Sucedió en el metro de Madrid, en la estación de Nuevos Ministerios. Eran aproximadamente las ocho y cuarto de la mañana de un día de sueño, supongo que un martes o un miércoles. Uno de esos días en que el enjambre de personas de esa colmena era tan multicolor que parecía que todos los espectros de la luz visible se hubiesen desbordado por los pasillos, que las energías y velocidades se mostrasen a los ojos atentos de un espectador mínimamente avezado. Un observador del rededor mismo, ajeno y al mismo tiempo parte de un paisaje que ni quiere cambiar ni participar más que con su invisible presencia.
La pasividad podría ser la mejor definición de su situación actual. Una cierta pasividad moral, de relajo vital. Una de esas situaciones que todos hemos pasado en que sin saber muy bien por dónde, te van llevando los pasos, les vas siguiendo sin que sepas muy bien su destino. Una sensación de laxitud existencial, podría decirse.
Nada más pasar por delante de una de las entradas hacia el cercanías, al otro lado las escaleras para la línea ocho que lleva al aeropuerto, y en dirección hacia los andenes de la línea circular, empezó a escuchar una tonalidad musical. Al principio sólo era un eco que reverberaba contra las paredes alicatadas de los pasillos, algo ajeno y al margen de las carreras de la gente, arriba y abajo por los pasillos deslizantes. Era como un adorno más de la estación que pasaba desapercibido para la práctica totalidad de los viajeros; incluso algo molesto para muchos de ellos, agobiados con sus problemas, o escuchando su música a través de pequeños botones incrustados en los oídos.
Increscendo, como si de un tempo musical marcado por un director de orquesta se tratase, la melodía fue tomando forma y subiendo su volumen, hasta definirse al entrar en el pasillo y acercarse a la fuente y origen de aquel pulso que le despertaba.
Le despertaba, no sólo del sueño que pudiera tener a esas horas. Le despertaba un brillo difuso situado en un lugar ignoto de su interior, un brillo que había quedado relegado en un tiempo y un espacio pasados, como olvidado o más bien desterrado de su espacio que había sido ocupado por otras futilidades. Era un pequeño pulso electromagnético tratando de hacer funcionar una maquinaria oxidada. El arco se deslizaba, ora rápido y frenético, ora lento y cadencioso, sobre las cuerdas perfectamente tensadas del instrumento de madera noble, sobre el violín clásico, sobre una de las piezas del tesoro cultural humano. Cada nota, cada rasgado, cada curva de la cuerda producía un sonido dulce que le atravesaba cual saeta dorada el pecho y le impedía permanecer indiferente. Le conmovía y le describía un sinuoso laberinto dentro de su pecho, en un lugar que pudiera ser eterno e impalpable como el alma, o la simple mezcolanza de fluidos químicos desbordando por las venas los órganos internos; que pudiera ser la parte divina que el cuerpo humano guarda, o las simples conexiones neuronales bullendo en actividades y conexiones eléctricas y biológicas.
Daba igual aquella disquisición. Daba igual el lugar o el tiempo. Era la música lo que importaba.
Fueron unos segundos, no llegó ni a dos minutos. Fue sólo un instante del largo viaje diario, pero fue un momento que se alargaría el resto de su vida, sin ninguna duda. Fue la demostración palmaria de que algo hubo en aquel instante que lo llenó de eternidad y plenitud. Aquel fue el momento de la CULTURA con mayúsculas, de la exaltación de lo humano a través de la demostración más alta de la capacidad que guarda este ser. Pues tal es la alta cultura, la que sobrevive al paso de los siglos y de los milenios, la que resiste las luchas generacionales, los celos interpersonales, los asesinatos de lo antiguo porque se le llama viejo. Esa parte del hombre que las mentes necias son incapaces de aniquilar con su grosería, por mucho que lo intenten con su intolerancia, ranciedad e invisible ceguera.
Un libro que sobrevive siglos sin que las críticas y los alardes de modernismo socaven su importancia y su sabiduría; una escultura que demuestra en sus rasgos que el hombre sigue siendo el hombre aunque se oculte tras la eficiencia y la tecnología de dudosos avances materiales; una estructura arquitectónica que guarda en su composición las medidas y armonías que lo convierten en una muestra de auténtica belleza; una pieza musical que enlaza sus acordes y vibraciones con las vibraciones universales que danzan dentro del hombre y que destapan una intensidad inusitada…
Esto sobrevivirá por los siglos de los siglos, aunque la prepotencia y la intolerancia quieran aniquilarlos porque no son de su época, sin entender que son atemporales y parte de lo que ellos mismos son. Por esto, el viajero cerró los ojos un instante, y ante sí percibió por un momento la totalidad de lo que le rodeaba. Y se dio cuenta de que era parte de ella. Gracias a esa música.
