La principal
virtud que tienen ciertas redes sociales y ciertos avances tecnológicos es que
pueden ayudar a hacerte pensar. En esas estoy después de haber tenido una buena
conversación por Whatsapp en uno de los grupos a los que pertenezco con
respecto al monotema catalán.
En primer
lugar, y antes de todo, os remito a mi texto anterior en el que defiendo que en
Cataluña no se da un estado de opresión tal como para que Tarda, Rufián,
Puigdemont y compañía estén legitimados para desobedecer la legislación
establecida. Pero sigo. La principal conclusión a la que se llega hablando
sobre el tema, mayoritaria, casi absoluta, es que todos estamos hasta las
pelotas de este asunto. Y esto demuestra que el problema no viene de ahora, sino
que llevamos sufriéndolo varios años, lo que a su vez indica que nuestros
políticos, tan hábiles en lo suyo como siempre, no han querido solucionarlo en
décadas. Así, nos dan un poco de entretenimiento machirulo para que, en lo que
hablamos de fútbol, de Gran Hermano y del independentismo catalán, no nos demos
cuenta de que siguen metiéndonosla hasta la garganta. Ya sabéis, lo de la
corrupción y demás asuntos para los que ahora no hay tiempo. Demuestran
insistentemente que aquí no hay élites políticas ni económicas responsables y
amantes de la patria; aquí hay criminales llevando ambos barcos. Les interesa
que hablemos de Cataluña, porque así pueden seguir manteniendo un estatus quo
que les permite seguir medrando de nuestras arcas públicas y perpetuando una
noción de Estado monolítica que se autoperpetua por propia necesidad de
supervivencia. Es decir, la única manera de que ellos sigan chupando del tarro
es que exista esa noción que necesita de ellos para mantenerse con vida. Un
círculo perfecto.
Otra de las
conclusiones a las que yo personalmente llego, derivada también de esa noción
monolítica de la que hablo en mi primer párrafo, es a que en España, una vez
más, la idea no es la de, entre todos, encontrar una definición de lo que es
España. Aquí, la definición de España ya la tienen hecha una serie de sujetos desde
hace siglos y si quieres, te la comes, y si no, te la tragas. O te la hacen
tragar. Y es tan encorsetada que deja demasiadas cosas fuera. Demasiados
ciudadanos. Ése es el principal problema en el que nos encontramos, no sólo los
catalanes, sino muchos españoles a los que envolvernos en el trapo rojigualdo
no nos apetece no porque no nos sintamos españoles, sino por todas las
connotaciones que le han impuesto esos señores del “como dios manda”. Es decir,
nos sentimos españoles, pero no creemos que el españolismo pase necesariamente
por tener que ser un españolito. No consiste en parecer un gañán con el pecho
hinchado y la bandera en el llavero mientras proclamas una grande y libre,
unívoca y centralizada, de un solo idioma y guiada con mano firme desde la
Moncloa, la Zarzuela y el Bernabeu. No es la humillación a otras regiones que
han de aceptar esa guía indeleble, ni tampoco el ninguneo que sufrimos en otras
que casi no salen ni en la información del tiempo. España son, en primer lugar,
y porque así lo dice la Constitución, los españoles, y de esos hay muchos y muy
diversos.
Este problema
con la noción de España nos lleva también a otro de los problemas que se pueden
encontrar cuando escarbas, y que a su vez, se entronca con uno de los
principales rasgos de nuestra idiosincrasia ibérica: la necesidad de humillar
al contrario. Ya lo hemos hablado muchas veces, y en el tercer párrafo se
sobreentiende, pero hay que explicitarlo: en España está mal visto entenderse.
Se ve como un rasgo de debilidad. Incluso se han inventado un insulto de algo
que en realidad puede ser una virtud: la equidistancia. Aquí hay que dejar las
cosas claras, poner los cojones encima de la mesa, a ser posible con un buen
golpe aunque se te salten las lágrimas del dolor. Y aunque te los puedan
aplastar de un martillazo. Hay que estar dispuesto a ser el que más grita
defendiendo una postura que no sabes si es la correcta, o si hay otra posible.
Pero es la tuya. Son los tuyos, hay que defenderlo a muerte. Es la familia. No
hay diálogo en ningún sitio porque el diálogo perturba el orden establecido: es
el pater familia, es decir, ahora el padre y la madre los que han de imponer su
voluntad como sea; en las oficinas, tenemos el jefe cacique que quiere verte en
tu puesto aunque sea jugando al solitario; en el Estado, la noción que hay que
imponer como sea es ésa de España, aunque te perjudique. Es decir, como pasa en
las dos Castillas, en Aragón, en Canarias, en Extremadura, en Asturias y en el
resto de regiones que, por no tener la visibilidad del País Vasco o Cataluña, llevan
siendo perjudicadas desde hace décadas por los gobiernos centralistas que les
hacen promesas que nunca cumplen para poder hacer frente al chantaje
sistemático de los nacionalistas. En el sufrimiento tendremos nuestra
autoafirmación. No hay nada más castellano que esto. Lo dice la Salve.
En resumidas
cuentas, aquí el problema le tenemos todos, eso es cierto, pero unos más que
otros. Porque yo no quiero que nadie ponga en tela de juicio ese Estado de
Derecho que me permite mantener a mis hijas a salvo del mordisco de las fieras,
pero tampoco tengo demasiado problema porque alguien tenga una consideración de
la nación diferente a la mía. De hecho, empiezo a tener problemas cuando
alguien me dice cómo han de ser las cosas sin explicármelas antes, sin una
razón coherente y, además, pidiéndome una pleitesía que choca frontalmente con
mis sentimientos, a sabiendas de que sólo es por poder seguir metiéndome la
mano en la cartera. Es decir, lo que llevan haciendo el PP y CiU desde hace
cuarenta años.
Alberto Martínez Urueña
21-09-2017
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