miércoles, 27 de septiembre de 2017

Arbitrariedades

            Al margen de la primera de mis tesis sobre el tema de la independencia de Cataluña –la necesidad de que los ciudadanos dejen de solicitar responsabilidades civiles, o penales en su caso, a los gestores públicos que durante los últimos cuarenta años han convertido el noble arte de la dirección política en un charco de ranas indigno y corrupto – hay cuestiones interesantes que me encuentro en las conversaciones sobre el tema. En estas, se aprecia una tendencia general con respecto a una cuestión importantísima, fruto de nuestros peores e ibéricos defectos: todos creemos entender de derecho y sus procedimientos, de legislación nacional e internacional o de pronunciamientos de los distintos organismos internacionales que puedan tener que ver con este problema. Esto nos lleva, por desgracia, a olvidarnos de consultar a los auténticos expertos: historiadores, economistas, abogados… Todos ellos, que estuvieran alejados del conflicto para poder garantizar la objetividad de sus criterios, por supuesto. Y les hay. En todo caso, en estas conversaciones subyacen dos cuestiones: por un lado, el derecho a decidir versus la legalidad establecida; y por otro, derivado del anterior, la definición de pueblo como ente que legitimaría tal derecho a decidir.
            Si empezamos por este último, por la delimitación de la noción de pueblo, es algo controvertida. De la simple lectura de la entrada que tal palabra tiene en la Wikipedia se puede entresacar bastante información. Sólo a modo de nota, os diré que tal controversia es reconocida en tratados legislativos que llegan desde el siglo XII, así que no estoy hablando de nada nuevo o poco estudiado. No vale despacharlo con un gesto de displicencia como hacen los expertos en banalizar cualquier asunto por el mero hecho de que ellos lo vean muy claro en su oscura cabeza. En todo caso, de las controversias de las que hablan los expertos, cabe plantear si las costumbres, las tradiciones y la idiosincrasia servirían como delimitación. El problema es que estas no obedecen a matemáticas indiscutibles: yo, como castellano, veo claras las diferencias que me separan de los extremeños, de los andaluces, de los canarios… y de los catalanes –también veo las similitudes que me unen a ellos, por cierto–, y no tengo claro que sean tan profundas ni tan claras como para establecer una frontera tan clara como pretenden los independentistas. Puedo argumentar, por mi condición de funcionario, que conozco a muchas personas que han tenido que abandonar su región para integrarse en otras de España, incluida la catalana, y el proceso no ha sido especialmente complicado en ninguno de los casos, como sí que lo ha ido, por ejemplo, para aquellos que han tenido que marcharse a los países nórdicos. La delimitación del pueblo catalán como ente poseedor de un derecho de autodeterminación en base a sus diferencias culturales hace aguas por todos lados, y más aún, teniendo en cuenta que nunca han tenido un apoyo mayoritario de su propia ciudadanía –un 70 o un 80%– favorable a macharse de España. La noción de Cataluña como pueblo independiente es, cuando menos, algo arbitrario.
            Por otro lado, se habla del derecho a decidir como un derecho fundamental, pero no se explica qué es esto ni para qué estaba pensado cuando la ONU lo incluyo en los Pactos Internacionales de Derechos Humanos –no en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ojo–. Me remito a mi colega historiador, David, que fue quien intervino en una de esas conversaciones para recordar que el principal destinatario de estos principios fue el proceso de descolonización que se produjo a finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX. Es decir, territorios conquistados por las potencias europeas en los siglos anteriores. No es el caso catalán, desde luego, y si alguien quiere considerarlo, ha de explicar qué otros límites tiene ese derecho. ¿Cuestiones culturales, tradiciones o idiosincrasias? En el párrafo anterior ya he dado mi parecer. Y otra cuestión que deberían establecer es sobre qué temas se admite el derecho a decidir. En mi texto anterior ya planteé la posibilidad de aplicarlo a cuestiones diferentes de los procesos independentistas. De la lectura de las leyes aprobadas en el Parlamento catalán se infiere que los políticos catalanes no están por la labor de ampliarlo a otros temas. De hecho, lo cercenan de forma feroz. De nuevo, aquí tenemos a la arbitrariedad.
            Planteaba en el tercer párrafo, y en textos anteriores, la cuestión de la desobediencia al estrato jurídico en favor de un derecho a decidir que ya he determinado, en este caso, como arbitrario en el mejor de los casos. Estrato jurídico que los catalanes, representados en las Cortes Generales españolas, han contribuido a formar durante los últimos cuarenta años de democracia. Ahora plantean su destrucción, y lo hacen en base a dos criterios arbitrarios como es el de pueblo soberano y el derecho de autodeterminación subyacente al concepto anterior, saltándose un criterio objetivo como son las leyes en las que ellos mismos han participado. Los independentistas pueden tener los legítimos deseos que ellos quieran –todos tenemos los nuestros–, pero no creo que sus argumentos tengan la solidez necesaria para justificar una desobediencia civil como la que plantean sus dirigentes, ni mucho menos para manipular a la opinión pública a fin de crear soldados, o mártires, en favor de su causa. Eso ya lo hacían los caciques y señores feudales en la Edad Media, y por suerte nos libramos de su yugo.

Alberto Martínez Urueña 27-09-2017


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