquella emoción por ver qué podían encontrar en esa rareza científica han pasado a no querer poner un pie dentro de ella, y se les ve en el bar del hotel, sentados ellos solos, como esperando a que alguien les diga qué es lo que han de hacer. Cualquier cosa, menos entrar en la cueva. Por lo que cuentan, algún cuerpo de policía se va a hacer cargo de la custodia mañana mismo, y mientras tanto, han prohibido que nadie se acerque. Veremos qué sucede.


Continuación del viernes, de madrugada.


            Son las doce y media de la noche. Ya me había acostado cuando he oído unos golpecitos en la ventana de mi habitación, y me he levantado a ver qué pasa. No me lo he podido creer, pero allí estaba Ramón, y al lado suyo, Ángel y Felipe, y también Pedro. Al parecer, de alguna manera se habían puesto de acuerdo en verse en casa del primero para contarle todos los acontecimientos del día que ya he relatado, y a Ramón le ha entrado una especie de histeria por perderse todo aquello. Ya sabéis, su madre… En fin, la cuestión es que cuando se ha enterado de que mañana viene la policía, le ha entrado la necesidad de ver la cueva por sí mismo. O al menos acercarse y poder ver lo que todo el mundo le está contado de segundas antes de que lo cierren definitivamente.

            Entre Pedro y yo le hemos intentado hacer ver la tontería que todo eso suponía, pero creo que su madre, con tanto atarle en corto, le ha provocado esta reacción de rebeldía, y rápidamente hemos visto que no se le pasaría más que yendo de noche a esa zona. A ver, no es la primera vez que nos escapamos por la noche y nos vamos a tirar piedras al río, o a cualquier otra cosa… El pueblo, por la noche, se ve de otra manera, y los bosques de los alrededores son muy misteriosos. Pero claro, no estaba pasando nada de lo que está pasando. Pero de repente, Ángel ha dicho que está de acuerdo con Ramón, y claro, Felipe, todo lo que diga su hermano… Así que hemos quedado en un cuarto de hora en la salida del pueblo, con unas cuerdas, zapato duro y algo de ropa, porque parece que la noche está bastante fría. Sólo faltaba que cogiéramos algo por andar haciendo el tonto, por ahí, por la noche. Cerca de esa cueva.

Alberto Martínez Urueña 08-09-2014

viernes, 5 de septiembre de 2014

La cueva. Parte II


           Miércoles, 29 de Agosto

            Pues ayer quería haber escrito por la noche, al acostarme, como siempre, pero llegué tan cansado a casa que ni siquiera me acordé de hacerlo, así que lo cuento hoy por la mañana. No puedo dejar de hacerlo, aunque sólo sea por sacármelo de la cabeza. Y es que el martes fue muy agitado en el pueblo, estuvimos corriendo de un lado para otro intentando averiguar qué era lo que sucedía en cada uno de los puntos donde se desarrollaron las noticias, y al final del día nos juntamos para ponerlas todas en común.

            Ángel y Felipe fueron a la comisaría de policía. Ninguno queríamos hacerlo, pero Ángel, que tiene dos años más que nosotros se ofreció de voluntario, y su hermano se fue con él. Querían sonsacar a Rafa, uno de los agentes, que por todos es sabido que es un poquito simplón: si le encuentras haciendo su ronda y le invitas a un café mientras le llamas “jefe”, larga por la húmeda todo lo que sepa. Así, nos hemos enterado de muchos chismes del pueblo. A este respeto, les dijo que los de las asistencias no las tenían todas consigo, porque el chaval no hacía más que farfullar cosas raras, y que después, para calmarle, le habían tenido que inyectar alguna cosa rara, y ya no había podido decir nada más. Pero él, que había estado entre los que ayudó a sacarlo, y estaba cerca cuando soltó el primer grito, dijo que había estado toda la noche teniendo unas pesadillas horribles por lo que contaba. Estaba totalmente tocado.

            Pedro ha ido a hablar con la familia. Está emparentado en tercer o cuarto grado con uno de los primos carnales del chico, y se pasó por la casa donde vive este último. Allí había un jaleo tremendo de periodistas, así que se largó con viento fresco; a pesar de eso, tuvo tiempo de ver a la madre mirando por uno de los visillos de la casa, un edificio unifamiliar de las afueras: estaba como ida. En los alrededores se encontró con su primo tercero, o cuarto, que estaba con sus amigos, algo más mayores que nosotros, y le contó que, al parecer, se había ido todo el grupo de amigos, algo más mayores también que ellos a explorar la cueva, y que todos, sólo le habían encontrado a él. Puf, según lo escribo, se me vuelven a poner los pelos de punta.

