viernes, 27 de abril de 2018

Sobre violaciones


            Con lo del tema de los abusos sexuales, hay argumentos que resultan muy complicados de digerir. El hombre, o más bien el macho hijo de puta sin escrúpulos y carente de cualquier tipo de empatía, se pasa la vida buscando excusas para saciar sus impulsos sexuales. Que se le ponga el mango duro como las piedras graníticas de los Pirineos le lleva a pensar que ahí hay algo que justifica que deba dar rienda suelta a sus deseos, y les convierte en deseos irrefrenables por obra y gracia de su dios. Su propio ego, vamos. Todos hemos visto en la televisión esos documentales de animales en los que la parte masculina revienta a hostias, mordiscos, o a lo que sea a sus contrincantes, y después se lleva el premio dulce del orgasmo. El macho dominante usando la violencia para conseguir sus propósitos de procreación. En el caso humano, como hemos conseguido independizarnos del fin último de la transferencia de nuestra progenie, esto se traduce en que si me pica, me la rasco y punto. Da igual si es con la mano, o contra las paredes de una vagina. A fin de cuentas, es un impulso animal y los documentales nos han demostrado que esto es algo tan natural como el comer.

            Pero vamos a lo que nos interesa, no a esas mentes deformadas, vamos a esa parte de la humanidad que ha desarrollado su personalidad de una forma más o menos social, y en concreto, a las sociedades avanzadas occidentales que, sin que esto suponga un menosprecio para las otras, es donde yo me muevo y de las que puedo hablar. En primer lugar, diré que un hombre que no es capaz de controlar sus impulsos sexuales tiene un problema, y como tal ha de hacérselo mirar. Si alguno de vosotros piensa que no puede dejársela dentro del pantalón, es mejor que se la corte. Así, sin paliativos. Incluidas las gónadas, que también tienen que ver en el asunto. No hay ninguna justificación para no controlarse, no traslademos nuestra responsabilidad a que la abuela fuma, o a que las niñas de dieciséis van con poca ropa, o a que se me han insinuado, me han calentado, o me han guiñado un ojo. No seré yo el que niegue que hay cosas que te pueden poner muy cachondo, caliente hasta el punto de ebullición, pero colegir que ese punto de ebullición convierte a tus impulsos sexuales en algo irrefrenable, o incluso que puede justificar o atenuar una violación, es un paso que yo no estoy dispuesto a dar.

            Es más, existen circunstancias que van más allá de estas cuestiones. Existe, dentro de nuestra sociedad, incluso aplicable a todo nuestro planeta, la posibilidad de cambiar de opinión. A nadie le extraña que quieras ver una película de miedo y que, a los primeros acordes de la banda sonora que anuncian la aparición del psicópata, quieras cambiar de canal. Si estas acompañando al miedoso, te puede frustrar un huevo de pato quedarte con la intriga. Le puedes incluso exigir que se pire de la sala y que te deje ver la película. Pero a nadie se le ocurriría amarrar a la víctima al respaldo del sofá, engancharle los párpados con alfileres y obligarle a ver el resto de la película porque antes dijo que quería verla. Pues con el sexo pasa lo mismo: puedes tener un rato de tontería, de flirteo inocente o supersexual, pero si llega un momento en que a la otra persona se le pasan las ganas, cambia de opinión o lo que sea, tienes que respetar su decisión. Aunque ya estés con la gomita puesta y a punto de caramelo para la fiesta. Ojo, que nadie te está negando la opción del cabreo, la frustración, o que incluso te vayas al cuarto de baño a concluir la faena, pero, igual que con la película de miedo, a nadie le parece aceptable atarla a la cama y hacer lo que has visto en los documentales. Ya puestos, siguiendo el ejemplo del león, algo muy natural según cierta gente, puedes comerte a sus hijos después de acabar el trabajo.

            A ver si me explico con claridad: el delito sexual consiste en que una persona se aprovecha de otra para satisfacer sus deseos sexuales SIN SU CONSENTIMIENTO. Todo lo demás, lo de la intimidación, la violencia, o incluso el asesinato, son otros delitos que se cometen antes, durante o después, pero no pueden ser utilizados como herramientas para graduar el delito de violación. La violación no es graduable, es violación, punto. Y veinte años al talego. Luego, después, le has de juzgar por intimidar, o por pegar una paliza, o por rajarle el cuello a la víctima para que no hable, y en aplicación de la doctrina Parot, que cumpla de manera sucesiva y no acumulada todas las penas que le correspondan. Porque lo contrario, traslada a la víctima la necesidad de demostrar el miedo que sentía cuando se vio rodeada por cinco delincuentes sexuales, miedo que, según los expertos, suele paralizar a la persona violada de tal manera que no es capaz de reaccionar. Entra en estado de shock. Y eso, por desgracia, hay jueces que lo interpretan como ausencia de resistencia. Otros, muchas gracias por emitir sus votos particulares y retratarse como persona, son capaces de ver incluso excitación.

