miércoles, 29 de septiembre de 2010

La casa (parte I)

Se alzaba ante sus ojos, enhiesta, arcaica, solemne. El maderamen parecía crujir como el casco de un barco antiguo, cuando las brisas marinas forzaban los mástiles y las junturas. El tejado a dos aguas parecía recordar el palo mayor, y los grajos que se posaban en todo lo alto eran estatuas tétricas que tocaban el cielo con sus plumas. Los graznidos eran terribles anuncios de algo desconocido que aguardaba bajo el influjo de la casa. Alzaba sus tejas de color oscuro de pizarra contra el cielo ennegrecido que amenazaba tormenta, con aquel viento desapacible tan típico en aquellas situaciones que levantaba el polvo de los caminos y hacía danzar a la hojarasca como pequeños duendecillos malignos que auguraban malos presagios.
El jardín descuidado durante tantos años no conservaba más que una ligera ilusión de lo que fue en aquellos días en que estuvo habitada y la alegría aún corría por sus senderos y entre sus parterres de arbustos y flores. De estos sólo quedaba algún resto podrido dentro de los círculos de piedras ya descoloridas y grisáceas, polvorientas, como si fuesen el altar de alguna religión demoníaca olvidada. Los árboles, víctimas del invierno y de las sequías estivales, se retorcían con las ramas despellejadas de sus hojas, alzándose para volver a caer, tratando de atrapar a los visitantes. Varios de ellos bordeaban el pasillo central, y según pasaba bajo tal arcada, le daba la sensación de que estaba entrando en otra dimensión. Si miraba para atrás, la puerta de la verja, de un óxido terroso, parecía como si empequeñeciese poco a poco, con sus dibujos endiabladamente atrenzados entre sí, en una lucha inmóvil por sobreponerse unos sobre otros, haciendo formas abstractas que según las mirabas con más detenimiento, las imágenes iban tomando forma en rostros agonizantes en un mar de olas tempestuosas, congeladas en un fúnebre grito previo a la visita de la parca. La antigua valla de piedra y hierro desvencijado y mohoso, con una capa de musgo verdoso en varias zonas de las lanzadas herrumbrosas, rodeaba todo el recinto como una dentadura de viejo cascarrabias que amenazaba con su gruñido e impelía a mantenerse al margen de lo que ocurría en aquel interior, ajeno a la vida moderna que corría en sus inmediaciones, como si los aires de ciencia y conocimiento del mundo externo no pudieran alcanzar a sus arcanas raíces.
