Parece que lo
de Cataluña ha llegado a un punto que, siendo de los peores, no ha sido el peor
de todos ellos, y que toma un camino determinado. A ese respecto, he de
reconocer lo que en justicia le merece a mi querido Mariano, aunque no sea yo justiciero
de nada, ni se requiera de mi participación en modo alguno: su intervención,
una vez declarada la independencia de Cataluña, pidiendo calma, tranquilidad y
paciencia a los españoles, ha sido de lo más acertado que ha hecho en su vida
política.
Una vez que
podemos haber vislumbrado algo de luz al final de este túnel en el que llevamos
enfangados durante meses, podemos intentar mirarlo con una cierta perspectiva,
indicando como siempre que lo primero de todo es el cumplimiento de la ley. Es
más, todos esos delincuentes que, durante este proceso, han abogado por saltársela
no entienden que los primeros perjudicados pueden ser ellos: la ley no está
pensada para meter en vereda a los rebeldes antisistema, sirve para protegernos
del capricho de los poderosos, que son los que tendrían la fuerza para imponerse,
por cierto. Hay que recordarles a estos que pierden el culo por llamar fascista
a cualquiera que no acepte sus razones que antes de que existieran los
parlamentos y los tribunales teníamos algo llamado monarquía absoluta, y que
para un caso como el suyo –la simple pretensión de independizarse de su dominio–
había jaulas colgando del exterior de las murallas en donde los cuervos se
daban auténticos festines. Ahí dejo eso.
Los españoles
somos muy de quejarnos de cómo están las cosas, y esta situación nos lo ha
puesto una vez más a huevo. Somos de mentalidad negativa, de que no hay nada
que hacer, de que todo seguirá igual por mucho que lo intentemos. No vemos desde
dónde llegamos, e incluso he oído decir que España es un estado fallido. Hablar
de que España es un estado fallido sería ponerle al nivel de países como Sierra
Leona, Somalia o Afganistán, y que yo sepa, todavía podemos irnos al curro por
la mañana con una mínima de seguridad de que volveremos a casa por la tarde. No
nos secuestrarán, ni nos violarán, ni empezarán una nueva guerra en lo que
cumplimos con nuestras obligaciones. Pero no deja de ser menos cierto que en
esta piel de toro todavía tenemos muchas cosas que aprender. La primera de
todas es aprender a negociar en lugar de tratar de humillar al contrario o de
buscar venganzas para satisfacer el orgullo herido. De ahí que la llamada a la
calma de Mariano haya sido un acierto. Durante este tiempo, las diferentes
facciones no se han preocupado lo más mínimo de alimentar las pasiones, como si
estuviéramos en un partido de fútbol. Por desgracia, un golpe de Estado es algo
más serio que un simple fuera de juego, aunque en este país a veces no se
diferencie. Sólo mediante este aprendizaje, podremos llegar a determinados
consensos sociales que llevamos muchos años solicitando, esos acuerdos de
Estado que hemos pedido al PP y al PSOE y que de haberse llevado a cabo, no
habríamos tenido a los nacionalismos pasando por caja cada cuatro años, salvo
en las mayorías absolutas que, por cierto, tampoco visten muy bien en nuestra
democracia.
Otra lección,
fundamental a mi criterio, sería la necesidad que tenemos de poder dejar atrás los
independentismos de una vez por todas. No hablo de que tengan que renunciar a
su legítimo derecho de defender sus ideas, pero el resto de españoles no
podemos permitir que sigan condicionando nuestra convivencia. Han de asumir los
mecanismos constitucionales para sus pretensiones: necesitarían una mayoría de
dos tercios en las Cortes Generales y superar un referéndum de ratificación a
nivel nacional: hablo de una reforma de la Constitución mediante el procedimiento
agravado del artículo 168. No tienen otro camino, y nosotros no nos podemos
dejar liar nuevamente.
Una tercera
lección, derivada de las anteriores, es la necesidad de que se instaure, de una
vez por todas, una política de pactos entre los Grupos Parlamentarios que deben
dar estabilidad de manera definitiva a esas cuestiones denominadas “de Estado”.
No puede ser, resulta inasumible para la razón humana, que la única cuestión de
Estado en la que las fuerzas mayoritarias sean capaces de ponerse de acuerdo
verse sobre la unidad del Estado español. Y esto por un motivo: esa unidad
nacional, vacía de contenidos, es decir, vacía de esos acuerdos, corre el
riesgo de convertirse en un continente estéril y vacío, incapaz de aunar
efectivamente a todos los ciudadanos. Precisamente por esta incapacidad sobre
los asuntos básicos, es muy complicado que todos nosotros tengamos una noción
sobre la que podamos sentirnos unívocamente orgullosos, más allá de la bandera
y de Rafa Nadal. Necesitamos que nuestros dirigentes nos den esos puntos en
común sobre los que podamos sentir la unidad que necesitamos y sobre la que
poder construir una noción de España que sea positiva, más allá de las viejas
glorias de nuestra historia, y que no se autoafirme por su propia necesidad de subsistencia.
Que sea capaz de entender de manera tranquila, por cierto, que haya gente que
quiera autoexcluirse, pero sin permitir que sean capaces de secuestrarnos todo
el espacio público, tal y como han hecho este último año. Y que hayan sido
capaces de hacerlo, no ha sido mérito suyo, sino demerito de nuestros líderes
nacionales, incapaces todavía de entender esos tres puntos básicos que planteo.
Alberto Martínez Urueña
30-10-2017