viernes, 29 de septiembre de 2017

Lo urgente y lo importante


            Os diré que la frase no es mía, sino de Ana, o al menos es la que me la hizo llegar. Un buen resumen para una idea que vagaba, brumosa, por mi cabeza. Lo urgente versus lo importante… Parece una tontería, pero en realidad resume dramáticamente la sociedad en la que vivimos.

            Hay miles de personas, o seguramente millones, ahí fuera muriéndose patéticamente por razones que podrían evitarse sin demasiado esfuerzo. Ya sabéis, lo de las crisis de refugiados que provocan las guerras de África y Oriente Próximo, las limpiezas étnicas de Birmania, los muertos por hambre, las enfermedades del tercer mundo… Lo siento por el resto de causas que me dejo en el tintero: no pretendo menospreciar a ningún muerto ni a ningún marginado. Suficiente tienen con lo suyo. Sí, ya sé que eso no es cosa nuestra, que es cosa suya, que nosotros ya ganamos nuestras guerras y montamos nuestras libertades. Nosotros, digo, en Occidente, porque lo que es aquí en España, siempre a remolque, no sé si ganamos alguna o nos llovió del cielo. Pero por un momento vamos a olvidarnos de esos comentarios más propios de personas –o entes con forma de persona, pero que en realidad son otra cosa– desalmadas y sin gracia, y vamos a aplicar lo de la compasión por el débil y por el que sufre. No os acordéis de que, cuando esa gente dice lo que de “eso es problema suyo”, está justificando que niños de dos o tres años se ahoguen en el Mediterráneo por intentar escapar de una guerra.

            ¿Habéis oído hablar de lo del cambio climático? Sí, ya sé que hay, aproximadamente, un tres por ciento de estudios que niegan la causa antropocéntrica del cambio climático y lo atribuyen a otras causas. Pero vayamos más allá y admitamos la dudas razonables que los no expertos podemos tener con respecto a esta temática. Lo que sí que me parece innegable son los terribles efectos para la salud que provoca estar respirando veinticuatro horas al día mierda que flota en el aire, sustancias químicas cuya causalidad con múltiples tipos de cáncer está más que demostrada, como el benceno que sale por el tubo de escape de tu coche. Cuando pienso nuevamente en los niños, envenenados sistemáticamente desde que nacen por este sistema energético obsoleto, me entran ganas de agarrar un bate e ir rompiendo cabezas. Pero serenémonos, y sigamos con el texto.

            Una de las cuestiones que se derivan de las crisis humanitarias es la trata de personas. Este término es el eufemismo que alguien se inventó para no hablar de esclavismo. Parece que eso de los esclavos es algo del siglo dieciséis, algo que queda muy lejos, algo feo, algo que incomoda en las tertulias y en las conversaciones familiares. Te llaman demagogo y te miran con suficiencia. Se les olvida que cuando hablamos de personas a las que secuestran, extorsionan, violan, maltratan o incluso matan cuando no hacen lo que se les dice, es complicado no llamarlo de otra forma. Y ojo, ni que decir tienen esas conversaciones de machos ibéricos sobre las putas. No las putas que no lo son, pero se las llama. No, no, las putas de verdad. Esas sobre las que alardean haberse follado en alguna habitación llena de chinches. He oído incluso a algún bastardo decir que hay muchas que lo hacen porque les gusta. Así, sin temblarles el pulso. Con una sonrisa en la jeta de gilipollas. La que deberían partirle. Algunos argumentan que esas mujeres que escapan del hambre, la guerra, las violaciones, las mutilaciones genitales y todos los espantos que se os ocurran, deben estar agradecidas por poder ser folladas por el hombre blanco y así poder sacarse unos euros que mandar a sus hijos, y que no se mueran de hambre. Los pobres negritos.

            Pero el mundo occidental no se ocupa de lo importante. Estamos tan cegados por lo urgente que no somos capaces de ver que se desdibujan y se disipan en el aire. Pensamos que no admiten una pausa, o incluso un “¡a la mierda!” bien fuerte. Que suene como un bofetón en la cara de los bufones del espectáculo.

            Imaginaos una rueda de prensa en la que alguno de estos ridículos seres que ocupan la esfera pública pretendiese hablar, por ejemplo, de la opresión del pueblo catalán. O sensu contrario, que pretendiese desmontar la idea de la opresión del pueblo catalán. Y que la primera pregunta de uno de los periodistas amontonados ante el pesebre fuera: “Sí, sí, muy bien la historia, pero ¿qué van a hacer con lo de los refugiados del Mediterráneo?” Siguiente pregunta, diría el político, así como cariacontecido. "Guay lo de Cataluña, muy clarito, pero ¿qué medidas piensan impulsar para evitar la prostitución en España?”. Siguiente pregunta, diría el político, mirando a su jefe de prensa en plan “te mato, cabrón”. “Nos han quedado meridianamente explicadas las medidas que plantea adoptar para el tema de la independencia, pero ¿qué puede decirnos de las medidas que va a implementar su Gobierno para facilitar la transición energética?”. El político de turno miraría a esos periodistas, notando esa gota de sudor frío bajando por la espalda, y con una sonrisa, daría por concluida la rueda prensa. Y a nosotros, los ciudadanos, nos quedaría claro que en realidad, a esta gentuza, las cosas importantes les afectan un carajo.

