Podía elegir
hablaros de lo del tema del territorio ése que pertenecería a la corona de
Aragón y que anda con ínfulas secesionistas; sin embargo, aquí, en este país,
si no te posicionas de forma agresiva, violenta y brutal sobre a quién quieres
más, papá o mamá, Barsa o Madrid, playa o montaña, te llaman algo así como
equidistante, y me la sopla que ahora algún papanatas venga decirme lo que
tengo que pensar. También podía hablaros del huracán Irma, del cambio climático
provocado por el hombre y sus mierdas atmosféricas, de las muertes en el
sudeste asiático que produce, de los negacionistas y cómo les rebaten los
científicos cada uno de sus postulados, de cómo el sistema capitalista puede
ser causa de que el planeta reviente, o de cómo se puede convertir en su
solución si los consumidores optasen por un consumo responsable. Podría
hablaros de otras muchas cosas, unas con mi opinión formada y otras, que me la
trae al pairo, pero hoy quiero hablaros de la crueldad humana y una de sus
expresiones más bajunas: el juicio de los sentimientos.
Ha dado la
casualidad de que este verano, en lo que llevamos de él, he conocido la muerte
de seres integrantes de varias familias, y he visto cómo esas muertes afectan a
sus miembros. Hablo de la muerte de perros, esas cosas con cuatro patas, pelo
más o menos largo y tamaño determinado mayormente por la raza. A fin de
cuentas, animales con los que algunas familias eligen compartir su vida, es
decir, su tiempo, su economía, su planificación y, por supuesto, sus
sentimientos. Para aquellos menos versados en el tema, os diré que los perros
no son como programas informáticos, ni tampoco como robots salidos de una
película de ciencia ficción. Son animales, acordaos, de los que forman parte
del reino animal, seres vivos de los que nos explicaban en el colegio. Y aquí
ya entramos en la controversia sobre la importancia que se merecen.
A este
respecto, hay opiniones para todos los gustos. Conozco antitaurinos que
aplauden cada cornada mortal que sacude el toro y se ciscan en la madre que
parió al difunto, deseándole grandes sufrimientos a la familia. Sinceramente,
me parece una posición desalmada que no comparto en modo alguno. Esas personas
no entienden que sus actos y opiniones les definen y que desear la muerte de un
ser, humano o no humano, y alegrarte por ello, les pone en el mismo plano que
aquellos a los que critican. También conozco a personas que quieren más a sus
mascotas que a los seres de su misma raza, es decir, personas como ellos, y se
escudan en argumentos cínicos tales como la maldad intrínseca del ser humano,
que somos la única raza capaz de maltratar a una cría y cuestiones parecidas.
No entienden que detrás de su rechazo, lo único que hay es miedo a los riesgos
que conllevan las relaciones personales, y que muchas de las supuestas
agresiones que puedan haber cometido contra ellas, sólo han sido situaciones en
las que alguien no ha hecho lo que ellos querían. Es decir, hablo de personas
egoístas y miedosas que se han refugiado en el aislamiento, en lugar de crecer
como personas equilibradas y sanas que aceptan los reveses de la vida.
Por norma
general, las familias quieren un huevo a sus mascotas. Quizá no tanto a los
peces, que tienden a morirse con mucha facilidad y tampoco interaccionan
demasiado con sus dueños, pero cuando empezamos a hablar de gatos, perros,
caballos, cerdos vietnamitas, la cosa cambia. Y cuando se mueren, les duele el
otro huevo como si se lo estuvieran mordiendo. Por desgracia, hay personas que
olvidan que el dolor es dolor aquí o en la China, y en lugar de empatizar con
ellos, juzgan los sentimientos de pérdida que el deceso ha traído. Ya estamos,
una vez más, con la navaja del juicio agarrada del verbo en un espectáculo de
absoluto onanismo mental. Esa necesidad de enjuiciarlo todo, como si la muerte
del perro fuera un hecho que hubiera que vivirse de manera estandarizada como
un proceso productivo y regulada como una constitución.
Aunque me
esté posicionando, diré que si por norma general rehúyo de la obligación de
tener que opinar sobre cosas que no me afectan –me la suda si la hija de la
Esteban se come el pollo o se la come a quien sea–, me parece de una osadía
insultante pretender juzgar a una persona por los sentimientos que le produce
la muerte de su chucho. En general, me parece inhumano juzgar los sentimientos
de nadie, que quede claro. Que cada uno sienta lo que le digan sus tripas,
porque a fin de cuentas, por suerte, los sentimientos están más allá del bien y
del mal. Lo que no veo en ninguno de esos jueces es un autoanálisis lo
suficientemente profundo como para que puedan autojuzgarse a sí mismos –el
único análisis humano medianamente razonable y útil– a fin de descubrir las
carencias personales que les producen esa necesidad de apretarles las tuercas al
resto, esa mala hostia de tener que poner el último clavo de un ataúd, esa
prepotencia de la última palabra y el último matiz. Yo digo que cada cual se
busque sus piteras y no las del resto, y que busque ayuda quien no pueda
hacerlo por sí mismo, pero esa búsqueda de la justicia –lo que está bien y lo
que está mal no deja de ser eso– es enfermiza y habla mucho más de quien la
busca que de quien la sufre. A fin de cuentas, los verdugos que disfrutan de su
trabajo no dejan de ser, simple y llanamente, sociópatas incapaces de
compadecerse del sufrimiento ajeno.
Alberto Martínez Urueña
11-09-2017
PD.: ojo, no tardando, hablaré de lo de la secesión. Y también
de lo del Barsa y el Madrid, y de lo de playa y la montaña. Aunque no os guste
demasiado mi equidistancia.
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