lunes, 15 de septiembre de 2014

La cueva. Parte IV


            Lunes, 3 de Septiembre

            Trato de escoger las palabras para que, cuando mi madre lo lea, pueda encontrar en ellas una razón, aunque ésta sea estúpida. Sé que estas líneas caerán en las manos de la policía, o de quién sea, pero espero que le dejen leer al menos la parte necesaria para que puedan llegarla mis pobres intentos de disculparme. Ha sido ella la que me ha traído este cuaderno hace una hora más o menos, cubierta con ese traje de asilamiento que me ha impedido sentir su caricia en mi mejilla, pero que no me ha ocultado las lágrimas que recorrían su rostro. Qué más puedo decir…

            Pero he de contarlo. Quizá de esa manera pueda evitar lo que parece inevitable. Quizá se decidan a utilizar unos cuantos barrenos de dinamita para volver a sellar esa entrada, de arriba abajo, y que nadie vuelva a encontrar su entrada. Porque lo que esconde… Ha de quedar allí para siempre. No me extraña que Óscar perdiera la cordura. ¿Por qué yo no he tenido tanta suerte?

            Nos reunimos en la salida del pueblo y nos fuimos por el camino del bosque, campo a través, hasta la parte trasera de la hondonada donde se encuentra la cueva. Sabíamos perfectamente (vivimos en este pueblo, nos sabemos cada camino) que la policía que había llegado no conocía ese acceso, bajando desde la montaña, entre los pinos y atravesando un pequeño cortado. Íbamos emocionados, claro, sobre todo Ramón, que por fin se atrevía a desobedecer una orden directa de su madre y veía lo que la noche esconde bien de cerca. Seguramente, cuando le sacaron los ojos, preferiría haberse quedado con las ganas. Recuerdo que eran las dos de la mañana cuando nos metimos, atados unos a otros, por aquella maldita entrada a… lo que sea que encontramos. Iba primero Ángel, el mayor, después su hermano, yo iba en medio, Ramón iba el cuarto y Pedro cerraba el grupo.

            Descendimos el primer cuarto de hora sin apenas novedad, iluminados por las dos linternas que llevábamos, una de Ángel y otra de Pedro. La roca estaba muy lisa, pero no tanto como si antes hubiera circulado por allí un curso de agua: de esas hay muchas en los alrededores. Parecía más bien como si alguien se hubiese esforzado en alisarla. Eso facilitaba claramente el avance, no te resbalabas, así que íbamos tan contentos. Ángel iba dejando marcas en aquellos puntos donde podría haber dudas, pues nos encontramos con más de una bifurcación. Si esas marcas, luego sería imposible volver a la superficie.

            Primero se escuchó como un rumor. Era como si allí abajo circulara un río, o algo parecido. No habría sido nada raro, así que seguimos. Estábamos todos evidentemente nerviosos, pero de momento era un nerviosismo parecido al que te entra cuando vas a montarte en una nueva atracción de feria: nos reíamos a risitas pequeñas, nos mirábamos de reojo para ver quién estaba más asustado, nos hacíamos chanzas y bravuconadas. Alguien incluso se atrevió a hacer ruidos guturales, como si de alguna fiera se tratase, y el eco retumbó a nuestro alrededor.

            Entonces recuerdo que me tropecé con Felipe, que se había detenido en seco, al igual que su hermano, que alargaba la mano con la linterna, como queriendo romper las tinieblas allí donde la oscuridad comienza. “Me ha parecido ver algo moverse”, dijo. Recuerdo que a partir de ese momento se me puso una sensación muy rara en la nuca, en los pelillos donde mi padre me daba collejas de pequeño: era la sensación perfectamente vivida de que estábamos siendo observados desde algún lugar más allá del halo de luz que desprendían nuestras bombillas.

            Fue unos pasos después cuando nos encontramos con el primer rastro de sangre, y entonces sí que nos asustamos. Pero ya era demasiado tarde, claro. Recuerdo perfectamente como empezaba en el suelo, como un trazo de pincel apresurado, para luego hacerse más denso, hasta llegar al otro extremo. Y allí, un trozo de alguien medio aplastado contra la roca, como si lo hubiesen arrojado con mucha fuerza y luego lo hubieran pisado repetidamente, con un odio que estaba más allá de cualquier lógica. Estaba como hecho puré.

            Recuerdo perfectamente que nos quedamos todos petrificados. No hay muchas maneras para expresar aquello; era como si hubiéramos tragado nitrógeno líquido y nos hubiéramos convertido en estatuas de hielo. Fue, curiosamente Ángel, el que rompió el silencio con un grito que podría haber roto los cristales de todo un edificio. Se le cayó la linterna al suelo y se le rompió. Es curioso: recuerdo perfectamente aquel sonido tintineante en mitad del eco de su chillido. Y los rumores aumentaron, y salimos corriendo. En la oscuridad.

            De ese momento sólo recuerdo los gritos, y un caos absoluto de los haces de las linternas bailando a mi alrededor, multiplicando las sombras y los salientes y las aristas cortantes, haciendo que las paredes se convirtieran en monstruos que alargaban sus húmedos tentáculos hacia nosotros. Mis amigos gritaban, al principio de miedo, y después… aquello era otra cosa. Y no tardó en llegar el silencio. Un silencio tan denso que parecía estar andando entre petróleo, en una oscuridad más negra que el alma de Satanás, y rodeado por algo, o alguien, que merodeaba en aquella gruta. Acechando.

            Me cansó terriblemente de recordar. Me duele el brazo roto y la cabeza me da vueltas. Me da la sensación de que en cualquier momento me voy a volver a desmayar, y no sé si volveré a estar consciente antes de que pueda despertar otra vez. Una última vez. Intento concluir este relato, fundamental, pero los dedos me tiemblan, y casi ni reconozco mi letra.

Alberto Martínez Urueña 15-09-2014

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