Lunes, 3 de
Septiembre, por la tarde.
Me desperté
bañado en sudor. Me duele todo el cuerpo y me ha costado convencer a ese médico
que me vigila desde la mesa para que me desate las manos. No le he dicho de qué
estoy escribiendo, le he dicho que este es un cuaderno en el que escribo a mis
padres y punto. No me ha pedido muchas más explicaciones, creo que tienen miedo
a que mi estado mental se deteriore, o algo parecido, y deben tener órdenes de
mantenerme estable. Lo que no ha querido contarme es lo que ha pasado mientras
he estado inconsciente, ni por qué han tenido que atarme. Él también lleva, por
supuesto, ese traje aislante, como en las plagas de enfermedades que he visto
en las películas. Sé que no servirá de nada decirle que el peligro no va por
ese lado.
Pero he de
apresurarme. Si no recuerdo mal, ya llegan mis últimas horas, quizá minutos, y
no puedo desperdiciarlos. Creo que en el último momento logré conservar la
cordura, o al menos parte de ella, para poder escribir este relato y advertir a
los que me sucederán de los peligros que se desataron cuando la tierra tembló y
vomitó de sus entrañas semejante ponzoña.
Me encontraba
solo en mitad de la oscuridad y sin posibilidad de orientarme, así que decidí
permanecer quieto. Pasaron unos instantes, no se cuántos, pero me di cuenta de
que aquella cueva no estaba del todo a oscuras. Hay un punto en que la claridad
puede ser más aterradora que la oscuridad completa, justo cuando comienzan a
cobrar materia las inconexas formas que la escasísima luz hace aparecer ante
tus ojos, sin acabar de tomar una forma concreta. Entonces, cuando creía
alcanzar el máximo terror soportable, vi que aquella claridad venía de una pequeña
gruta que había al fondo de aquella cueva, por la que entré apresuradamente por
no quedarme a oscuras. Yo solo. Y lo que encontré fue la linterna de Pedro, con
los dedos blancos de su mano derecha todavía se aferraban al mango como si se
tratase de un salvavidas.
No sé cómo
saqué fuerzas de flaqueza para abrirlos uno por uno, pero necesitaba poder ver
por dónde andaba. Y después estuve deambulando por aquellas grutas, intentando
encontrar alguna de las marcas que habíamos ido dejando para poder encontrar la
salida. Fue una de ellas la que me llevó a la caverna.
No voy a
entrar en detalles pero aquello era enorme: la luz se perdía en las tinieblas
antes de tocar las paredes. Allí, en el centro estaban Angel, Felipe y Ramón, y
unos restos que debían ser Pedro esparcidos en torno suyo. Estaban atados a
unas pilastras de piedra en donde aparecía representada una extraña figura
bicéfala sobre una enorme piedra redonda, y ellos
les estaban practicando algún tipo de ritual en el que la sangre y la piel
parecían ser los ingredientes básicos. Puedo oír, dentro de mi cabeza,
perfectamente los gritos y los jadeos, y aquel olor a sudor y esfínteres
sueltos, mientras en la piedra se mezclaban uno tras otro todos los fluidos que
contiene un cuerpo humano.
No fue
únicamente el espanto absoluto de aquella escena tan brutal: aquello tenía también
algo arcano y prohibido, con aquellos cuerpos blanduzcos y gibosos ululando entre
las antorchas mientras cortaban,
drenaban y extirpaban. Allí fue cuando empecé a notar cómo los nervios
empezaron a fallarme, pues la piedra a la que estaban atados mis amigos empezó
a moverse, como si cobrara vida, y aquella forma grotesca pareció mirarme. Allí todo se trastocó en mi
cabeza, algo entró en ella y le transfirió ideas, conceptos, recuerdos
pretéritos y planificaciones futuras. El tiempo que llevan allí, y lo que
planean hacer en adelante. De sus gargantas salió un sonido gutural, y un
sinfín de ojillos rojos se giraron hacia mí, cubiertos de babas, sangre y
trozos de mis amigos. Salí corriendo, sin control, escuchando unos gritos muy
agudos a mis espaldas y un ruido como de carreras. Me perseguían saltando unos
sobre otros, con aquellos ojos rojos muy fijos en mi espalda. Creí que el
corazón se me pararía al instante, y moriría allí mismo de terror.
No sé muy
bien qué sucedió durante un rato en que corrí por aquellos túneles, pero en uno
de los recodos me di de bruces con una de las marcas que había dejado Ángel, y
cuando conseguí salir era de día, y me rodearon todos aquellos hombres
cubiertos con el traje de aislamiento en el que se veía el logotipo de la
policía nacional. Recuerdo vagamente una ambulancia, y también unos gritos
guturales, como de una fiera salvaje. Después me desperté en esta cama de
hospital, y desde que lo hice, no hago más que recordar lo que vi hace unos
días.
He intentado
contar lo que he me ha sucedido allí abajo, pero los ojos de los que escuchan
son suficientemente explícitos como para saber el efecto que producen mis
palabras. Por eso he decidido guardar silencio y dejar este diario por si puede
servir en el futuro… que les quede.
Sé que ya
vienen a por mí, igual que fueron a por Óscar a los dos días de salir de la
cueva, y no sé qué me sucederá, aunque tengo una vaga idea. Me escaparía, pero ¿a
dónde? Además, estoy atado a esta cama, fruto de un supuesto ataque de locura
del que no me acuerdo y de las poco prudentes advertencias sobre lo que se
oculta bajo tierra.
Vienen a por
mí, no pueden dejar que su existencia se conozca. Nos temen, pero nos ansían, y
su ansia, movida por un odio que escapa a toda comprensión, lleva cocinándose a
fuego lento desde que esa cueva quedó sellada hace miríadas de años,
condenándoles a la más absoluta de las tinieblas.
Alberto Martínez Urueña
19-09-2014
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