martes, 12 de septiembre de 2017

Sociópatas


            Podía elegir hablaros de lo del tema del territorio ése que pertenecería a la corona de Aragón y que anda con ínfulas secesionistas; sin embargo, aquí, en este país, si no te posicionas de forma agresiva, violenta y brutal sobre a quién quieres más, papá o mamá, Barsa o Madrid, playa o montaña, te llaman algo así como equidistante, y me la sopla que ahora algún papanatas venga decirme lo que tengo que pensar. También podía hablaros del huracán Irma, del cambio climático provocado por el hombre y sus mierdas atmosféricas, de las muertes en el sudeste asiático que produce, de los negacionistas y cómo les rebaten los científicos cada uno de sus postulados, de cómo el sistema capitalista puede ser causa de que el planeta reviente, o de cómo se puede convertir en su solución si los consumidores optasen por un consumo responsable. Podría hablaros de otras muchas cosas, unas con mi opinión formada y otras, que me la trae al pairo, pero hoy quiero hablaros de la crueldad humana y una de sus expresiones más bajunas: el juicio de los sentimientos.

            Ha dado la casualidad de que este verano, en lo que llevamos de él, he conocido la muerte de seres integrantes de varias familias, y he visto cómo esas muertes afectan a sus miembros. Hablo de la muerte de perros, esas cosas con cuatro patas, pelo más o menos largo y tamaño determinado mayormente por la raza. A fin de cuentas, animales con los que algunas familias eligen compartir su vida, es decir, su tiempo, su economía, su planificación y, por supuesto, sus sentimientos. Para aquellos menos versados en el tema, os diré que los perros no son como programas informáticos, ni tampoco como robots salidos de una película de ciencia ficción. Son animales, acordaos, de los que forman parte del reino animal, seres vivos de los que nos explicaban en el colegio. Y aquí ya entramos en la controversia sobre la importancia que se merecen.

            A este respecto, hay opiniones para todos los gustos. Conozco antitaurinos que aplauden cada cornada mortal que sacude el toro y se ciscan en la madre que parió al difunto, deseándole grandes sufrimientos a la familia. Sinceramente, me parece una posición desalmada que no comparto en modo alguno. Esas personas no entienden que sus actos y opiniones les definen y que desear la muerte de un ser, humano o no humano, y alegrarte por ello, les pone en el mismo plano que aquellos a los que critican. También conozco a personas que quieren más a sus mascotas que a los seres de su misma raza, es decir, personas como ellos, y se escudan en argumentos cínicos tales como la maldad intrínseca del ser humano, que somos la única raza capaz de maltratar a una cría y cuestiones parecidas. No entienden que detrás de su rechazo, lo único que hay es miedo a los riesgos que conllevan las relaciones personales, y que muchas de las supuestas agresiones que puedan haber cometido contra ellas, sólo han sido situaciones en las que alguien no ha hecho lo que ellos querían. Es decir, hablo de personas egoístas y miedosas que se han refugiado en el aislamiento, en lugar de crecer como personas equilibradas y sanas que aceptan los reveses de la vida.

            Por norma general, las familias quieren un huevo a sus mascotas. Quizá no tanto a los peces, que tienden a morirse con mucha facilidad y tampoco interaccionan demasiado con sus dueños, pero cuando empezamos a hablar de gatos, perros, caballos, cerdos vietnamitas, la cosa cambia. Y cuando se mueren, les duele el otro huevo como si se lo estuvieran mordiendo. Por desgracia, hay personas que olvidan que el dolor es dolor aquí o en la China, y en lugar de empatizar con ellos, juzgan los sentimientos de pérdida que el deceso ha traído. Ya estamos, una vez más, con la navaja del juicio agarrada del verbo en un espectáculo de absoluto onanismo mental. Esa necesidad de enjuiciarlo todo, como si la muerte del perro fuera un hecho que hubiera que vivirse de manera estandarizada como un proceso productivo y regulada como una constitución.

            Aunque me esté posicionando, diré que si por norma general rehúyo de la obligación de tener que opinar sobre cosas que no me afectan –me la suda si la hija de la Esteban se come el pollo o se la come a quien sea–, me parece de una osadía insultante pretender juzgar a una persona por los sentimientos que le produce la muerte de su chucho. En general, me parece inhumano juzgar los sentimientos de nadie, que quede claro. Que cada uno sienta lo que le digan sus tripas, porque a fin de cuentas, por suerte, los sentimientos están más allá del bien y del mal. Lo que no veo en ninguno de esos jueces es un autoanálisis lo suficientemente profundo como para que puedan autojuzgarse a sí mismos –el único análisis humano medianamente razonable y útil– a fin de descubrir las carencias personales que les producen esa necesidad de apretarles las tuercas al resto, esa mala hostia de tener que poner el último clavo de un ataúd, esa prepotencia de la última palabra y el último matiz. Yo digo que cada cual se busque sus piteras y no las del resto, y que busque ayuda quien no pueda hacerlo por sí mismo, pero esa búsqueda de la justicia –lo que está bien y lo que está mal no deja de ser eso– es enfermiza y habla mucho más de quien la busca que de quien la sufre. A fin de cuentas, los verdugos que disfrutan de su trabajo no dejan de ser, simple y llanamente, sociópatas incapaces de compadecerse del sufrimiento ajeno.

 

Alberto Martínez Urueña 11-09-2017

 

PD.: ojo, no tardando, hablaré de lo de la secesión. Y también de lo del Barsa y el Madrid, y de lo de playa y la montaña. Aunque no os guste demasiado mi equidistancia.

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