No deja de resultar curioso. Andaba mirando en Internet, Google maps, dónde se encuentra situada concretamente Jamaica. Más que nada, que ha surgido en la conversación la barbaridad de corren esos tíos cada vez que suena una pistola, ya sea cuando dispara el juez de salida en las Olimpiadas, o alguno de una banda rival por las calles de Kingston, capital de la isla. O al menos eso decían hace poco. La verdad es que ver corriendo a Usain Bolt en una pista de atletismo es una de las mayores obras y demostraciones artísticas de todos los tiempos, y el que diga lo contrario es que no ha corrido en su vida ni para coger el autobús.
Pero a lo que iba. Veía la localización en el mar del Caribe, y he visto casi al lado la islita esa donde están la República Dominicana y un poco más a la izquierda Haiti. Es parte de lo que se llamó La Española, cuando llegamos los blanquitos, momento en que le empezó a llover a cantaros sin posibilidad de evacuar tanta agua.
Buscaron su independencia después de sufrir españolitos y franchutes, pero todavía están mirando a ver para qué la usan, con una economía devastada, una clase política que hace a la nuestra beata y un clima en donde los huracanes también parecen querer ir de turismo, y rematando la jugada llegó el terremoto de hace unos meses para conseguir tirar lo poco que se mantenía en pie. Dicen que siempre llueve sobre mojado, y aquí parece que lo han ido logrando con dedicación y esfuerzo.
Y hete aquí, que según miro el nombre de la capital, me ponen estos del Google maps, infieles anglosajones, que se llama Port-au-Prince. No quepo en mí de asombro, y lo miro en Wikipedia. Menos mal que estos tienen un poco más de consideración y me lo traducen, y ya me aclaran que en esta gloria de idioma que es el español (sin cinismo ni sarcasmo, totalmente sincero) la ciudad se llama Puerto Príncipe.
Diréis que se me ha soltado un muelle de la cabeza, y que a donde quiero llegar, pero el proceso mental que he seguido me ha resultado muy curioso. En las noticias de la tele, prensa escrita, radio y demás covachas infames donde menudean sanguijuelas periodísticas sacaron sin problema ninguno el nombre de esa tristemente conocida capital con el nombre castellanizado cuando aquello del terremoto que se llevó por delante ingentes cantidades de vidas humanas. Decían que si Puerto Príncipe para acá o para allá, que si esto que si lo otro. Me parece hasta cierto punto correcto, pues tampoco sabría pronunciarlo en francés, y además en nuestra tierra tenemos la costumbre de traducir hasta las cosas más intraducibles de otros idiomas, y así, además del ejemplo puesto, tenemos a Londres en lugar de London, Nueva York por New York y algunas más que seguro que se os ocurren. Hasta ahí va todo bien.
A lo que no acabo de acostumbrarme es a la maldita manía de tener que deslavazar a lenguas residuales (no hablo de que no sean respetables, no os equivoquéis) cada uno de los nombres que tienen en sus tierras desde la mía, al revés de lo que hacemos normalmente. Y así, mientras seguimos diciendo Londres con todo nuestro pecho henchido de orgullo, nos desinflamos en un lánguido suspiro de conformismo porque ahora Lérida es Lleida, Orense de toda la vida resulta que es Ourense o La Coruña ha pasado a no tener artículo determinado, o al menos yo no se lo encuentro en ese A Coruña.
Me parece muy bien lo del tema de cooficialidad y sus chorradas constitucionales del setenta y ocho. Sin embargo, cada vez ha quedado más claro que desde entonces lo único que ha hecho el Estado Español ha sido bajada de calzones hasta los tobillos e inclinación pendular superior a los noventa grados ante la verborrea paisajística nacionalista de cuatro jetas que alimentan sentimientos arcaicos y absurdos de otros cuatro anacoretas desconectados del mundo real por su amor a la silla parlamentaria y al poder que ello conlleva. Sea quien sea el que ande subido a la bancada azulona del Congreso. Por cierto, que la cooficialidad es en sus territorios, como mucho, no en los restantes, no en las Cortes Generales, no en las televisiones y radios nacionales, traductor añadido que cuesta una pasta al contribuyente. Al que no hable clarito, no se le saca en la foto, y punto. Claro, ahora llegan las elecciones en ciertos condados de antiguos reinos y quien quiera seguirlas necesitará cinco traductores por barba, para saber en qué madre se están ciscando en cada momento.
No voy a soltar más mala baba. De esto, ya está todo redicho, ya sabemos lo que pensamos, y ya sabemos que los mentecatos que nos representan miden estas cosas en términos de rédito electoral y no hacen caso. Pero yo, y esto lo saben los que me conocen, voy a seguir utilizando el castellano o español, que me da igual, y quien quiera que me siga, que conozco el camino. Vamos, que cada cual elija. Y a partidos políticos que no entienden esto, no pienso votarles en la vida: que se vayan a dinamitar una parte importantísima de mi cultura (es decir, parte de lo que soy) a donde les hagan caso. O mejor, simplemente que les den.
