Uno de los
regalos que nos han dejado fiestas como el nazismo, el fascismo, el franquismo,
el comunismo, la revolución cultural, la Kampuchea democrática, el Régimen Militar
de Pinochet, el Proceso de Reorganización Nacional argentino, y así otras
muchas barbaridades que se les han ido ocurriendo a hijos de puta de gran
calado durante las últimas décadas, han sido unas construcciones dialécticas
magistrales. Todas ellas tenían un componente argumental perfectamente definido
desde las oficinas en donde se utilizaban las mentes preclaras de cada régimen
para justificar el porqué de hacer las cosas de una manera y no de otra. Aunque
a veces parece sencillo, montar un jaleo tal como el de Franco, que dejó las
cunetas sembradas de vecinos –somos el segundo país del mundo con más fosas
comunes sin identificar después de Camboya– y convenció a un gran número de
gente de que eso de las Leyes del movimiento era algo estupendo, requiere de un
esfuerzo intelectual adecuado para poder hacer chistes sobre muertos sin que se
te muevan los higadillos. Amén de silenciar todas aquellas actuaciones de sus
comandos de psicópatas pasándose por el arco del triunfo cualquier convención
de derechos humanos. Ya sabéis, eso que se empeñan en ocultar, negar o incluso
defender algunas de las viejas –y no tan viejas– glorias del PP.
Sé que
algunos podéis estar pensando que estoy sacando los pies del tiesto, pero para
que no os sintáis incómodos, os diré que los extremos se besan en las alcobas,
y que Pol Pot fue un bastardo con todas las letras, Mao Zedong un psicópata,
Maduro es imbécil y Lenin fue ese hijo de puta que dijo que la muerte de un
hombre es una tragedia, pero la de millones una estadística. Y lo aplicó a
conciencia.
¿Qué es lo
que tienen en común la mayoría de estos regímenes dictatoriales y criminales?
Como os decía antes, todos estaban soportados por una lógica intachable,
perfectamente argumentadas y justificadas. Todas tenían detrás grandes ideales,
símbolos grandilocuentes y la indudable capacidad de arrastrar a las masas y
así sustentarse bajo la sangre de los enemigos comunes. Pero no sólo esas
ideologías: a fin de cuentas, esto pone de manifiesto una verdad que se aprende
en las clases de filosofía cuando estás atento o cuando ministros amantes de la
verdad unívoca no te la quitan del plan de estudios: toda conclusión tiene por
detrás una sucesión dialéctica que la sustenta. Únicamente tienes que hallarla.
O inventártela, que a fin de cuentas da lo mismo. No en vano, tenemos la
dirección deductiva o la inductiva, de atrás adelante o al revés, y podemos
vestir el santo que queramos para que nos quede guapo.
A fin de
cuentas, todas las barbaridades que en este mundo han sido tienen una
característica en común, desde la muerte de millones deportados a Siberia hasta
el abuso escolar –¡fijaos, lectores, hay algo en castellano que nos permite no
usar el anglicanismo bullying!–, y es que quien la comete siempre aporta
razones para hacerlo, desde la necesidad de una limpieza étnica hasta que el rarito
ése se merece que le maten a collejas. A fin de cuentas, el ser humano, ya sea
por la inseguridad, por el miedo, por la curiosidad o por lo que sea que nos
ocurre, siempre tiene la imperiosa necesidad de justificar sus actos, desde los
más nimios como puede ser por qué le gusta más carne o el pescado hasta por qué
prefiere acostarse a una hora y no a otra.
Es la dialéctica
y la mala hostia que tienen algunos que con los atentados terroristas que nos
han llegado a suelo español han sido incapaces de no caer en la tentación por
la que rezan. Aparte de gastarse los dientes en puntualizar lo innecesario, que
consiste en que la culpa de los atentados la tienen los asesinos que los
cometieron, se han dedicado a mezclarlo todo con temas políticos, a ver qué
pescaban. Así, tenemos a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado,
compuesta mayoritariamente por funcionarios dispuestos a jugarse la vida por ti
y por mí cuando llega el caso, enfangadas en cuestiones políticas que manchan
esa tarea tan encomiable. Y todo gracias, como siempre, a esos dirigentes
políticos que tenemos, tan expertos ellos en cabrear al personal y utilizarlo
de cabeza de lanza para sus propios intereses. Sinceramente, da asco, y cada vez
que alguien me saca el tema y me quiere hacer comulgar con ruedas de molino
para que asienta como un burro a las verdades que le han puesto en la boca los
políticos y tertulianos de su cuerda, con mucho respeto le digo que me deje de
tocar los cojones.
Es como lo
del tema catalán. Hasta en la sopa, os lo juro. Todo el mundo en las tertulias
hablando del asunto, opinando sobre el artículo 155 de la Constitución o sobre
el derecho a decidir de los pueblos, haciéndoles la merienda a unos dirigentes
que sólo producen vergüenza ajena cada vez que salen en la tele farfullando
discursos escritos por manos ajenas. Todavía estoy esperando ese momento en que
algún periodista levante la mano en mitad de una de esas ruedas de prensa y le suelte
a Mariano o a Puigdemont que sí, que todo eso está muy bien, pero que qué opina
de las ITVs, de los Gürteles, de las pujoladas, de lo de Murcia, de lo de la
perla negra… Porque no deja de resultarme curioso como los dos partidos más
corruptos de la democracia española –esa que les patina en la lengua siempre
que les interesa– han conseguido que hablemos de la primera cortina de humo que
se han encontrado y no estemos preguntándoles día tras día que dónde está todo
ese dinero que nos han estado esquilmando en las últimas cuatro décadas de
bendita democracia.
Alberto Martínez Urueña
5-09-2017
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