 

Alberto Martínez Urueña 29-09-2017

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Arbitrariedades

            Al margen de la primera de mis tesis sobre el tema de la independencia de Cataluña –la necesidad de que los ciudadanos dejen de solicitar responsabilidades civiles, o penales en su caso, a los gestores públicos que durante los últimos cuarenta años han convertido el noble arte de la dirección política en un charco de ranas indigno y corrupto – hay cuestiones interesantes que me encuentro en las conversaciones sobre el tema. En estas, se aprecia una tendencia general con respecto a una cuestión importantísima, fruto de nuestros peores e ibéricos defectos: todos creemos entender de derecho y sus procedimientos, de legislación nacional e internacional o de pronunciamientos de los distintos organismos internacionales que puedan tener que ver con este problema. Esto nos lleva, por desgracia, a olvidarnos de consultar a los auténticos expertos: historiadores, economistas, abogados… Todos ellos, que estuvieran alejados del conflicto para poder garantizar la objetividad de sus criterios, por supuesto. Y les hay. En todo caso, en estas conversaciones subyacen dos cuestiones: por un lado, el derecho a decidir versus la legalidad establecida; y por otro, derivado del anterior, la definición de pueblo como ente que legitimaría tal derecho a decidir.
            Si empezamos por este último, por la delimitación de la noción de pueblo, es algo controvertida. De la simple lectura de la entrada que tal palabra tiene en la Wikipedia se puede entresacar bastante información. Sólo a modo de nota, os diré que tal controversia es reconocida en tratados legislativos que llegan desde el siglo XII, así que no estoy hablando de nada nuevo o poco estudiado. No vale despacharlo con un gesto de displicencia como hacen los expertos en banalizar cualquier asunto por el mero hecho de que ellos lo vean muy claro en su oscura cabeza. En todo caso, de las controversias de las que hablan los expertos, cabe plantear si las costumbres, las tradiciones y la idiosincrasia servirían como delimitación. El problema es que estas no obedecen a matemáticas indiscutibles: yo, como castellano, veo claras las diferencias que me separan de los extremeños, de los andaluces, de los canarios… y de los catalanes –también veo las similitudes que me unen a ellos, por cierto–, y no tengo claro que sean tan profundas ni tan claras como para establecer una frontera tan clara como pretenden los independentistas. Puedo argumentar, por mi condición de funcionario, que conozco a muchas personas que han tenido que abandonar su región para integrarse en otras de España, incluida la catalana, y el proceso no ha sido especialmente complicado en ninguno de los casos, como sí que lo ha ido, por ejemplo, para aquellos que han tenido que marcharse a los países nórdicos. La delimitación del pueblo catalán como ente poseedor de un derecho de autodeterminación en base a sus diferencias culturales hace aguas por todos lados, y más aún, teniendo en cuenta que nunca han tenido un apoyo mayoritario de su propia ciudadanía –un 70 o un 80%– favorable a macharse de España. La noción de Cataluña como pueblo independiente es, cuando menos, algo arbitrario.
            Por otro lado, se habla del derecho a decidir como un derecho fundamental, pero no se explica qué es esto ni para qué estaba pensado cuando la ONU lo incluyo en los Pactos Internacionales de Derechos Humanos –no en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ojo–. Me remito a mi colega historiador, David, que fue quien intervino en una de esas conversaciones para recordar que el principal destinatario de estos principios fue el proceso de descolonización que se produjo a finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX. Es decir, territorios conquistados por las potencias europeas en los siglos anteriores. No es el caso catalán, desde luego, y si alguien quiere considerarlo, ha de explicar qué otros límites tiene ese derecho. ¿Cuestiones culturales, tradiciones o idiosincrasias? En el párrafo anterior ya he dado mi parecer. Y otra cuestión que deberían establecer es sobre qué temas se admite el derecho a decidir. En mi texto anterior ya planteé la posibilidad de aplicarlo a cuestiones diferentes de los procesos independentistas. De la lectura de las leyes aprobadas en el Parlamento catalán se infiere que los políticos catalanes no están por la labor de ampliarlo a otros temas. De hecho, lo cercenan de forma feroz. De nuevo, aquí tenemos a la arbitrariedad.
            Planteaba en el tercer párrafo, y en textos anteriores, la cuestión de la desobediencia al estrato jurídico en favor de un derecho a decidir que ya he determinado, en este caso, como arbitrario en el mejor de los casos. Estrato jurídico que los catalanes, representados en las Cortes Generales españolas, han contribuido a formar durante los últimos cuarenta años de democracia. Ahora plantean su destrucción, y lo hacen en base a dos criterios arbitrarios como es el de pueblo soberano y el derecho de autodeterminación subyacente al concepto anterior, saltándose un criterio objetivo como son las leyes en las que ellos mismos han participado. Los independentistas pueden tener los legítimos deseos que ellos quieran –todos tenemos los nuestros–, pero no creo que sus argumentos tengan la solidez necesaria para justificar una desobediencia civil como la que plantean sus dirigentes, ni mucho menos para manipular a la opinión pública a fin de crear soldados, o mártires, en favor de su causa. Eso ya lo hacían los caciques y señores feudales en la Edad Media, y por suerte nos libramos de su yugo.

