Lunes, 3 de
Septiembre
Trato de
escoger las palabras para que, cuando mi madre lo lea, pueda encontrar en ellas
una razón, aunque ésta sea estúpida. Sé que estas líneas caerán en las manos de
la policía, o de quién sea, pero espero que le dejen leer al menos la parte
necesaria para que puedan llegarla mis pobres intentos de disculparme. Ha sido
ella la que me ha traído este cuaderno hace una hora más o menos, cubierta con
ese traje de asilamiento que me ha impedido sentir su caricia en mi mejilla,
pero que no me ha ocultado las lágrimas que recorrían su rostro. Qué más puedo
decir…
Pero he de
contarlo. Quizá de esa manera pueda evitar lo que parece inevitable. Quizá se
decidan a utilizar unos cuantos barrenos de dinamita para volver a sellar esa
entrada, de arriba abajo, y que nadie vuelva a encontrar su entrada. Porque lo
que esconde… Ha de quedar allí para siempre. No me extraña que Óscar perdiera
la cordura. ¿Por qué yo no he tenido tanta suerte?
Nos reunimos
en la salida del pueblo y nos fuimos por el camino del bosque, campo a través,
hasta la parte trasera de la hondonada donde se encuentra la cueva. Sabíamos
perfectamente (vivimos en este pueblo, nos sabemos cada camino) que la policía
que había llegado no conocía ese acceso, bajando desde la montaña, entre los
pinos y atravesando un pequeño cortado. Íbamos emocionados, claro, sobre todo
Ramón, que por fin se atrevía a desobedecer una orden directa de su madre y
veía lo que la noche esconde bien de cerca. Seguramente, cuando le sacaron los
ojos, preferiría haberse quedado con las ganas. Recuerdo que eran las dos de la
mañana cuando nos metimos, atados unos a otros, por aquella maldita entrada a…
lo que sea que encontramos. Iba primero Ángel, el mayor, después su hermano, yo
iba en medio, Ramón iba el cuarto y Pedro cerraba el grupo.
Descendimos
el primer cuarto de hora sin apenas novedad, iluminados por las dos linternas
que llevábamos, una de Ángel y otra de Pedro. La roca estaba muy lisa, pero no
tanto como si antes hubiera circulado por allí un curso de agua: de esas hay
muchas en los alrededores. Parecía más bien como si alguien se hubiese
esforzado en alisarla. Eso facilitaba claramente el avance, no te resbalabas,
así que íbamos tan contentos. Ángel iba dejando marcas en aquellos puntos donde
podría haber dudas, pues nos encontramos con más de una bifurcación. Si esas
marcas, luego sería imposible volver a la superficie.
Primero se
escuchó como un rumor. Era como si allí abajo circulara un río, o algo
parecido. No habría sido nada raro, así que seguimos. Estábamos todos
evidentemente nerviosos, pero de momento era un nerviosismo parecido al que te
entra cuando vas a montarte en una nueva atracción de feria: nos reíamos a
risitas pequeñas, nos mirábamos de reojo para ver quién estaba más asustado,
nos hacíamos chanzas y bravuconadas. Alguien incluso se atrevió a hacer ruidos
guturales, como si de alguna fiera se tratase, y el eco retumbó a nuestro
alrededor.
Entonces
recuerdo que me tropecé con Felipe, que se había detenido en seco, al igual que
su hermano, que alargaba la mano con la linterna, como queriendo romper las
tinieblas allí donde la oscuridad comienza. “Me ha parecido ver algo moverse”,
dijo. Recuerdo que a partir de ese momento se me puso una sensación muy rara en
la nuca, en los pelillos donde mi padre me daba collejas de pequeño: era la
sensación perfectamente vivida de que estábamos siendo observados desde algún
lugar más allá del halo de luz que desprendían nuestras bombillas.
Fue unos
pasos después cuando nos encontramos con el primer rastro de sangre, y entonces
sí que nos asustamos. Pero ya era demasiado tarde, claro. Recuerdo
perfectamente como empezaba en el suelo, como un trazo de pincel apresurado,
para luego hacerse más denso, hasta llegar al otro extremo. Y allí, un trozo de
alguien medio aplastado contra la roca, como si lo hubiesen arrojado con mucha
fuerza y luego lo hubieran pisado repetidamente, con un odio que estaba más
allá de cualquier lógica. Estaba como hecho puré.
Recuerdo
perfectamente que nos quedamos todos petrificados. No hay muchas maneras para
expresar aquello; era como si hubiéramos tragado nitrógeno líquido y nos
hubiéramos convertido en estatuas de hielo. Fue, curiosamente Ángel, el que
rompió el silencio con un grito que podría haber roto los cristales de todo un
edificio. Se le cayó la linterna al suelo y se le rompió. Es curioso: recuerdo
perfectamente aquel sonido tintineante en mitad del eco de su chillido. Y los
rumores aumentaron, y salimos corriendo. En la oscuridad.
De ese momento
sólo recuerdo los gritos, y un caos absoluto de los haces de las linternas
bailando a mi alrededor, multiplicando las sombras y los salientes y las
aristas cortantes, haciendo que las paredes se convirtieran en monstruos que
alargaban sus húmedos tentáculos hacia nosotros. Mis amigos gritaban, al
principio de miedo, y después… aquello era otra cosa. Y no tardó en llegar el
silencio. Un silencio tan denso que parecía estar andando entre petróleo, en
una oscuridad más negra que el alma de Satanás, y rodeado por algo, o alguien,
que merodeaba en aquella gruta. Acechando.
Me cansó
terriblemente de recordar. Me duele el brazo roto y la cabeza me da vueltas. Me
da la sensación de que en cualquier momento me voy a volver a desmayar, y no sé
si volveré a estar consciente antes de que pueda despertar otra vez. Una última
vez. Intento concluir este relato, fundamental, pero los dedos me tiemblan, y
casi ni reconozco mi letra.
Alberto Martínez Urueña
15-09-2014
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