jueves, 21 de septiembre de 2017

Llegué a estas conclusiones hablando


            La principal virtud que tienen ciertas redes sociales y ciertos avances tecnológicos es que pueden ayudar a hacerte pensar. En esas estoy después de haber tenido una buena conversación por Whatsapp en uno de los grupos a los que pertenezco con respecto al monotema catalán.

            En primer lugar, y antes de todo, os remito a mi texto anterior en el que defiendo que en Cataluña no se da un estado de opresión tal como para que Tarda, Rufián, Puigdemont y compañía estén legitimados para desobedecer la legislación establecida. Pero sigo. La principal conclusión a la que se llega hablando sobre el tema, mayoritaria, casi absoluta, es que todos estamos hasta las pelotas de este asunto. Y esto demuestra que el problema no viene de ahora, sino que llevamos sufriéndolo varios años, lo que a su vez indica que nuestros políticos, tan hábiles en lo suyo como siempre, no han querido solucionarlo en décadas. Así, nos dan un poco de entretenimiento machirulo para que, en lo que hablamos de fútbol, de Gran Hermano y del independentismo catalán, no nos demos cuenta de que siguen metiéndonosla hasta la garganta. Ya sabéis, lo de la corrupción y demás asuntos para los que ahora no hay tiempo. Demuestran insistentemente que aquí no hay élites políticas ni económicas responsables y amantes de la patria; aquí hay criminales llevando ambos barcos. Les interesa que hablemos de Cataluña, porque así pueden seguir manteniendo un estatus quo que les permite seguir medrando de nuestras arcas públicas y perpetuando una noción de Estado monolítica que se autoperpetua por propia necesidad de supervivencia. Es decir, la única manera de que ellos sigan chupando del tarro es que exista esa noción que necesita de ellos para mantenerse con vida. Un círculo perfecto.

            Otra de las conclusiones a las que yo personalmente llego, derivada también de esa noción monolítica de la que hablo en mi primer párrafo, es a que en España, una vez más, la idea no es la de, entre todos, encontrar una definición de lo que es España. Aquí, la definición de España ya la tienen hecha una serie de sujetos desde hace siglos y si quieres, te la comes, y si no, te la tragas. O te la hacen tragar. Y es tan encorsetada que deja demasiadas cosas fuera. Demasiados ciudadanos. Ése es el principal problema en el que nos encontramos, no sólo los catalanes, sino muchos españoles a los que envolvernos en el trapo rojigualdo no nos apetece no porque no nos sintamos españoles, sino por todas las connotaciones que le han impuesto esos señores del “como dios manda”. Es decir, nos sentimos españoles, pero no creemos que el españolismo pase necesariamente por tener que ser un españolito. No consiste en parecer un gañán con el pecho hinchado y la bandera en el llavero mientras proclamas una grande y libre, unívoca y centralizada, de un solo idioma y guiada con mano firme desde la Moncloa, la Zarzuela y el Bernabeu. No es la humillación a otras regiones que han de aceptar esa guía indeleble, ni tampoco el ninguneo que sufrimos en otras que casi no salen ni en la información del tiempo. España son, en primer lugar, y porque así lo dice la Constitución, los españoles, y de esos hay muchos y muy diversos.

            Este problema con la noción de España nos lleva también a otro de los problemas que se pueden encontrar cuando escarbas, y que a su vez, se entronca con uno de los principales rasgos de nuestra idiosincrasia ibérica: la necesidad de humillar al contrario. Ya lo hemos hablado muchas veces, y en el tercer párrafo se sobreentiende, pero hay que explicitarlo: en España está mal visto entenderse. Se ve como un rasgo de debilidad. Incluso se han inventado un insulto de algo que en realidad puede ser una virtud: la equidistancia. Aquí hay que dejar las cosas claras, poner los cojones encima de la mesa, a ser posible con un buen golpe aunque se te salten las lágrimas del dolor. Y aunque te los puedan aplastar de un martillazo. Hay que estar dispuesto a ser el que más grita defendiendo una postura que no sabes si es la correcta, o si hay otra posible. Pero es la tuya. Son los tuyos, hay que defenderlo a muerte. Es la familia. No hay diálogo en ningún sitio porque el diálogo perturba el orden establecido: es el pater familia, es decir, ahora el padre y la madre los que han de imponer su voluntad como sea; en las oficinas, tenemos el jefe cacique que quiere verte en tu puesto aunque sea jugando al solitario; en el Estado, la noción que hay que imponer como sea es ésa de España, aunque te perjudique. Es decir, como pasa en las dos Castillas, en Aragón, en Canarias, en Extremadura, en Asturias y en el resto de regiones que, por no tener la visibilidad del País Vasco o Cataluña, llevan siendo perjudicadas desde hace décadas por los gobiernos centralistas que les hacen promesas que nunca cumplen para poder hacer frente al chantaje sistemático de los nacionalistas. En el sufrimiento tendremos nuestra autoafirmación. No hay nada más castellano que esto. Lo dice la Salve.

            En resumidas cuentas, aquí el problema le tenemos todos, eso es cierto, pero unos más que otros. Porque yo no quiero que nadie ponga en tela de juicio ese Estado de Derecho que me permite mantener a mis hijas a salvo del mordisco de las fieras, pero tampoco tengo demasiado problema porque alguien tenga una consideración de la nación diferente a la mía. De hecho, empiezo a tener problemas cuando alguien me dice cómo han de ser las cosas sin explicármelas antes, sin una razón coherente y, además, pidiéndome una pleitesía que choca frontalmente con mis sentimientos, a sabiendas de que sólo es por poder seguir metiéndome la mano en la cartera. Es decir, lo que llevan haciendo el PP y CiU desde hace cuarenta años.

 

Alberto Martínez Urueña 21-09-2017

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