Verme en esta
fría celda por un delito que no he cometido quizá no es lo más truculento de mi
historia. Condenado a muerte en un juicio en el que el insoportable peso de la
maquinaria de justicia, en su afán por satisfacer la sed de venganza de la
turba furiosa, actuó sin la más mínima imparcialidad, huyendo de las aparentes
evidencias para escarbar cuidadosamente en los hechos y encontrar la realidad
subyacente. La frustración que supone semejante vapuleo es tan asfixiante que
parece acrecentar el peso de estas paredes frías que me atrapan, poniéndolas en
disposición de aplastarme. ¿Qué puede saber el hombre normal sobre la angustia
cuando nunca se ha visto sometido a la opresión de tal trance, al linchamiento
social y al desprecio de los más cercanos? Si yo pudiera hacerles entender…
Sólo soy y he
sido siempre, hasta el día en que cuatro policías echaron la puerta de mi casa
abajo, aterrorizando a mi mujer y a mis hijos, y condenándoles a la vergüenza y
el oprobio, un hombre normal, sin más estridencias de las habituales, con una
vida sencilla y en muchas circunstancias, bastante monótona. De esa monotonía
silenciosa y queda, no como la de los adolescentes que lleva al descontrol de
las emociones, a la pulsión de las hormonas y a la búsqueda de novedades. Hablo
de la típica monotonía, que por otro lado da seguridad, en que vivimos la
mayoría: estudios en el colegio, luego universitarios, una chica guapa y
sensata, casa unifamiliar, coche potente, hijos correctamente educados y
guapos… Luego está el riesgo de la monotonía de la que has de cuidarte: esa
monotonía que llega poco a poco, sin avisar, lenta como el avance de una mancha
de aceite, pegajosa como vertido de crudo en pleno océano, tóxica como cualquier
veneno de los derivados del petróleo. La ves venir desde lejos, y has de intentar
evitar que vaya impregnando todos y cada uno de los aspectos de tu vida.
Hasta este
momento, no me he quejado lo más mínimo, la verdad. En primer lugar, siempre me
he considerado un tipo bastante guapo. Metro ochenta y cinco, bastante fornido
y con la llamada curva de la felicidad más o menos controlada. Además, sólo
hace poco ha sido cuando he empezado a ralear por la cabeza, pero todavía puedo
peinarme con la raya a un lado, dejando que sobresalga el tupé. Nunca me han
faltado mujeres, soltero o casado, cuando he salido a tomar unas copas con los
amigos, o cuando me he dedicado algún solitario por los bares del extrarradio
de mi ciudad, en tabernas donde poder tener controlado el tedio del tsunami
diario con alguna vía de escape más o menos inocente. No sé si me explico.
Todos la necesitamos; es más, nos la merecemos, sobre todo los que cumplimos
con nuestros deberes con eficacia y sin protestas, tanto en las obligaciones
laborales como en las que la familia impone. Así que tampoco considero un
crimen execrable que, esporádicamente, coja el coche y me adentre en la noche
más oscura, en garitos donde la luz es discreta, el alcohol bueno y el ambiente
liberal.
Me gusta ver
a las mujeres de esos bares, algunas de ellas de pago, y otras que buscan
también una compensación, aunque ésta no sea económica. Las veo contonearse
mientras se acercan a los hombres de toda índole que van a esos lugares,
sugiriendo quizá más de la cuenta, mostrando de una forma más o menos explícita
las intenciones que su cuerpo exige. No sé muy bien qué es lo que lleva al ser
humano a convertirse en algo así, aunque sé que las excusas son variadas. Algunas
me las han contado, pero según empiezan ya voy oliendo ese tufillo a mala
justificación que les sirve para descargarse de la culpa que puede suponer su
libidinoso comportamiento. Alguien con unos mínimos valores y un cierto juicio tiene
claro que para convertirte en eso, hay
que caminar por fronteras precarias que es mejor evitar, ya que de hacerlo, el
riesgo de cruzarlas y caer al otro lado es evidente, con todo lo que esto
conlleva. Esas mujeres han cruzado al otro lado hace ya tiempo, y el camino de
vuelta no existe, se lo lleva el viento, borra las huellas para que no lo
encuentres, aliado con el mismísimo diablo. Un diablo que se aloja en tus
entrañas y las aprieta fuerte para saciar su hambre de pecado.
Veo como los
demás hombres se dejan hacer. Han perdido esa locuaz perspectiva que les permitiría
entender con lucidez la naturaleza de sus actos, y como el diablo del que
hablaba, ese que las mujeres han dejado acampar en sus genitales, les confunde,
arrastrándoles con su ponzoña recubierta de melaza. Una vez que discurren por
ese camino, se abre ante ellos un mundo distorsionado donde la realidad está
contaminada por las sustancias consumidas y por el chorro de hormonas que
confunden su cerebro y sus sentidos, haciéndoles creer en el falso mensaje que
ese modo de vida ofrece.
Es mi vía de
escape de esta existencia perfectamente ordenada y clasificada, la compensación
por salvaguardar el sistema que hemos construido entre todos. Observarlos en
sus madrigueras, contemplaros y, de vez en cuando, poner alguna solución adecuada a este veneno. ¿Cuál es el
delito?
Alberto Martínez Urueña
26-09-2014