Había algo en el aire, algún reducto de aquel tiempo en que la magia todavía existía y se percibía en el ambiente. Magia de aquel tiempo en que la bombilla incandescente aún no había desterrado las tinieblas de la noche a vagar en los cuentos de campamento. Según se adentraba por aquel pasadizo de ramaje muerto, de troncos con grabados de figuras inhumanas atrapadas y gritando en su corteza, de arbustos muertos y retorcidos, iba notando como la atmósfera se iba cargando poco a poco, como las ventanas del porche delantero se fijaban en sus temblorosos pasos y la puerta sonreía y le atraía hacia sus fauces. Habría salido corriendo, pero tenía que entrar y sacar alguna pieza de dentro para probar que se había atrevido a traspasar el umbral de aquel lugar terrorífico. Sería el hazmerreír de todo el colegio si no salía de allí con un pisapapeles, el marco de un cuadro o un simple adorno.
Delante suyo pasaron en una carrera frenética dos gatos, bufando y peleándose, haciendo que un gañido de terror estuviera a punto de desbordarle la garganta. Notó como las piernas estuvieron a punto de ceder y enviarle al polvo del camino. “¿Quién le mandaría meterse en semejante aventura?” Él no era ningún héroe, sólo un niño de doce años que acababa de apostarse un par de peonza y cuatro chapas de refresco. Allí estaba, a diez pasos de la escalera que daba al porche principal, con los pelos de punta, sintiendo los golpecitos del viento en su hombro y escuchando incesantes crujidos a su espalda. Se volvió una vez al escuchar uno más grande que otro. No había nada, ni nadie. Pero alguien le estaba mirando, eso lo tenía claro desde que dio el primer paso dentro de aquel jardín, y no eran sus amigos, que seguían su periplo desde la copa de un árbol de la calle, mirándole con el alma sobrecogida, sin atreverse a burlarse de él. Desde luego, cuando saliese de allí con el gancho de la chimenea, o cualquier otra cosa, no volverían a llamarle aquello de “gallina”, ni ninguna otra cosa desagradable.
Francisco dio otros tres pasos y subió las escaleras, escuchando con terror como la estructura crujía y amenazaba con romperse bajo su peso. Poco a poco, fue subiendo uno tras otro los escalones como si de un preso hacia el cadalso se tratase. El porche era oscuro y sucio, las vigas desportilladas, el aldabón partido y las ventanas repelentes con sus goznes dorados desprendidos como si de la piel de un enfermo de lepra se tratase, dejando entrever los jirones de antiguas cortinas que caían como el llanto de una plañidera, entreverados con telarañas que parecían sábanas de mortaja. Dio su último paso, se aferró al picaporte como un naufrago a la balsa que ha de salvarle la vida y lo giro. La puerta se abrió con un gemido agonizante, se desprendió algo de polvo del marco, y al fondo, sólo la negrura más espantosa que había visto nunca.