Alberto Martínez Urueña 27-09-2017


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viernes, 22 de septiembre de 2017

El derecho a decidir (pero bien entendido)


            Como es viernes y ayer os he mandado otro texto bastante serio, hoy voy un poco graciosete para que se os pase más rápido. Algo así como para tocar los cojones un poquito y marcharnos al fin de semana con la catarsis bajo el brazo.

            Sólo por imaginarnos un mundo perfecto –para los independentistas– vamos a pensar que el día uno de octubre hay una avalancha de cien mil pateras en el estrecho y se tiene que ir la Guardia Civil a defendernos de una invasión de insurgentes musulmanes, y con ellos el resto de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. No queda nadie para llevarse las urnas y allí vota todo quisque, y sale que sí, que se van. Ese día por la noche, Mariano sale en una rueda de prensa con preguntas, se pone nervioso ante alguna encerrona preparada por Javier Ferreras, el de la Sexta, y tiene uno de sus habituales lapsus linguae, y va y proclama la independencia de la república catalana en horario de máxima audiencia. Cuando sus adláteres quieren reaccionar, se monta un pifostio del copón porque, de la noche a la mañana, algún juez antisistema de la Audiencia Nacional ordena detener a todos los afiliados del PP como sospechosos de un delito de colaboración con banda criminal. Vamos, que se da la cuadratura del círculo necesaria para que Puigdemont y Junqueras –no hay mejor ejemplo para explicar lo que es un matrimonio de conveniencia– se salgan con la suya. Habría que dar por hecho que en todo el Estado español no hubiese nadie dispuesto a coger su fusil, como Johnny, y marcarse un Rambo, pero ibérico, con pelo en el pecho y palillo entre los dientes. Un orgullo para el Fary, que en paz descanse.

            Yo me imagino que estos señores pagados de sí mismos, orgullosos de su acento y contentos con el sonido de su voz, adoptasen rápidamente las medidas para llevar a referéndum una serie de medidas claramente solicitadas por ciertos sectores de la sociedad catalana. Sectores de la sociedad, que para su desgracia hasta estos momentos, eran marginados por la mera circunstancia de que sus actividades eran consideradas ilegales por la legislación española imperante, opresora e imperialista que había vigente. Por supuesto, se debería asegurar que el censo de votantes debería estar compuesto únicamente por aquellas personas directamente afectadas por la decisión, exactamente igual que argumentaron ellos para negar el derecho a decidir al resto de los españoles sobre qué pasaba con el territorio anteriormente conocido como España.

            A saber:

            1.- El valle de Arán ha de poder celebrar un referéndum para decidir sobre su derecho a la autodeterminación. No es un sentimiento ampliamente conocido en ciertos despachos de la Unión Europea, ni tampoco de la ONU, pero en el Palacio de la Generalidad de Cataluña deben tener conocimiento de todos estos movimientos secesionistas que amenazan con romper a la sociedad catalana en dos mitades bien diferenciadas. Aquí, el censo debería estar compuesto sólo por los habitantes del valle de Arán, por supuesto; el resto de catalanes deberían celebrar con gran alborozo todas aquellas manifestaciones de odio que los araneros profirieran contra el Estado Catalán opresor que les roba y les oprime desde la época de los Vacceos.

            2.- Los consumidores de drogas, ya sean duras, blandas o elásticas llevan años pidiendo la legalización tanto de su consumo como de la venta. A su favor está que con los ingresos derivados de los impuestos que podrían imponerse al tráfico de estupefacientes se podría salvaguardar durante años las malogradas pensiones, destrozadas por la independencia de España. Además, se lograría avanzar hacia el pleno empleo y aumentarían los índices de satisfacción ciudadana de manera generalizada. El censo estaría compuesto únicamente por toda aquella persona que diera positivo en un test de drogas durante controles realizados durante los últimos seis años, para evitar el intrusismo de personas ajenas a este espectro social.