            Ramón no ha querido ir a ningún sitio. Es bastante miedica, y además su madre le tiene atado en corto. La verdad es que los adultos están bastante nerviosos con todo este tema y están exigiendo a la policía y a las demás autoridades que hagan algo, que cieguen esa cueva y pidan la intervención gubernamental para aclarar este caso. Hay quien dice que le puede haber secuestrado algún grupo raro, una secta o algo así, y que quizá le hayan hecho… ciertas cosas de las que hacen esas congregaciones religiosas. Eso me recuerda que Ángel ha comentado que la policía había establecido la prohibición de acercarse a la cueva hasta que el grupo de espeleólogos concluyeran qué tipo de cueva era y qué peligros podría comportar. Según parece, debe tener un cierto interés para esos expertos. En palabras de Rafa, “les brillan los ojos cuando hablan de ella, como si se tratase de un pastel de la confitería de Ana”. El tío es un goloso.

            Pero lo más gordo, que lo guardo para el final, me ocurrió a mí, que me fui al hospital a ver si conseguía enterarme de algo. Sin entrar en detalles, conseguí llegar a la planta donde le tienen aislado en una zona de esas con plásticos donde sólo puedes entrar con guantes y mascarilla: da un poco de miedo, la verdad. Esta muy vacía, como si hubieran sacado al resto de pacientes y la hubieran dejado para este caso. Hay un policía que hace una especie de ronda, pero estaba viendo la tele en la sala de espera, y pude entrar hasta la zona de los médicos. Allí, apunté un par de notas en mi libreta de lo que escuché para poder contárselo a los demás, aunque fue poca cosa.

            - Los análisis de sangre y fluidos son normales y al mismo tiempo no lo son. No sé lo que puede significar eso, pero comentaban que los valores por si solos eran normales, pero que en conjunto estaban descontrolados.

            - No acaban de conseguir que les cuente de forma coherente lo que ha visto. Sólo habla de un círculo de fuego, o fosforescente, o algo así, y de que el demonio le miró dentro de los ojos.

            - No pueden explicar todas las cicatrices que tenía en el cuerpo. Hay algunas que son evidentemente rozaduras con la piedra, pero las otras son muy raras.

            No pude escuchar más porque entonces empezó… todo. Se escuchó un nuevo grito de esos, espeluznante, que no puedo sacarme de la cabeza. Dio la sensación de que no era sólo una persona la que gritaba, parecía todo un coro de gritos. Empezó a hablar, a gritar pidiendo socorro, y de repente, todo un huracán recorrió los pasillos, las cortinas se sacudieron, los papeles volaron y las puertas empezaron a golpearse entre sí. Hubo un ruido tremendo, y cuando los médicos quisieron llegar a la habitación, todo había sucedido.

            Quizá no debería haberlo hecho. Quizá no debería haberme aprovechado de la confusión que reinaba, puede que me arrepienta toda la vida, pero me acerqué, ocultándome de un lado para otro, hasta a la puerta.

            Según dijeron los médicos en el comunicado oficial, presa de un ataque de histerismo, Óscar había conseguido zafarse de las cinchas con que le tenían sujeto y había aprovechado lo que tenía más cerca (debió de arrancar el asa de un cajón) para hacerse todo aquello él mismo. Cuando llegaron a la habitación, poco pudieron hacer por él, y murió en pocos instantes. Ayer no pude casi dormir, y no sé si hoy lo lograré. Según apagó la luz de mi cuarto, veo todavía aquel rostro sin ojos, con la piel hecha jirones. Y veo cómo las tripas le asoman por el vientre, como si fuera una cara sonriendo, sacando la lengua. 