Alberto Martínez Urueña 27-09-2010

La última estocada (de momento)

Y ya vamos por equis elevado a la enésima potencia… Ya os conté lo entretenido que puede llegar a ser el metro de Madrid un lunes por la mañana atestado de gente sudorosa y ansiosa por llegar a su puesto de trabajo. Rodeado de toda esa maraña de personas dispuestas a dar el do de pecho por un país asolado por la tragedia del paro, me siento como un apátrida desechado del país más enojoso del mundo. Sarcasmo habemus de inicio, ya me pintan bastos desde las ocho de la mañana.
Me encanta, y me pongo a pensar cuántos de ellos serán los que se meten con los funcionarios porque somos unos vagos mientras sus reales conciencias les acucian en este nuevo día para partirse el espinazo en pro de la felicidad de sus conciudadanos mediante un trabajo eficiente y responsable y su consiguiente pago de impuestos para que nuestro Estado del Bienestar (con mayúsculas y elevado a los altares de la demagogia más asquerosamente democrática) siga elevando nuestro nivel de vida, se mantenga en las cotas elevadas que conocemos y se extienda a la mayor cantidad de personas posibles.
Ay, amigos, lo bien que nos iría a todos si estos primeros párrafos fuesen ciertos, y pudiésemos aplicárselos a esta gran tierra llamada España. Pero va a ser que no, que nuestros empresarios no nos dejan, y además nos criminalizan si estamos en el paro porque tenemos demasiados derechos, demasiadas indemnizaciones, somos unos incompetentes que con los medios de toda la vida (es decir decimonónicos) no somos capaces de elevar nuestra productividad las doce o más horas que curramos. Vemos cómo después de que nos han provocado una crisis de cojones en base a un sistema demoníaco capitalista neoliberal, de salvar el culo remojado a los bancos con ayudas cuyas cifras se escapan a nuestro entendimiento, nos hacen responsables de la quema aplicando políticas de contracción del gasto público, subida de impuestos y pérdida de derechos laborales al más puro estilo Ronald Reagan. Ya van dos ideas, y seguimos.
Me asombra ver cómo las críticas de la situación actual, en el plano financiero y económico, han hecho que a los funcionarios nos caigan palos desde todas direcciones (más desde los lobbys a favor de las privatizaciones masivas para así poder hacer regalos a compañeros de pupitre, claro está) en base a una serie de derechos que deberían tener todos los trabajadores de este primer mundo tan brillante por fuera pero que luego resulta que a poca gente le gusta demasiado. Ya escribí hace unos meses sobre ello, así que no me voy a extender. La cuestión viene a que la prensa se ha hecho eco de un dato que dicho así, sin más, te queda más frío que un cubito de hielo en Siberia y es la deuda de los clubes de fútbol. Ojo, cuando hablamos de esta deuda no estamos hablando de que no paguen a sus trabajadores el dinero que les deben (algún caso hay, pero no es de estos de los que hablo) sino que no pagan sus impuestos. Hablamos de más de seiscientos millones de euros de deuda a Hacienda y a la Seguridad Social, hablamos de déficit público, de recorte del gasto, de reducción de salarios mientras que ese negocio deportivo no paga semejante barbaridad de dinero, y aquí nadie dice nada, y si lo dicen, es de refilón. Y los funcionarios, que no tenemos nada que ver en el tema, nos tenemos que tragar sin pan ni nada que nos toquen la bisectriz cuando vienen torcidas y nos bajen el sueldo, con aplauso generalizado de las cuatro ratas de siempre, mientras a ellos les pagan las entradas, los abonos y las camisetas.
Es un esperpento lógico lo que ocurre en este país. Da la sensación de que nos tratan como a bobos y nos dejamos, o algo parecido. La organización administrativa y burocrática, el reparto de competencias territoriales con todos sus edificios, coches, asesores, altos cargos, magutas y profesionales del cazo, los políticos demagogos y agresivos, carentes de todo sentido de Estado son una burla ideológica y un asesinato al sentido común. Pero no es eso lo que más me duele, desde luego. Lo que más me duele es que aquí o bien se justifica todo, o bien les envidiamos, o bien ya tenemos el culo desensibilizado y da igual quien nos la clava. Ya no sólo es que votemos cada cuatro años a PSOE o PP que nunca han hecho nada por evitar todo lo anterior y además lo van aumentando ante los ojos atónitos del espectador al ver que ya casi ni se preocupan en disimular. Además, seguimos favoreciendo a piratas y bucaneros disfrazados con traje y gomina que nos roban (no pagar impuestos es un robo a toda la nación y al que no le duela es que no le da para más), entrando en su juego despiadado porque es más divertido consumir cualquier basura que nos ofrezcan a pensar que nos tratan de estúpidos (a pesar de que sepamos perfectamente que lo hacen). Voy a dejar de escribir estos textos por un tiempo, porque es más de lo mismo una y otra vez, y al final para lo único que me vale es para hacerme mala sangre. Pero como suelo decir en mis canciones (quien quiera que las escuche con atención): “mientras pueda no participar en esto que os den”. No es cuestión de largarte a vivir en una cueva, sólo es mirar a ver qué es necesario y qué no. Y no me da la gana pagarle el yate a presidentes de equipos de fútbol que se me están cachondeando en las narices.