            3.- Por supuesto, se deberían someter a referéndum la legalización del proxenetismo y la trata de personas –siempre que no sean catalanas, evidentemente– y tratadas como nuevas formas de negocio perfectamente asumibles, enriquecedoras de las arcas catalanas a través de los correspondientes aranceles fronterizos. Una tasa por cada persona introducida. Deberían poder votar todos aquellos catalanes que se inscribieran en el Registro Oficial de Morraña Humana, el ROMH, que pasaría a depender directamente de Presidencia a través de su organismo de publicidad y propaganda, La Vanguardia.

            4. – Por último, y no menos importante, habría que legalizar de una vez por todas la pedofilia. Librados del yugo opresor de esa iglesia católica culpabilizadora y creadora de pecados, el pueblo catalán debería ser sensible a esa nueva forma de demostrar el amor hacia los más pequeños y permitir, además, que estos pudieran explorar su cuerpo catalán bello y armonioso con ayuda de sus mayores, liberados ya de la ponzoña llegada desde Madrid y sus aledaños. El censo estaría formado, en primer lugar, por todos esos presos políticos encerrados por el Estado español opresor por la comisión de delitos contra la infancia, figura legal evidentemente creada para oprimir a esos catalanes que, en realidad, no habían hecho nada, sólo habían infringido una ley claramente injusta. Además, se podría apuntan, aquellos que lo desearan, en el censo de Catalanes Evidentemente Enfermos Pero con Derecho a Decidir su Enfermedad, el CEEPEDEDE. O como quieran llamarlo, porque a fin de cuentas, cuando el derecho a decidir está por encima de la legalidad vigente, ¿qué cojones nos importa a los demás lo que se saquen del higo?

 

Alberto Martínez Urueña 22-09-2017

 

PD: por cierto, y por lo de la mordaza, todo esto es coña. Espero no haberos ofendido, pero estaba en mi derecho a decidir si eso me importa.

jueves, 21 de septiembre de 2017

Llegué a estas conclusiones hablando


            La principal virtud que tienen ciertas redes sociales y ciertos avances tecnológicos es que pueden ayudar a hacerte pensar. En esas estoy después de haber tenido una buena conversación por Whatsapp en uno de los grupos a los que pertenezco con respecto al monotema catalán.

            En primer lugar, y antes de todo, os remito a mi texto anterior en el que defiendo que en Cataluña no se da un estado de opresión tal como para que Tarda, Rufián, Puigdemont y compañía estén legitimados para desobedecer la legislación establecida. Pero sigo. La principal conclusión a la que se llega hablando sobre el tema, mayoritaria, casi absoluta, es que todos estamos hasta las pelotas de este asunto. Y esto demuestra que el problema no viene de ahora, sino que llevamos sufriéndolo varios años, lo que a su vez indica que nuestros políticos, tan hábiles en lo suyo como siempre, no han querido solucionarlo en décadas. Así, nos dan un poco de entretenimiento machirulo para que, en lo que hablamos de fútbol, de Gran Hermano y del independentismo catalán, no nos demos cuenta de que siguen metiéndonosla hasta la garganta. Ya sabéis, lo de la corrupción y demás asuntos para los que ahora no hay tiempo. Demuestran insistentemente que aquí no hay élites políticas ni económicas responsables y amantes de la patria; aquí hay criminales llevando ambos barcos. Les interesa que hablemos de Cataluña, porque así pueden seguir manteniendo un estatus quo que les permite seguir medrando de nuestras arcas públicas y perpetuando una noción de Estado monolítica que se autoperpetua por propia necesidad de supervivencia. Es decir, la única manera de que ellos sigan chupando del tarro es que exista esa noción que necesita de ellos para mantenerse con vida. Un círculo perfecto.

            Otra de las conclusiones a las que yo personalmente llego, derivada también de esa noción monolítica de la que hablo en mi primer párrafo, es a que en España, una vez más, la idea no es la de, entre todos, encontrar una definición de lo que es España. Aquí, la definición de España ya la tienen hecha una serie de sujetos desde hace siglos y si quieres, te la comes, y si no, te la tragas. O te la hacen tragar. Y es tan encorsetada que deja demasiadas cosas fuera. Demasiados ciudadanos. Ése es el principal problema en el que nos encontramos, no sólo los catalanes, sino muchos españoles a los que envolvernos en el trapo rojigualdo no nos apetece no porque no nos sintamos españoles, sino por todas las connotaciones que le han impuesto esos señores del “como dios manda”. Es decir, nos sentimos españoles, pero no creemos que el españolismo pase necesariamente por tener que ser un españolito. No consiste en parecer un gañán con el pecho hinchado y la bandera en el llavero mientras proclamas una grande y libre, unívoca y centralizada, de un solo idioma y guiada con mano firme desde la Moncloa, la Zarzuela y el Bernabeu. No es la humillación a otras regiones que han de aceptar esa guía indeleble, ni tampoco el ninguneo que sufrimos en otras que casi no salen ni en la información del tiempo. España son, en primer lugar, y porque así lo dice la Constitución, los españoles, y de esos hay muchos y muy diversos.

