Esto es como todo, no me queda más remedio que reconocer determinadas cosas. En esta columna en la que suelo meter caña a diestro y siniestro con toda la patente de corso que me place (que me perdone Reverte por la apropiación del término) a veces no queda otra que agachar un poco la testuz y dejar que caiga alguna colleja en cuello propio. Digo esto porque según pasan los años me voy dando cuenta de que, en gran medida, tenemos la costumbre de criticar aquello que nos toca la bisectriz, pero tenemos bastante cuidado para no hacerlo con lo que nos beneficia. Cuando no lo justificamos, que queda más cuco e individualista.
Todo esto viene al respecto de un tema del que creo que ya después de varios años y mucha baba goteada puedo tratar con cierta tranquilidad. Es un tema de esos en que cada uno tendrá su opinión, pero a mí me toca la moral tanto directa como indirectamente, pues supone una demostración más de lo limpio y democrático que supone el sistema en el que vivimos, regido por una mano invisible y asentimental como es aquella mano del libre mercado y capitalista que nos lleva en fila hacia las cumbres de la sublimación humana. No cabía en mí de estupor al ver, observando los números clausus, esos que tanto pánico dan cuando te estás jugando entrar en la carrera que más te gustaría cursar, la nota que se pide para acceder a Medicina: más de un 12. Semejante barbaridad pensaréis que es imposible, pero es que con el nuevo modelo de selectividad en donde además del examen puedes presentarte a otros para subir nota, hace que se llegue a este aparente sinsentido.
Hace que recuerde aquellos años en que directamente ni me plantee la posibilidad de hacer esa carrera, la cual había sido mi vocación desde muy pequeño, y mi primer descarte al ver que no era capaz de sacar las notas que requería tal objetivo en el periplo colegial. Hace que recuerde, como digo, que no fue una de esas tragedias que te curas echando agua y mocos por la cara; más bien fue algo cocinado un poco a fuego lento, que no te achanta demasiado, pero se queda en la pelota girando de vez en cuando a contracorriente. Ahora lo puedo contar sin que me rechine algo entre los huesos, aunque siga siendo motivo de empecinada frustración y rebeldía contra ese sistema de precios y valoraciones donde las vocaciones, el esfuerzo y las ilusiones se miden en términos de escasez y demanda. Pura economía.
Pura y prístina como riachuelo de montaña, pero contaminada desde el nacimiento por conceptos como sueldo, cuenta corriente, prestigio, estatus social… Digo esto más que nada porque de otra manera no lo entiendo, no creo que haya tantas personas a las que les guste el tema de estar viendo sangre y tripas todos los días, hace falta estar tan atontado como éste que os escribe para que te apetezca estar las horas muertas escuchando las miserias de los parias de esta sociedad nuestra, que son los que llevan en el cuerpo los estigmas de la enfermedad y la muerte, tabúes como nunca conoció antes agrupación humana.
Supongo que habrá médicos que al leer esto pensarán que son las divagaciones de algún enfermo mental, marginado social o reaccionario visceral. Supongo que tengo algo de todo esto, porque de momento los años no me atemperan la mala baba cuando me pongo a escribir estos telares. Lo siento por uno de vosotros que me dijo hace tiempo que dejase de aleccionar y me dedicase más a la lírica, pero después de escribir el texto anterior de “El tuerto”, me apetecía quedarme a gusto con éste. Dirán los más sabios que yo que exigiendo esas calificaciones (distinto a cualificaciones, y mucho menos a actitudes) se aseguran escoger a las personas más avezadas de nuestro excelso país. Creo yo que sería más adecuado apretar las tuercas durante la carrera y que sólo la acabasen aquellos que se dedicasen con el suficiente esfuerzo a la tarea de ser un buen conocedor de la teoría necesaria y de la práctica adecuada (ya comentaremos el sistema educativo en otro momento). Además, se rumorea por esas calles que existe un gran déficit de profesionales de este campo, pero sin embargo, las plazas universitarias dedicadas a esta cuestión cada vez son menores. Porca incongruencia a la que nos vemos sometidos.
Nada, ya lo dejo, no voy a contaros nada más de la cuestión. Diréis que suficiente tengo con ser funcionario y tener tiempo de mandaros estos correos, y supongo que tendréis razón (total, sólo para que supieseis que quise ser médico). Como os decía al principio, nos quejamos de lo que nos toca en cierta zona, pero no de lo que nos favorece. A mi me tocó olvidarme de aquello para lo que sentía que había nacido, y ahora me toca andar buscando ilusiones laborales por los rincones del despacho. Quizá algún día de la chistera salga un conejo y con un “voilá!” sea yo el primer sorprendido ante la satisfacción de una dedicación medianamente plena. Mientras tanto, seguiremos en la picota con estos textos.