Alberto Martínez Urueña 20-09-2010

jueves, 9 de septiembre de 2010

Cooficial donde lo sea

No deja de resultar curioso. Andaba mirando en Internet, Google maps, dónde se encuentra situada concretamente Jamaica. Más que nada, que ha surgido en la conversación la barbaridad de corren esos tíos cada vez que suena una pistola, ya sea cuando dispara el juez de salida en las Olimpiadas, o alguno de una banda rival por las calles de Kingston, capital de la isla. O al menos eso decían hace poco. La verdad es que ver corriendo a Usain Bolt en una pista de atletismo es una de las mayores obras y demostraciones artísticas de todos los tiempos, y el que diga lo contrario es que no ha corrido en su vida ni para coger el autobús.
Pero a lo que iba. Veía la localización en el mar del Caribe, y he visto casi al lado la islita esa donde están la República Dominicana y un poco más a la izquierda Haiti. Es parte de lo que se llamó La Española, cuando llegamos los blanquitos, momento en que le empezó a llover a cantaros sin posibilidad de evacuar tanta agua.
Buscaron su independencia después de sufrir españolitos y franchutes, pero todavía están mirando a ver para qué la usan, con una economía devastada, una clase política que hace a la nuestra beata y un clima en donde los huracanes también parecen querer ir de turismo, y rematando la jugada llegó el terremoto de hace unos meses para conseguir tirar lo poco que se mantenía en pie. Dicen que siempre llueve sobre mojado, y aquí parece que lo han ido logrando con dedicación y esfuerzo.
Y hete aquí, que según miro el nombre de la capital, me ponen estos del Google maps, infieles anglosajones, que se llama Port-au-Prince. No quepo en mí de asombro, y lo miro en Wikipedia. Menos mal que estos tienen un poco más de consideración y me lo traducen, y ya me aclaran que en esta gloria de idioma que es el español (sin cinismo ni sarcasmo, totalmente sincero) la ciudad se llama Puerto Príncipe.
Diréis que se me ha soltado un muelle de la cabeza, y que a donde quiero llegar, pero el proceso mental que he seguido me ha resultado muy curioso. En las noticias de la tele, prensa escrita, radio y demás covachas infames donde menudean sanguijuelas periodísticas sacaron sin problema ninguno el nombre de esa tristemente conocida capital con el nombre castellanizado cuando aquello del terremoto que se llevó por delante ingentes cantidades de vidas humanas. Decían que si Puerto Príncipe para acá o para allá, que si esto que si lo otro. Me parece hasta cierto punto correcto, pues tampoco sabría pronunciarlo en francés, y además en nuestra tierra tenemos la costumbre de traducir hasta las cosas más intraducibles de otros idiomas, y así, además del ejemplo puesto, tenemos a Londres en lugar de London, Nueva York por New York y algunas más que seguro que se os ocurren. Hasta ahí va todo bien.
A lo que no acabo de acostumbrarme es a la maldita manía de tener que deslavazar a lenguas residuales (no hablo de que no sean respetables, no os equivoquéis) cada uno de los nombres que tienen en sus tierras desde la mía, al revés de lo que hacemos normalmente. Y así, mientras seguimos diciendo Londres con todo nuestro pecho henchido de orgullo, nos desinflamos en un lánguido suspiro de conformismo porque ahora Lérida es Lleida, Orense de toda la vida resulta que es Ourense o La Coruña ha pasado a no tener artículo determinado, o al menos yo no se lo encuentro en ese A Coruña.
Me parece muy bien lo del tema de cooficialidad y sus chorradas constitucionales del setenta y ocho. Sin embargo, cada vez ha quedado más claro que desde entonces lo único que ha hecho el Estado Español ha sido bajada de calzones hasta los tobillos e inclinación pendular superior a los noventa grados ante la verborrea paisajística nacionalista de cuatro jetas que alimentan sentimientos arcaicos y absurdos de otros cuatro anacoretas desconectados del mundo real por su amor a la silla parlamentaria y al poder que ello conlleva. Sea quien sea el que ande subido a la bancada azulona del Congreso. Por cierto, que la cooficialidad es en sus territorios, como mucho, no en los restantes, no en las Cortes Generales, no en las televisiones y radios nacionales, traductor añadido que cuesta una pasta al contribuyente. Al que no hable clarito, no se le saca en la foto, y punto. Claro, ahora llegan las elecciones en ciertos condados de antiguos reinos y quien quiera seguirlas necesitará cinco traductores por barba, para saber en qué madre se están ciscando en cada momento.
No voy a soltar más mala baba. De esto, ya está todo redicho, ya sabemos lo que pensamos, y ya sabemos que los mentecatos que nos representan miden estas cosas en términos de rédito electoral y no hacen caso. Pero yo, y esto lo saben los que me conocen, voy a seguir utilizando el castellano o español, que me da igual, y quien quiera que me siga, que conozco el camino. Vamos, que cada cual elija. Y a partidos políticos que no entienden esto, no pienso votarles en la vida: que se vayan a dinamitar una parte importantísima de mi cultura (es decir, parte de lo que soy) a donde les hagan caso. O mejor, simplemente que les den.

