miércoles, 29 de septiembre de 2010

La casa (parte I)

Se alzaba ante sus ojos, enhiesta, arcaica, solemne. El maderamen parecía crujir como el casco de un barco antiguo, cuando las brisas marinas forzaban los mástiles y las junturas. El tejado a dos aguas parecía recordar el palo mayor, y los grajos que se posaban en todo lo alto eran estatuas tétricas que tocaban el cielo con sus plumas. Los graznidos eran terribles anuncios de algo desconocido que aguardaba bajo el influjo de la casa. Alzaba sus tejas de color oscuro de pizarra contra el cielo ennegrecido que amenazaba tormenta, con aquel viento desapacible tan típico en aquellas situaciones que levantaba el polvo de los caminos y hacía danzar a la hojarasca como pequeños duendecillos malignos que auguraban malos presagios.
El jardín descuidado durante tantos años no conservaba más que una ligera ilusión de lo que fue en aquellos días en que estuvo habitada y la alegría aún corría por sus senderos y entre sus parterres de arbustos y flores. De estos sólo quedaba algún resto podrido dentro de los círculos de piedras ya descoloridas y grisáceas, polvorientas, como si fuesen el altar de alguna religión demoníaca olvidada. Los árboles, víctimas del invierno y de las sequías estivales, se retorcían con las ramas despellejadas de sus hojas, alzándose para volver a caer, tratando de atrapar a los visitantes. Varios de ellos bordeaban el pasillo central, y según pasaba bajo tal arcada, le daba la sensación de que estaba entrando en otra dimensión. Si miraba para atrás, la puerta de la verja, de un óxido terroso, parecía como si empequeñeciese poco a poco, con sus dibujos endiabladamente atrenzados entre sí, en una lucha inmóvil por sobreponerse unos sobre otros, haciendo formas abstractas que según las mirabas con más detenimiento, las imágenes iban tomando forma en rostros agonizantes en un mar de olas tempestuosas, congeladas en un fúnebre grito previo a la visita de la parca. La antigua valla de piedra y hierro desvencijado y mohoso, con una capa de musgo verdoso en varias zonas de las lanzadas herrumbrosas, rodeaba todo el recinto como una dentadura de viejo cascarrabias que amenazaba con su gruñido e impelía a mantenerse al margen de lo que ocurría en aquel interior, ajeno a la vida moderna que corría en sus inmediaciones, como si los aires de ciencia y conocimiento del mundo externo no pudieran alcanzar a sus arcanas raíces.
Había algo en el aire, algún reducto de aquel tiempo en que la magia todavía existía y se percibía en el ambiente. Magia de aquel tiempo en que la bombilla incandescente aún no había desterrado las tinieblas de la noche a vagar en los cuentos de campamento. Según se adentraba por aquel pasadizo de ramaje muerto, de troncos con grabados de figuras inhumanas atrapadas y gritando en su corteza, de arbustos muertos y retorcidos, iba notando como la atmósfera se iba cargando poco a poco, como las ventanas del porche delantero se fijaban en sus temblorosos pasos y la puerta sonreía y le atraía hacia sus fauces. Habría salido corriendo, pero tenía que entrar y sacar alguna pieza de dentro para probar que se había atrevido a traspasar el umbral de aquel lugar terrorífico. Sería el hazmerreír de todo el colegio si no salía de allí con un pisapapeles, el marco de un cuadro o un simple adorno.
Delante suyo pasaron en una carrera frenética dos gatos, bufando y peleándose, haciendo que un gañido de terror estuviera a punto de desbordarle la garganta. Notó como las piernas estuvieron a punto de ceder y enviarle al polvo del camino. “¿Quién le mandaría meterse en semejante aventura?” Él no era ningún héroe, sólo un niño de doce años que acababa de apostarse un par de peonza y cuatro chapas de refresco. Allí estaba, a diez pasos de la escalera que daba al porche principal, con los pelos de punta, sintiendo los golpecitos del viento en su hombro y escuchando incesantes crujidos a su espalda. Se volvió una vez al escuchar uno más grande que otro. No había nada, ni nadie. Pero alguien le estaba mirando, eso lo tenía claro desde que dio el primer paso dentro de aquel jardín, y no eran sus amigos, que seguían su periplo desde la copa de un árbol de la calle, mirándole con el alma sobrecogida, sin atreverse a burlarse de él. Desde luego, cuando saliese de allí con el gancho de la chimenea, o cualquier otra cosa, no volverían a llamarle aquello de “gallina”, ni ninguna otra cosa desagradable.
Francisco dio otros tres pasos y subió las escaleras, escuchando con terror como la estructura crujía y amenazaba con romperse bajo su peso. Poco a poco, fue subiendo uno tras otro los escalones como si de un preso hacia el cadalso se tratase. El porche era oscuro y sucio, las vigas desportilladas, el aldabón partido y las ventanas repelentes con sus goznes dorados desprendidos como si de la piel de un enfermo de lepra se tratase, dejando entrever los jirones de antiguas cortinas que caían como el llanto de una plañidera, entreverados con telarañas que parecían sábanas de mortaja. Dio su último paso, se aferró al picaporte como un naufrago a la balsa que ha de salvarle la vida y lo giro. La puerta se abrió con un gemido agonizante, se desprendió algo de polvo del marco, y al fondo, sólo la negrura más espantosa que había visto nunca.

Alberto Martínez Urueña 27-09-2010

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