            Este problema con la noción de España nos lleva también a otro de los problemas que se pueden encontrar cuando escarbas, y que a su vez, se entronca con uno de los principales rasgos de nuestra idiosincrasia ibérica: la necesidad de humillar al contrario. Ya lo hemos hablado muchas veces, y en el tercer párrafo se sobreentiende, pero hay que explicitarlo: en España está mal visto entenderse. Se ve como un rasgo de debilidad. Incluso se han inventado un insulto de algo que en realidad puede ser una virtud: la equidistancia. Aquí hay que dejar las cosas claras, poner los cojones encima de la mesa, a ser posible con un buen golpe aunque se te salten las lágrimas del dolor. Y aunque te los puedan aplastar de un martillazo. Hay que estar dispuesto a ser el que más grita defendiendo una postura que no sabes si es la correcta, o si hay otra posible. Pero es la tuya. Son los tuyos, hay que defenderlo a muerte. Es la familia. No hay diálogo en ningún sitio porque el diálogo perturba el orden establecido: es el pater familia, es decir, ahora el padre y la madre los que han de imponer su voluntad como sea; en las oficinas, tenemos el jefe cacique que quiere verte en tu puesto aunque sea jugando al solitario; en el Estado, la noción que hay que imponer como sea es ésa de España, aunque te perjudique. Es decir, como pasa en las dos Castillas, en Aragón, en Canarias, en Extremadura, en Asturias y en el resto de regiones que, por no tener la visibilidad del País Vasco o Cataluña, llevan siendo perjudicadas desde hace décadas por los gobiernos centralistas que les hacen promesas que nunca cumplen para poder hacer frente al chantaje sistemático de los nacionalistas. En el sufrimiento tendremos nuestra autoafirmación. No hay nada más castellano que esto. Lo dice la Salve.

            En resumidas cuentas, aquí el problema le tenemos todos, eso es cierto, pero unos más que otros. Porque yo no quiero que nadie ponga en tela de juicio ese Estado de Derecho que me permite mantener a mis hijas a salvo del mordisco de las fieras, pero tampoco tengo demasiado problema porque alguien tenga una consideración de la nación diferente a la mía. De hecho, empiezo a tener problemas cuando alguien me dice cómo han de ser las cosas sin explicármelas antes, sin una razón coherente y, además, pidiéndome una pleitesía que choca frontalmente con mis sentimientos, a sabiendas de que sólo es por poder seguir metiéndome la mano en la cartera. Es decir, lo que llevan haciendo el PP y CiU desde hace cuarenta años.

 

Alberto Martínez Urueña 21-09-2017

jueves, 14 de septiembre de 2017

Para que no quepan dudas


            No es que sea una cuestión que me importe demasiado. Viviendo en Valladolid, que gane el Madrid o el Barsa me deja particularmente frío, no me veo en la necesidad de tener que posicionarme entre ambos. Me sirve, eso sí, para soltar un par de chascarrillos con los amigos antes de pasar a otra cosa. Os lo juro, una vez que tomas distancia con el tema, te das cuenta de que pierde la importancia, se diluye como un azucarillo. O como un cadáver en ácido fluorhídrico. Me pasa igual con lo de la playa y la montaña, pero al revés: me gustan ambas, he aprendido a estar a gusto tanto cubierto por la arena que levantan los niños cuando juegan en la orilla e igual de satisfecho sudando como un pollo mientras jadeo al subir una cuesta de Picos de Europa.

            Con el tema de Cataluña hay un par de puntos que siempre hay que dejar claro: la desobediencia civil contra una legislación y sus órganos institucionales encargados de hacerla cumplir es muy necesaria cuando están en riesgo los derechos humanos fundamentales, como puede ser el derecho a la vida y a la dignidad humana, el derecho a una vivienda o el derecho a la libertad de expresión. Gracias a esa desobediencia civil, hoy en día las mujeres tienen derecho a voto, ya no son ciudadanos de segunda categoría; gracias a eso, las minorías raciales han conseguido iniciar un camino hacia la igualdad social en determinados países; gracias a esa desobediencia civil, hay personas en este país que han conseguido conservar su casa, han conseguido que sus hijos no duerman en albergues.