Alberto Martínez Urueña 05-09-2014

La cueva. Parte I


            Lunes, 27 de Agosto de 2014

            Cuando han sacado al chico por aquel agujero, hemos podido ver perfectamente claro como la locura puede materializarse en un simple gesto. Estaba pálido, con la piel de la cara pegada a los huesos por la inanición. La boca estaba abierta, con la mandíbula suelta y temblorosa, como descontrolada, goteando babas, mostrando los dientes. Sus ojos parecían un carrusel, girando arrebatados dentro de las cuencas, abiertos como platos, mirando de un lado para otro, cegados y al mismo tiempo viendo… algo. Le llevaban entre dos sanitarios, dos chicos jóvenes con bata blanca y guantes de látex que le hablaban con voz tranquila y amable, aunque él parecía no enterarse de nada: era como si su mente estuviera en otra dimensión paralela, aunque su cuerpo material hubiera permanecido en ésta. Arrastraba los pies por la ladera polvorienta, entre los matorrales, e iba dejando un rastro de sangre: tenía los pies repletos de llagas, seguramente por haber caminado descalzo por la roca. La ropa la tenía toda llena de agujeros y rozaduras; aquí y allá parecía un collage de distintos trozos de tela, toda sucia y deslavazada. Igual que el pelo, que lucía todo desgreñado y lleno de mugre, y en algunas partes como hubiera sido arrancado con el cuero cabelludo.

            Según le llevaban medio arrastras, iba balbuceando algo ininteligible, rutando para sí, moviendo los labios y mirando en todas direcciones. Era como si conversara con algún ente imaginario que estuviera revoloteando a su alrededor como una polilla nocturna en un vuelo caótico en torno a una llama. Una polilla que solamente él era capaz de ver. Entonces, antes de que le metieran en la ambulancia, ha pegado un grito que ha conseguido ponernos toda la piel de gallina. Nadie ha necesitado reconocerlo porque estaba claro que nos hemos quedado todos espantados. Ha sido un grito gutural, más propio de una bestia que de un ser humano, y que parecía salir desde más allá de la garganta, como si lo estuvieran exhalando todos los órganos internos al mismo tiempo, o quizá todas las células del cuerpo, en una especie de coro macabro. Ha intentado escapar y ha iniciado un baile grotesco para intentar zafarse de los sanitarios, y tanta fuerza parecía hacer que ha tenido que ir el mismo conductor de la ambulancia, un hombre moreno, grande y alto, a ayudarles, porque no podían sujetarle entre los dos. Y aun así, les ha costado meterle en el vehículo. Supongo que le habrán tenido que atar a la camilla, y darle algún tipo de sedante, porque según se alejaban por la carretera hemos oído más gritos, y la misma ambulancia parecía bambolearse de un lado para otro.

            ¿Qué le habrá pasado en aquella cueva? Nos hemos pasado la tarde elucubrando al respecto, sentados en la plaza del pueblo, mientras comíamos pipas, pero no hemos llegado a ninguna conclusión. Lo único que se rumorea es que esa cueva no estaba allí antes del terremoto, pero nadie dice nada más, como si la gente tuviera miedo de aventurar lo que puede haber pasado. Nosotros no, así que hemos pasado el rato tratando de imaginar qué puede haberle pasado.

            Al margen de todas las tonterías que se han dicho, yo pensaba que podría haberse encontrado con alguna guarida de algún animal salvaje. Todo el mundo sabe que en esas montañas se han visto lobos, y también serpientes. Quizá se encontró con alguna caverna repleta de víboras, y es evidente que pasarse horas encerrado en la oscuridad, rodeado de esos bichos, puede hacer enloquecer a cualquiera. Sin embargo, Ángel, el hermano mayor de Felipe, ha dicho que nos dejáramos de tonterías. La verdad es que tanto Felipe, como Ramón, y también Pedro se han pasado el rato diciendo tonterías. Que si una raza de alienígenas, que si un ser mitad hombre, mitad felino… Ha dicho no sé de la navaja de no se quién, y lo ha resumido diciendo que estar varios días en la oscuridad más absoluta, pensando en que te vas a morir de hambre (llevaba cantimplora, así que de sed en principio, no) puede hacerle perder los tornillos a cualquiera.

            De todas formas, es de suponer que, cuando le tranquilicen en el hospital, le cuente a las autoridades y a los médicos, qué es lo que le ha pasado, cómo se ha perdido y esas cosas. Porque no está del todo claro qué es lo que les puede haber pasado al resto del grupo. Según ha dicho la policía, seguirán buscando en la cueva, con el grupo de espeleólogos que ha llegado de la Universidad. Aunque, por lo que dice la gente, a este pobre chico se le han encontrado por pura casualidad.

Alberto Martínez Urueña 01-09-2014