Alberto Martínez Urueña 9-09-2010

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Disculpen

Medrando por los pasajes desérticos
que Occidente arrojó sobre mis pasos,
caí como las piedras de los árboles
sobre los fuegos fatuos de los dormidos.
Pero al cometer la imprudencia más prepotente
que conoció naturaleza errante,
se cernió sobre mi espalda la losa,
la tumba y el epitafio de la arena fina
de la que pretendí huir. Sin más prisa
que la del alma que lleva el diablo,
renegué de lo pensado pronto
demasiado tarde y las tripas
de este poeta se arrastraron por los cristales
que dejó el frasco de aquella droga maldita.
Cínica cultura que al rebelde desata
para que el autoodio que produce de consecuencia
sea la cruel daga que de resulta asesta.
Cárnica ralea imperfecta que deviene
en un festival de espectáculo sanguinolento
cuando soluciones ordenan despelleje.
Capten los lectores la metáfora,
queden en silencio, no destapen
la mísera manía del poeta
de sajar sobre papeles la memoria,
arrancar sólo lo ajado sobre el verso
y olvidar que la grandeza es por lo habido.
Caminos recorridos sólo brillan
cuando el sol de la mirada lo descubre
en la mañana,
tardes alimentan la nostalgia,
pero días siempre vuelven por sus fueros.
No me odien por lo extraño del mensaje
acostumbrados como están a lo palpable:
necesidades de lirismo bulle en vida
y yo doy puñetazo en la mesa.
Caído mil veces o quizá solo una
da igual, pues lo que soy no tornaría;
vi en aquellas noches lo que había
y completo con estas mañanas de desmonte.
Seguiré con la maceta anticemento
removiendo los cimientos y las vallas
que me encuentre. No conozco
más fórmula
que la que mente indique
sometida a lo que las cosas marquen como ciertas,
no a lo que capricho inhumano esclavice.

Disculpen lo extraño de este texto
semanal, pero a veces unos versos
muestran lo que lleva maquinaria
imperfecta que supone este pellejo.
Alberto Martínez Urueña 27-08-2010