            Es evidente, al menos para mí, que esto no ocurre en Cataluña como consecuencia de pertenecer al Estado español; por lo tanto, cuando escucho a los poderes públicos instar a la ciudadanía a la resistencia y a la desobediencia, y a vulnerar el Estado de Derecho en su máxima expresión, no puedo estar menos de acuerdo. Todos aquellos que escuchan cantos de sirena y están dispuestos a seguirlas, les diré que, en la mitología, los barcos se estrellaban contra las rocas y no había supervivientes. Es decir, ¿qué garantías les ofrecen esos dirigentes que hoy reclaman desobedecer las leyes que vayan a cumplir su palabra con otras cuestiones que, en realidad, sí podrían afectar a sus derechos más fundamentales? Pero más allá de esta cuestión que obvian los mentecatos, desobedecer el orden establecido no es una medida proporcionada con respecto a los problemas que tienen los catalanes. En definitiva, no creo que Cataluña tenga motivos para buscar la independencia de una forma semejante. Pueden pretenderla, pero querer una cosa y conseguirla son cuestiones diferentes, cosa que se aprende desde niños. Y por supuesto, creo que el Estado español debería evitar ese referéndum que pretenden celebrar de no sé qué manera. Ésta es mi opinión si he de posicionarme: respeto a las leyes en casi todas las circunstancias –ésta es una de ellas–, porque si no lo hacemos, estamos legitimando a que otros monstruos más terribles dejen de hacerlo, y no creo que debamos darles excusas.

            Otra cuestión diferente es que esto me ciegue a la hora de analizar los motivos de por qué el porcentaje de personas a favor del independentismo haya pasado en década y media del 15% a un empate técnico. ¿Quién es el responsable del cabreo que ha provocado que personas que antes estaban más o menos cómodas perteneciendo a España ahora se quieran largar?

            Por otro lado, vivo en una región de España, la llamada Castilla la vieja, ahora Castilla y León, que, independientemente del gobierno central que haya pasado por Madrid, e independientemente del gobierno que haya pasado por la Generalidad catalana, ha sido sistemáticamente olvidada durante las últimas décadas, incluidas las décadas en las que Paquito campaba a sus anchas por la piel de toro. Y esto lo digo desde Valladolid. Tendríais que escuchar a algún amigo que tengo de Soria, o más que escucharle a él, comprobar el estado de absoluto abandono que sufren ciertas zonas de mi región, y no sólo éstas, en algunas partes de esa España de la que tanto se llenan la boca los hipócritas que sólo reclaman el cumplimiento de un Estado de Derecho cuando les beneficia. Este abandono no lo ha solucionado ni los que abogan por una mayor independencia de las regiones, ni tampoco lo han solucionado los que quieren un estado centralizado y fuerte frente a los secesionistas. Ojo, no digo que el declive del interior de España sea culpa de ninguno de ellos, pero desde luego sí lo son cuando hablamos de la falta de soluciones al respecto.

            Por todo esto, me posiciono a favor de los que consideran que uno de los baluartes fundamentales para conseguir una sociedad moderna y civilizada es una legislación clara con unas instituciones que la cumplan y que estén dotadas de las herramientas necesarias para hacerla cumplir. Por cierto, esto no lo opino por amor a la patria, ni por esa noción de España de la que habla la derecha en la que no creo. Tampoco lo hago porque crea en un imperialismo, ni en una tradición común, ni tampoco en una historia. Sí que tengo una noción de España, pero es muy diferente de la que enarbolan esos que hinchan el pecho cuando suena el himno –que sí que me representa– y se envuelven en la bandera como si fuera una toga, pero que no tienen problemas en justificar razones de mercado para dejar a niños españoles sin un techo que les cobije. Tengo una noción de España en la que la gran ciudadanía que conformamos ha conseguido sobrevivir y sacar esto adelante muy a pesar de los bochornosos sátrapas y caciques que nos han agarrado del cuello y de la cartera en los últimos siglos.

 

Alberto Martínez Urueña 14-09-2017

martes, 12 de septiembre de 2017

Sociópatas


            Podía elegir hablaros de lo del tema del territorio ése que pertenecería a la corona de Aragón y que anda con ínfulas secesionistas; sin embargo, aquí, en este país, si no te posicionas de forma agresiva, violenta y brutal sobre a quién quieres más, papá o mamá, Barsa o Madrid, playa o montaña, te llaman algo así como equidistante, y me la sopla que ahora algún papanatas venga decirme lo que tengo que pensar. También podía hablaros del huracán Irma, del cambio climático provocado por el hombre y sus mierdas atmosféricas, de las muertes en el sudeste asiático que produce, de los negacionistas y cómo les rebaten los científicos cada uno de sus postulados, de cómo el sistema capitalista puede ser causa de que el planeta reviente, o de cómo se puede convertir en su solución si los consumidores optasen por un consumo responsable. Podría hablaros de otras muchas cosas, unas con mi opinión formada y otras, que me la trae al pairo, pero hoy quiero hablaros de la crueldad humana y una de sus expresiones más bajunas: el juicio de los sentimientos.