Todo esto viene al respecto de un tema del que creo que ya después de varios años y mucha baba goteada puedo tratar con cierta tranquilidad. Es un tema de esos en que cada uno tendrá su opinión, pero a mí me toca la moral tanto directa como indirectamente, pues supone una demostración más de lo limpio y democrático que supone el sistema en el que vivimos, regido por una mano invisible y asentimental como es aquella mano del libre mercado y capitalista que nos lleva en fila hacia las cumbres de la sublimación humana. No cabía en mí de estupor al ver, observando los números clausus, esos que tanto pánico dan cuando te estás jugando entrar en la carrera que más te gustaría cursar, la nota que se pide para acceder a Medicina: más de un 12. Semejante barbaridad pensaréis que es imposible, pero es que con el nuevo modelo de selectividad en donde además del examen puedes presentarte a otros para subir nota, hace que se llegue a este aparente sinsentido.
Hace que recuerde aquellos años en que directamente ni me plantee la posibilidad de hacer esa carrera, la cual había sido mi vocación desde muy pequeño, y mi primer descarte al ver que no era capaz de sacar las notas que requería tal objetivo en el periplo colegial. Hace que recuerde, como digo, que no fue una de esas tragedias que te curas echando agua y mocos por la cara; más bien fue algo cocinado un poco a fuego lento, que no te achanta demasiado, pero se queda en la pelota girando de vez en cuando a contracorriente. Ahora lo puedo contar sin que me rechine algo entre los huesos, aunque siga siendo motivo de empecinada frustración y rebeldía contra ese sistema de precios y valoraciones donde las vocaciones, el esfuerzo y las ilusiones se miden en términos de escasez y demanda. Pura economía.
Pura y prístina como riachuelo de montaña, pero contaminada desde el nacimiento por conceptos como sueldo, cuenta corriente, prestigio, estatus social… Digo esto más que nada porque de otra manera no lo entiendo, no creo que haya tantas personas a las que les guste el tema de estar viendo sangre y tripas todos los días, hace falta estar tan atontado como éste que os escribe para que te apetezca estar las horas muertas escuchando las miserias de los parias de esta sociedad nuestra, que son los que llevan en el cuerpo los estigmas de la enfermedad y la muerte, tabúes como nunca conoció antes agrupación humana.
Supongo que habrá médicos que al leer esto pensarán que son las divagaciones de algún enfermo mental, marginado social o reaccionario visceral. Supongo que tengo algo de todo esto, porque de momento los años no me atemperan la mala baba cuando me pongo a escribir estos telares. Lo siento por uno de vosotros que me dijo hace tiempo que dejase de aleccionar y me dedicase más a la lírica, pero después de escribir el texto anterior de “El tuerto”, me apetecía quedarme a gusto con éste. Dirán los más sabios que yo que exigiendo esas calificaciones (distinto a cualificaciones, y mucho menos a actitudes) se aseguran escoger a las personas más avezadas de nuestro excelso país. Creo yo que sería más adecuado apretar las tuercas durante la carrera y que sólo la acabasen aquellos que se dedicasen con el suficiente esfuerzo a la tarea de ser un buen conocedor de la teoría necesaria y de la práctica adecuada (ya comentaremos el sistema educativo en otro momento). Además, se rumorea por esas calles que existe un gran déficit de profesionales de este campo, pero sin embargo, las plazas universitarias dedicadas a esta cuestión cada vez son menores. Porca incongruencia a la que nos vemos sometidos.
Nada, ya lo dejo, no voy a contaros nada más de la cuestión. Diréis que suficiente tengo con ser funcionario y tener tiempo de mandaros estos correos, y supongo que tendréis razón (total, sólo para que supieseis que quise ser médico). Como os decía al principio, nos quejamos de lo que nos toca en cierta zona, pero no de lo que nos favorece. A mi me tocó olvidarme de aquello para lo que sentía que había nacido, y ahora me toca andar buscando ilusiones laborales por los rincones del despacho. Quizá algún día de la chistera salga un conejo y con un “voilá!” sea yo el primer sorprendido ante la satisfacción de una dedicación medianamente plena. Mientras tanto, seguiremos en la picota con estos textos.
Alberto Martínez Urueña 13-08-2010
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