El viajero

Sucedió en el metro de Madrid, en la estación de Nuevos Ministerios. Eran aproximadamente las ocho y cuarto de la mañana de un día de sueño, supongo que un martes o un miércoles. Uno de esos días en que el enjambre de personas de esa colmena era tan multicolor que parecía que todos los espectros de la luz visible se hubiesen desbordado por los pasillos, que las energías y velocidades se mostrasen a los ojos atentos de un espectador mínimamente avezado. Un observador del rededor mismo, ajeno y al mismo tiempo parte de un paisaje que ni quiere cambiar ni participar más que con su invisible presencia.
La pasividad podría ser la mejor definición de su situación actual. Una cierta pasividad moral, de relajo vital. Una de esas situaciones que todos hemos pasado en que sin saber muy bien por dónde, te van llevando los pasos, les vas siguiendo sin que sepas muy bien su destino. Una sensación de laxitud existencial, podría decirse.
Nada más pasar por delante de una de las entradas hacia el cercanías, al otro lado las escaleras para la línea ocho que lleva al aeropuerto, y en dirección hacia los andenes de la línea circular, empezó a escuchar una tonalidad musical. Al principio sólo era un eco que reverberaba contra las paredes alicatadas de los pasillos, algo ajeno y al margen de las carreras de la gente, arriba y abajo por los pasillos deslizantes. Era como un adorno más de la estación que pasaba desapercibido para la práctica totalidad de los viajeros; incluso algo molesto para muchos de ellos, agobiados con sus problemas, o escuchando su música a través de pequeños botones incrustados en los oídos.
Increscendo, como si de un tempo musical marcado por un director de orquesta se tratase, la melodía fue tomando forma y subiendo su volumen, hasta definirse al entrar en el pasillo y acercarse a la fuente y origen de aquel pulso que le despertaba.
Le despertaba, no sólo del sueño que pudiera tener a esas horas. Le despertaba un brillo difuso situado en un lugar ignoto de su interior, un brillo que había quedado relegado en un tiempo y un espacio pasados, como olvidado o más bien desterrado de su espacio que había sido ocupado por otras futilidades. Era un pequeño pulso electromagnético tratando de hacer funcionar una maquinaria oxidada. El arco se deslizaba, ora rápido y frenético, ora lento y cadencioso, sobre las cuerdas perfectamente tensadas del instrumento de madera noble, sobre el violín clásico, sobre una de las piezas del tesoro cultural humano. Cada nota, cada rasgado, cada curva de la cuerda producía un sonido dulce que le atravesaba cual saeta dorada el pecho y le impedía permanecer indiferente. Le conmovía y le describía un sinuoso laberinto dentro de su pecho, en un lugar que pudiera ser eterno e impalpable como el alma, o la simple mezcolanza de fluidos químicos desbordando por las venas los órganos internos; que pudiera ser la parte divina que el cuerpo humano guarda, o las simples conexiones neuronales bullendo en actividades y conexiones eléctricas y biológicas.
Daba igual aquella disquisición. Daba igual el lugar o el tiempo. Era la música lo que importaba.
Fueron unos segundos, no llegó ni a dos minutos. Fue sólo un instante del largo viaje diario, pero fue un momento que se alargaría el resto de su vida, sin ninguna duda. Fue la demostración palmaria de que algo hubo en aquel instante que lo llenó de eternidad y plenitud. Aquel fue el momento de la CULTURA con mayúsculas, de la exaltación de lo humano a través de la demostración más alta de la capacidad que guarda este ser. Pues tal es la alta cultura, la que sobrevive al paso de los siglos y de los milenios, la que resiste las luchas generacionales, los celos interpersonales, los asesinatos de lo antiguo porque se le llama viejo. Esa parte del hombre que las mentes necias son incapaces de aniquilar con su grosería, por mucho que lo intenten con su intolerancia, ranciedad e invisible ceguera.
Un libro que sobrevive siglos sin que las críticas y los alardes de modernismo socaven su importancia y su sabiduría; una escultura que demuestra en sus rasgos que el hombre sigue siendo el hombre aunque se oculte tras la eficiencia y la tecnología de dudosos avances materiales; una estructura arquitectónica que guarda en su composición las medidas y armonías que lo convierten en una muestra de auténtica belleza; una pieza musical que enlaza sus acordes y vibraciones con las vibraciones universales que danzan dentro del hombre y que destapan una intensidad inusitada…
Esto sobrevivirá por los siglos de los siglos, aunque la prepotencia y la intolerancia quieran aniquilarlos porque no son de su época, sin entender que son atemporales y parte de lo que ellos mismos son. Por esto, el viajero cerró los ojos un instante, y ante sí percibió por un momento la totalidad de lo que le rodeaba. Y se dio cuenta de que era parte de ella. Gracias a esa música.
Alberto Martínez Urueña 1-09-2010