            Ha dado la casualidad de que este verano, en lo que llevamos de él, he conocido la muerte de seres integrantes de varias familias, y he visto cómo esas muertes afectan a sus miembros. Hablo de la muerte de perros, esas cosas con cuatro patas, pelo más o menos largo y tamaño determinado mayormente por la raza. A fin de cuentas, animales con los que algunas familias eligen compartir su vida, es decir, su tiempo, su economía, su planificación y, por supuesto, sus sentimientos. Para aquellos menos versados en el tema, os diré que los perros no son como programas informáticos, ni tampoco como robots salidos de una película de ciencia ficción. Son animales, acordaos, de los que forman parte del reino animal, seres vivos de los que nos explicaban en el colegio. Y aquí ya entramos en la controversia sobre la importancia que se merecen.

            A este respecto, hay opiniones para todos los gustos. Conozco antitaurinos que aplauden cada cornada mortal que sacude el toro y se ciscan en la madre que parió al difunto, deseándole grandes sufrimientos a la familia. Sinceramente, me parece una posición desalmada que no comparto en modo alguno. Esas personas no entienden que sus actos y opiniones les definen y que desear la muerte de un ser, humano o no humano, y alegrarte por ello, les pone en el mismo plano que aquellos a los que critican. También conozco a personas que quieren más a sus mascotas que a los seres de su misma raza, es decir, personas como ellos, y se escudan en argumentos cínicos tales como la maldad intrínseca del ser humano, que somos la única raza capaz de maltratar a una cría y cuestiones parecidas. No entienden que detrás de su rechazo, lo único que hay es miedo a los riesgos que conllevan las relaciones personales, y que muchas de las supuestas agresiones que puedan haber cometido contra ellas, sólo han sido situaciones en las que alguien no ha hecho lo que ellos querían. Es decir, hablo de personas egoístas y miedosas que se han refugiado en el aislamiento, en lugar de crecer como personas equilibradas y sanas que aceptan los reveses de la vida.

            Por norma general, las familias quieren un huevo a sus mascotas. Quizá no tanto a los peces, que tienden a morirse con mucha facilidad y tampoco interaccionan demasiado con sus dueños, pero cuando empezamos a hablar de gatos, perros, caballos, cerdos vietnamitas, la cosa cambia. Y cuando se mueren, les duele el otro huevo como si se lo estuvieran mordiendo. Por desgracia, hay personas que olvidan que el dolor es dolor aquí o en la China, y en lugar de empatizar con ellos, juzgan los sentimientos de pérdida que el deceso ha traído. Ya estamos, una vez más, con la navaja del juicio agarrada del verbo en un espectáculo de absoluto onanismo mental. Esa necesidad de enjuiciarlo todo, como si la muerte del perro fuera un hecho que hubiera que vivirse de manera estandarizada como un proceso productivo y regulada como una constitución.

            Aunque me esté posicionando, diré que si por norma general rehúyo de la obligación de tener que opinar sobre cosas que no me afectan –me la suda si la hija de la Esteban se come el pollo o se la come a quien sea–, me parece de una osadía insultante pretender juzgar a una persona por los sentimientos que le produce la muerte de su chucho. En general, me parece inhumano juzgar los sentimientos de nadie, que quede claro. Que cada uno sienta lo que le digan sus tripas, porque a fin de cuentas, por suerte, los sentimientos están más allá del bien y del mal. Lo que no veo en ninguno de esos jueces es un autoanálisis lo suficientemente profundo como para que puedan autojuzgarse a sí mismos –el único análisis humano medianamente razonable y útil– a fin de descubrir las carencias personales que les producen esa necesidad de apretarles las tuercas al resto, esa mala hostia de tener que poner el último clavo de un ataúd, esa prepotencia de la última palabra y el último matiz. Yo digo que cada cual se busque sus piteras y no las del resto, y que busque ayuda quien no pueda hacerlo por sí mismo, pero esa búsqueda de la justicia –lo que está bien y lo que está mal no deja de ser eso– es enfermiza y habla mucho más de quien la busca que de quien la sufre. A fin de cuentas, los verdugos que disfrutan de su trabajo no dejan de ser, simple y llanamente, sociópatas incapaces de compadecerse del sufrimiento ajeno.

 

Alberto Martínez Urueña 11-09-2017

 

PD.: ojo, no tardando, hablaré de lo de la secesión. Y también de lo del Barsa y el Madrid, y de lo de playa y la montaña. Aunque no os guste demasiado mi equidistancia.

martes, 5 de septiembre de 2017

La dialéctica y sus cortinas


            Uno de los regalos que nos han dejado fiestas como el nazismo, el fascismo, el franquismo, el comunismo, la revolución cultural, la Kampuchea democrática, el Régimen Militar de Pinochet, el Proceso de Reorganización Nacional argentino, y así otras muchas barbaridades que se les han ido ocurriendo a hijos de puta de gran calado durante las últimas décadas, han sido unas construcciones dialécticas magistrales. Todas ellas tenían un componente argumental perfectamente definido desde las oficinas en donde se utilizaban las mentes preclaras de cada régimen para justificar el porqué de hacer las cosas de una manera y no de otra. Aunque a veces parece sencillo, montar un jaleo tal como el de Franco, que dejó las cunetas sembradas de vecinos –somos el segundo país del mundo con más fosas comunes sin identificar después de Camboya– y convenció a un gran número de gente de que eso de las Leyes del movimiento era algo estupendo, requiere de un esfuerzo intelectual adecuado para poder hacer chistes sobre muertos sin que se te muevan los higadillos. Amén de silenciar todas aquellas actuaciones de sus comandos de psicópatas pasándose por el arco del triunfo cualquier convención de derechos humanos. Ya sabéis, eso que se empeñan en ocultar, negar o incluso defender algunas de las viejas –y no tan viejas– glorias del PP.