La pasividad podría ser la mejor definición de su situación actual. Una cierta pasividad moral, de relajo vital. Una de esas situaciones que todos hemos pasado en que sin saber muy bien por dónde, te van llevando los pasos, les vas siguiendo sin que sepas muy bien su destino. Una sensación de laxitud existencial, podría decirse.
Nada más pasar por delante de una de las entradas hacia el cercanías, al otro lado las escaleras para la línea ocho que lleva al aeropuerto, y en dirección hacia los andenes de la línea circular, empezó a escuchar una tonalidad musical. Al principio sólo era un eco que reverberaba contra las paredes alicatadas de los pasillos, algo ajeno y al margen de las carreras de la gente, arriba y abajo por los pasillos deslizantes. Era como un adorno más de la estación que pasaba desapercibido para la práctica totalidad de los viajeros; incluso algo molesto para muchos de ellos, agobiados con sus problemas, o escuchando su música a través de pequeños botones incrustados en los oídos.
Increscendo, como si de un tempo musical marcado por un director de orquesta se tratase, la melodía fue tomando forma y subiendo su volumen, hasta definirse al entrar en el pasillo y acercarse a la fuente y origen de aquel pulso que le despertaba.
Le despertaba, no sólo del sueño que pudiera tener a esas horas. Le despertaba un brillo difuso situado en un lugar ignoto de su interior, un brillo que había quedado relegado en un tiempo y un espacio pasados, como olvidado o más bien desterrado de su espacio que había sido ocupado por otras futilidades. Era un pequeño pulso electromagnético tratando de hacer funcionar una maquinaria oxidada. El arco se deslizaba, ora rápido y frenético, ora lento y cadencioso, sobre las cuerdas perfectamente tensadas del instrumento de madera noble, sobre el violín clásico, sobre una de las piezas del tesoro cultural humano. Cada nota, cada rasgado, cada curva de la cuerda producía un sonido dulce que le atravesaba cual saeta dorada el pecho y le impedía permanecer indiferente. Le conmovía y le describía un sinuoso laberinto dentro de su pecho, en un lugar que pudiera ser eterno e impalpable como el alma, o la simple mezcolanza de fluidos químicos desbordando por las venas los órganos internos; que pudiera ser la parte divina que el cuerpo humano guarda, o las simples conexiones neuronales bullendo en actividades y conexiones eléctricas y biológicas.
Daba igual aquella disquisición. Daba igual el lugar o el tiempo. Era la música lo que importaba.
Fueron unos segundos, no llegó ni a dos minutos. Fue sólo un instante del largo viaje diario, pero fue un momento que se alargaría el resto de su vida, sin ninguna duda. Fue la demostración palmaria de que algo hubo en aquel instante que lo llenó de eternidad y plenitud. Aquel fue el momento de la CULTURA con mayúsculas, de la exaltación de lo humano a través de la demostración más alta de la capacidad que guarda este ser. Pues tal es la alta cultura, la que sobrevive al paso de los siglos y de los milenios, la que resiste las luchas generacionales, los celos interpersonales, los asesinatos de lo antiguo porque se le llama viejo. Esa parte del hombre que las mentes necias son incapaces de aniquilar con su grosería, por mucho que lo intenten con su intolerancia, ranciedad e invisible ceguera.
Un libro que sobrevive siglos sin que las críticas y los alardes de modernismo socaven su importancia y su sabiduría; una escultura que demuestra en sus rasgos que el hombre sigue siendo el hombre aunque se oculte tras la eficiencia y la tecnología de dudosos avances materiales; una estructura arquitectónica que guarda en su composición las medidas y armonías que lo convierten en una muestra de auténtica belleza; una pieza musical que enlaza sus acordes y vibraciones con las vibraciones universales que danzan dentro del hombre y que destapan una intensidad inusitada…
Esto sobrevivirá por los siglos de los siglos, aunque la prepotencia y la intolerancia quieran aniquilarlos porque no son de su época, sin entender que son atemporales y parte de lo que ellos mismos son. Por esto, el viajero cerró los ojos un instante, y ante sí percibió por un momento la totalidad de lo que le rodeaba. Y se dio cuenta de que era parte de ella. Gracias a esa música.
Alberto Martínez Urueña 1-09-2010
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