Vocación y economía

Esto es como todo, no me queda más remedio que reconocer determinadas cosas. En esta columna en la que suelo meter caña a diestro y siniestro con toda la patente de corso que me place (que me perdone Reverte por la apropiación del término) a veces no queda otra que agachar un poco la testuz y dejar que caiga alguna colleja en cuello propio. Digo esto porque según pasan los años me voy dando cuenta de que, en gran medida, tenemos la costumbre de criticar aquello que nos toca la bisectriz, pero tenemos bastante cuidado para no hacerlo con lo que nos beneficia. Cuando no lo justificamos, que queda más cuco e individualista.
Todo esto viene al respecto de un tema del que creo que ya después de varios años y mucha baba goteada puedo tratar con cierta tranquilidad. Es un tema de esos en que cada uno tendrá su opinión, pero a mí me toca la moral tanto directa como indirectamente, pues supone una demostración más de lo limpio y democrático que supone el sistema en el que vivimos, regido por una mano invisible y asentimental como es aquella mano del libre mercado y capitalista que nos lleva en fila hacia las cumbres de la sublimación humana. No cabía en mí de estupor al ver, observando los números clausus, esos que tanto pánico dan cuando te estás jugando entrar en la carrera que más te gustaría cursar, la nota que se pide para acceder a Medicina: más de un 12. Semejante barbaridad pensaréis que es imposible, pero es que con el nuevo modelo de selectividad en donde además del examen puedes presentarte a otros para subir nota, hace que se llegue a este aparente sinsentido.
Hace que recuerde aquellos años en que directamente ni me plantee la posibilidad de hacer esa carrera, la cual había sido mi vocación desde muy pequeño, y mi primer descarte al ver que no era capaz de sacar las notas que requería tal objetivo en el periplo colegial. Hace que recuerde, como digo, que no fue una de esas tragedias que te curas echando agua y mocos por la cara; más bien fue algo cocinado un poco a fuego lento, que no te achanta demasiado, pero se queda en la pelota girando de vez en cuando a contracorriente. Ahora lo puedo contar sin que me rechine algo entre los huesos, aunque siga siendo motivo de empecinada frustración y rebeldía contra ese sistema de precios y valoraciones donde las vocaciones, el esfuerzo y las ilusiones se miden en términos de escasez y demanda. Pura economía.
Pura y prístina como riachuelo de montaña, pero contaminada desde el nacimiento por conceptos como sueldo, cuenta corriente, prestigio, estatus social… Digo esto más que nada porque de otra manera no lo entiendo, no creo que haya tantas personas a las que les guste el tema de estar viendo sangre y tripas todos los días, hace falta estar tan atontado como éste que os escribe para que te apetezca estar las horas muertas escuchando las miserias de los parias de esta sociedad nuestra, que son los que llevan en el cuerpo los estigmas de la enfermedad y la muerte, tabúes como nunca conoció antes agrupación humana.
Supongo que habrá médicos que al leer esto pensarán que son las divagaciones de algún enfermo mental, marginado social o reaccionario visceral. Supongo que tengo algo de todo esto, porque de momento los años no me atemperan la mala baba cuando me pongo a escribir estos telares. Lo siento por uno de vosotros que me dijo hace tiempo que dejase de aleccionar y me dedicase más a la lírica, pero después de escribir el texto anterior de “El tuerto”, me apetecía quedarme a gusto con éste. Dirán los más sabios que yo que exigiendo esas calificaciones (distinto a cualificaciones, y mucho menos a actitudes) se aseguran escoger a las personas más avezadas de nuestro excelso país. Creo yo que sería más adecuado apretar las tuercas durante la carrera y que sólo la acabasen aquellos que se dedicasen con el suficiente esfuerzo a la tarea de ser un buen conocedor de la teoría necesaria y de la práctica adecuada (ya comentaremos el sistema educativo en otro momento). Además, se rumorea por esas calles que existe un gran déficit de profesionales de este campo, pero sin embargo, las plazas universitarias dedicadas a esta cuestión cada vez son menores. Porca incongruencia a la que nos vemos sometidos.
Nada, ya lo dejo, no voy a contaros nada más de la cuestión. Diréis que suficiente tengo con ser funcionario y tener tiempo de mandaros estos correos, y supongo que tendréis razón (total, sólo para que supieseis que quise ser médico). Como os decía al principio, nos quejamos de lo que nos toca en cierta zona, pero no de lo que nos favorece. A mi me tocó olvidarme de aquello para lo que sentía que había nacido, y ahora me toca andar buscando ilusiones laborales por los rincones del despacho. Quizá algún día de la chistera salga un conejo y con un “voilá!” sea yo el primer sorprendido ante la satisfacción de una dedicación medianamente plena. Mientras tanto, seguiremos en la picota con estos textos.
Alberto Martínez Urueña 13-08-2010