            Sé que algunos podéis estar pensando que estoy sacando los pies del tiesto, pero para que no os sintáis incómodos, os diré que los extremos se besan en las alcobas, y que Pol Pot fue un bastardo con todas las letras, Mao Zedong un psicópata, Maduro es imbécil y Lenin fue ese hijo de puta que dijo que la muerte de un hombre es una tragedia, pero la de millones una estadística. Y lo aplicó a conciencia.

            ¿Qué es lo que tienen en común la mayoría de estos regímenes dictatoriales y criminales? Como os decía antes, todos estaban soportados por una lógica intachable, perfectamente argumentadas y justificadas. Todas tenían detrás grandes ideales, símbolos grandilocuentes y la indudable capacidad de arrastrar a las masas y así sustentarse bajo la sangre de los enemigos comunes. Pero no sólo esas ideologías: a fin de cuentas, esto pone de manifiesto una verdad que se aprende en las clases de filosofía cuando estás atento o cuando ministros amantes de la verdad unívoca no te la quitan del plan de estudios: toda conclusión tiene por detrás una sucesión dialéctica que la sustenta. Únicamente tienes que hallarla. O inventártela, que a fin de cuentas da lo mismo. No en vano, tenemos la dirección deductiva o la inductiva, de atrás adelante o al revés, y podemos vestir el santo que queramos para que nos quede guapo.

            A fin de cuentas, todas las barbaridades que en este mundo han sido tienen una característica en común, desde la muerte de millones deportados a Siberia hasta el abuso escolar –¡fijaos, lectores, hay algo en castellano que nos permite no usar el anglicanismo bullying!–, y es que quien la comete siempre aporta razones para hacerlo, desde la necesidad de una limpieza étnica hasta que el rarito ése se merece que le maten a collejas. A fin de cuentas, el ser humano, ya sea por la inseguridad, por el miedo, por la curiosidad o por lo que sea que nos ocurre, siempre tiene la imperiosa necesidad de justificar sus actos, desde los más nimios como puede ser por qué le gusta más carne o el pescado hasta por qué prefiere acostarse a una hora y no a otra.

            Es la dialéctica y la mala hostia que tienen algunos que con los atentados terroristas que nos han llegado a suelo español han sido incapaces de no caer en la tentación por la que rezan. Aparte de gastarse los dientes en puntualizar lo innecesario, que consiste en que la culpa de los atentados la tienen los asesinos que los cometieron, se han dedicado a mezclarlo todo con temas políticos, a ver qué pescaban. Así, tenemos a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, compuesta mayoritariamente por funcionarios dispuestos a jugarse la vida por ti y por mí cuando llega el caso, enfangadas en cuestiones políticas que manchan esa tarea tan encomiable. Y todo gracias, como siempre, a esos dirigentes políticos que tenemos, tan expertos ellos en cabrear al personal y utilizarlo de cabeza de lanza para sus propios intereses. Sinceramente, da asco, y cada vez que alguien me saca el tema y me quiere hacer comulgar con ruedas de molino para que asienta como un burro a las verdades que le han puesto en la boca los políticos y tertulianos de su cuerda, con mucho respeto le digo que me deje de tocar los cojones.

            Es como lo del tema catalán. Hasta en la sopa, os lo juro. Todo el mundo en las tertulias hablando del asunto, opinando sobre el artículo 155 de la Constitución o sobre el derecho a decidir de los pueblos, haciéndoles la merienda a unos dirigentes que sólo producen vergüenza ajena cada vez que salen en la tele farfullando discursos escritos por manos ajenas. Todavía estoy esperando ese momento en que algún periodista levante la mano en mitad de una de esas ruedas de prensa y le suelte a Mariano o a Puigdemont que sí, que todo eso está muy bien, pero que qué opina de las ITVs, de los Gürteles, de las pujoladas, de lo de Murcia, de lo de la perla negra… Porque no deja de resultarme curioso como los dos partidos más corruptos de la democracia española –esa que les patina en la lengua siempre que les interesa– han conseguido que hablemos de la primera cortina de humo que se han encontrado y no estemos preguntándoles día tras día que dónde está todo ese dinero que nos han estado esquilmando en las últimas cuatro décadas de bendita democracia.

 

Alberto Martínez Urueña 5-09-2017