Pero a lo que iba. Veía la localización en el mar del Caribe, y he visto casi al lado la islita esa donde están la República Dominicana y un poco más a la izquierda Haiti. Es parte de lo que se llamó La Española, cuando llegamos los blanquitos, momento en que le empezó a llover a cantaros sin posibilidad de evacuar tanta agua.
Buscaron su independencia después de sufrir españolitos y franchutes, pero todavía están mirando a ver para qué la usan, con una economía devastada, una clase política que hace a la nuestra beata y un clima en donde los huracanes también parecen querer ir de turismo, y rematando la jugada llegó el terremoto de hace unos meses para conseguir tirar lo poco que se mantenía en pie. Dicen que siempre llueve sobre mojado, y aquí parece que lo han ido logrando con dedicación y esfuerzo.
Y hete aquí, que según miro el nombre de la capital, me ponen estos del Google maps, infieles anglosajones, que se llama Port-au-Prince. No quepo en mí de asombro, y lo miro en Wikipedia. Menos mal que estos tienen un poco más de consideración y me lo traducen, y ya me aclaran que en esta gloria de idioma que es el español (sin cinismo ni sarcasmo, totalmente sincero) la ciudad se llama Puerto Príncipe.
Diréis que se me ha soltado un muelle de la cabeza, y que a donde quiero llegar, pero el proceso mental que he seguido me ha resultado muy curioso. En las noticias de la tele, prensa escrita, radio y demás covachas infames donde menudean sanguijuelas periodísticas sacaron sin problema ninguno el nombre de esa tristemente conocida capital con el nombre castellanizado cuando aquello del terremoto que se llevó por delante ingentes cantidades de vidas humanas. Decían que si Puerto Príncipe para acá o para allá, que si esto que si lo otro. Me parece hasta cierto punto correcto, pues tampoco sabría pronunciarlo en francés, y además en nuestra tierra tenemos la costumbre de traducir hasta las cosas más intraducibles de otros idiomas, y así, además del ejemplo puesto, tenemos a Londres en lugar de London, Nueva York por New York y algunas más que seguro que se os ocurren. Hasta ahí va todo bien.
A lo que no acabo de acostumbrarme es a la maldita manía de tener que deslavazar a lenguas residuales (no hablo de que no sean respetables, no os equivoquéis) cada uno de los nombres que tienen en sus tierras desde la mía, al revés de lo que hacemos normalmente. Y así, mientras seguimos diciendo Londres con todo nuestro pecho henchido de orgullo, nos desinflamos en un lánguido suspiro de conformismo porque ahora Lérida es Lleida, Orense de toda la vida resulta que es Ourense o La Coruña ha pasado a no tener artículo determinado, o al menos yo no se lo encuentro en ese A Coruña.
Me parece muy bien lo del tema de cooficialidad y sus chorradas constitucionales del setenta y ocho. Sin embargo, cada vez ha quedado más claro que desde entonces lo único que ha hecho el Estado Español ha sido bajada de calzones hasta los tobillos e inclinación pendular superior a los noventa grados ante la verborrea paisajística nacionalista de cuatro jetas que alimentan sentimientos arcaicos y absurdos de otros cuatro anacoretas desconectados del mundo real por su amor a la silla parlamentaria y al poder que ello conlleva. Sea quien sea el que ande subido a la bancada azulona del Congreso. Por cierto, que la cooficialidad es en sus territorios, como mucho, no en los restantes, no en las Cortes Generales, no en las televisiones y radios nacionales, traductor añadido que cuesta una pasta al contribuyente. Al que no hable clarito, no se le saca en la foto, y punto. Claro, ahora llegan las elecciones en ciertos condados de antiguos reinos y quien quiera seguirlas necesitará cinco traductores por barba, para saber en qué madre se están ciscando en cada momento.
No voy a soltar más mala baba. De esto, ya está todo redicho, ya sabemos lo que pensamos, y ya sabemos que los mentecatos que nos representan miden estas cosas en términos de rédito electoral y no hacen caso. Pero yo, y esto lo saben los que me conocen, voy a seguir utilizando el castellano o español, que me da igual, y quien quiera que me siga, que conozco el camino. Vamos, que cada cual elija. Y a partidos políticos que no entienden esto, no pienso votarles en la vida: que se vayan a dinamitar una parte importantísima de mi cultura (es decir, parte de lo que soy) a donde les hagan caso. O mejor, simplemente que les den.
Alberto Martínez Urueña 9-09-2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario