viernes, 26 de septiembre de 2014

Una vía de escape. Parte I


            Verme en esta fría celda por un delito que no he cometido quizá no es lo más truculento de mi historia. Condenado a muerte en un juicio en el que el insoportable peso de la maquinaria de justicia, en su afán por satisfacer la sed de venganza de la turba furiosa, actuó sin la más mínima imparcialidad, huyendo de las aparentes evidencias para escarbar cuidadosamente en los hechos y encontrar la realidad subyacente. La frustración que supone semejante vapuleo es tan asfixiante que parece acrecentar el peso de estas paredes frías que me atrapan, poniéndolas en disposición de aplastarme. ¿Qué puede saber el hombre normal sobre la angustia cuando nunca se ha visto sometido a la opresión de tal trance, al linchamiento social y al desprecio de los más cercanos? Si yo pudiera hacerles entender…

            Sólo soy y he sido siempre, hasta el día en que cuatro policías echaron la puerta de mi casa abajo, aterrorizando a mi mujer y a mis hijos, y condenándoles a la vergüenza y el oprobio, un hombre normal, sin más estridencias de las habituales, con una vida sencilla y en muchas circunstancias, bastante monótona. De esa monotonía silenciosa y queda, no como la de los adolescentes que lleva al descontrol de las emociones, a la pulsión de las hormonas y a la búsqueda de novedades. Hablo de la típica monotonía, que por otro lado da seguridad, en que vivimos la mayoría: estudios en el colegio, luego universitarios, una chica guapa y sensata, casa unifamiliar, coche potente, hijos correctamente educados y guapos… Luego está el riesgo de la monotonía de la que has de cuidarte: esa monotonía que llega poco a poco, sin avisar, lenta como el avance de una mancha de aceite, pegajosa como vertido de crudo en pleno océano, tóxica como cualquier veneno de los derivados del petróleo. La ves venir desde lejos, y has de intentar evitar que vaya impregnando todos y cada uno de los aspectos de tu vida.

            Hasta este momento, no me he quejado lo más mínimo, la verdad. En primer lugar, siempre me he considerado un tipo bastante guapo. Metro ochenta y cinco, bastante fornido y con la llamada curva de la felicidad más o menos controlada. Además, sólo hace poco ha sido cuando he empezado a ralear por la cabeza, pero todavía puedo peinarme con la raya a un lado, dejando que sobresalga el tupé. Nunca me han faltado mujeres, soltero o casado, cuando he salido a tomar unas copas con los amigos, o cuando me he dedicado algún solitario por los bares del extrarradio de mi ciudad, en tabernas donde poder tener controlado el tedio del tsunami diario con alguna vía de escape más o menos inocente. No sé si me explico. Todos la necesitamos; es más, nos la merecemos, sobre todo los que cumplimos con nuestros deberes con eficacia y sin protestas, tanto en las obligaciones laborales como en las que la familia impone. Así que tampoco considero un crimen execrable que, esporádicamente, coja el coche y me adentre en la noche más oscura, en garitos donde la luz es discreta, el alcohol bueno y el ambiente liberal.

            Me gusta ver a las mujeres de esos bares, algunas de ellas de pago, y otras que buscan también una compensación, aunque ésta no sea económica. Las veo contonearse mientras se acercan a los hombres de toda índole que van a esos lugares, sugiriendo quizá más de la cuenta, mostrando de una forma más o menos explícita las intenciones que su cuerpo exige. No sé muy bien qué es lo que lleva al ser humano a convertirse en algo así, aunque sé que las excusas son variadas. Algunas me las han contado, pero según empiezan ya voy oliendo ese tufillo a mala justificación que les sirve para descargarse de la culpa que puede suponer su libidinoso comportamiento. Alguien con unos mínimos valores y un cierto juicio tiene claro que para convertirte en eso, hay que caminar por fronteras precarias que es mejor evitar, ya que de hacerlo, el riesgo de cruzarlas y caer al otro lado es evidente, con todo lo que esto conlleva. Esas mujeres han cruzado al otro lado hace ya tiempo, y el camino de vuelta no existe, se lo lleva el viento, borra las huellas para que no lo encuentres, aliado con el mismísimo diablo. Un diablo que se aloja en tus entrañas y las aprieta fuerte para saciar su hambre de pecado.

            Veo como los demás hombres se dejan hacer. Han perdido esa locuaz perspectiva que les permitiría entender con lucidez la naturaleza de sus actos, y como el diablo del que hablaba, ese que las mujeres han dejado acampar en sus genitales, les confunde, arrastrándoles con su ponzoña recubierta de melaza. Una vez que discurren por ese camino, se abre ante ellos un mundo distorsionado donde la realidad está contaminada por las sustancias consumidas y por el chorro de hormonas que confunden su cerebro y sus sentidos, haciéndoles creer en el falso mensaje que ese modo de vida ofrece.

            Es mi vía de escape de esta existencia perfectamente ordenada y clasificada, la compensación por salvaguardar el sistema que hemos construido entre todos. Observarlos en sus madrigueras, contemplaros y, de vez en cuando, poner alguna solución adecuada a este veneno. ¿Cuál es el delito?

Alberto Martínez Urueña 26-09-2014

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