            No sabemos lo que pasará por su cabeza, pero la sociedad no puede estar expuesta a que los legisladores hagan diferencias tan vulgares como las que recoge nuestro código penal. Y mucho menos podemos exponernos a jueces capaces de ver excitación en una mujer bloqueada por un trauma. Entre otras cosas porque cualquier persona mínimamente inteligente desde un punto de vista emocional sabe que, en una relación sexual sin consentimiento, es imposible que no haya intimidación, del tipo que sea. Y trasladar el juicio por violación a cuál ha sido el comportamiento de la víctima nos lleva al comienzo del artículo: tal actitud sólo demuestra la necesidad que tienen algunos hijos de puta de justificar sus debilidades y su execrable depravación sexual.

 

Alberto Martínez Urueña 27-04-2018

viernes, 20 de abril de 2018

Una gran noticia


            Es un tema que no he tocado demasiado durante todos estos años. No creí que hacer valoraciones personales sirviese de nada, más allá de explayarme sobre el ascazo terrible que siempre me provocó. Hay pinturas que se salvan con un par de trazos, con un boceto rápido, y no necesita más adornos. Otra cuestión para mencionar podría ser el espectáculo político, bochornoso y en ocasiones canallesco, que se ha logrado hacer políticamente con este tema. De una cuestión que debería haberse resuelto dejando actuar al Gobierno de turno, vigilando únicamente que no se retornase a implantar algo parecido a la mafia de los GAL, y haciendo un bloque único del Estado de Derecho frente a los criminales, se pasó a criticar la acción del Gobierno intentando obtener un rédito político que, por desgracia, en ciertos grupos de esta sociedad caló muy hondo, poniendo en cuestión la responsabilidad de los políticos que lo llevaron a cabo.

            Pero más allá de estas críticas sobre las que no puedo evitar hacer un comentario, prefiero ver la parte positiva de este hecho: la disolución de la banda terrorista ETA. No soy tan joven como para no recordar muchos de los coches-bomba, los tiros en la nuca, las pintadas de dianas con nombres y rostros en el centro, las amenazas a los ediles en los pueblos, las llamadas a las tantas de la madrugada, el impuesto revolucionario, los exiliados, los funerales, las lágrimas, la rabia, las manifestaciones… Viviendo en una ciudad como Valladolid la cosa se veía un poco desde lejos: aquí no escuchabas las explosiones como en Madrid. Recuerdo a mis amigos de Usera cómo relataban los estampidos y las columnas de humo, y no era algo aséptico, por mucho que no afectase a nadie conocido. Fue una época complicada en esta piel de toro. La parte positiva que imagino será más complicado de ver cuanto más cerca tengas alguna víctima es que el Estado de Derecho ganó la guerra. Y la ha ganado no sólo porque ETA se disuelva, sino porque además, no se disolvió ella misma, no se disolvió nuestra sociedad cediendo a su extorsión y admitiendo sus premisas. Pero además, no se disolvió en otro sentido: no permitimos que nos llevaran a la desesperación y a la rabia y quisiéramos, precisamente, volver a la época de los GAL, o a otras más pretéritas, que nos hubieran degradado a nosotros mismos como sociedad y como personas.

            La violencia no consiguió sus objetivos. Ése es otro de los aspectos, fundamental, que hemos sacado de positivo de todos estos años, décadas, en los que pudimos llegar a dudar de una verdad: a largo plazo, la violencia nunca ha conseguido nada. No soy ningún ingenuo: hay veces en que la violencia es inevitable. No creo en esa frase estúpida de que en la guerra no hay ni buenos ni malos, porque cuando la violencia se desata contra ti, tienes que defenderte. Cuando llega el conflicto, hay que procurar solventarlo mediante vías pacíficas, pero no soy de los que se la cogen con papel de fumar: cuando empiezan las agresiones físicas contra las personas, cuando incluso empiezan los muertos, ya no hay más espacio que defenderse. Ya no hay excusa para pedirle a nadie que se convierta en víctima. Todas esas guerras que hoy en día desangran a muchas naciones no tienen justificación, no hay evasivas que expliquen la indiferencia de Occidente, siempre presta a participar en aquellas que influyan en su política geoestratégica. O en sus negocios de venta de armas. Pero en lo que nos atañe, ETA no logró imponer, mediante su violencia, los postulados que defendían. A pesar de los casi mil asesinados, cuyo listado completo está en Internet, y cuya lectura sobrecoge. Acabo de llevarla a cabo, y sobrecoge.

            Por eso, el comunicado de ETA es una gran noticia. Es cierto que las asociaciones de víctimas están muy ofendidas, con razón, por los términos concretos de ese comunicado. Términos en los que hacen distinción entre unos muertos y otros. No tiene el más mínimo sentido. Podrían tener sus razones para estar en desacuerdo con España, con la idea de España o con la forma de gestionar España; sin embargo, de ahí a matar a todas las personas que mataron, los heridos que dejaron y aquéllos a los que aterrorizaron hay un trecho muy largo: el trecho que supone el valor de cada una de las vidas humanas que destrozaron. Infinito, por cierto.

            España es un país que ha conocido perfectamente las miserias humanas entre vecinos, las que se llevan a cabo con rostros conocidos, con familiares cercanos y con otros que antes fueron amigos. La Guerra Civil tuvo mucho de todo eso. Y también hemos conocido la miseria del terrorismo, el fascismo rapaz del nacionalismo que pretende imponerse con violencia y sangre, supeditando ideas a personas, el peor crimen que puede cometer un ser humano contra otro. Somos un país con mucha historia detrás. Debería servirnos, tanto la miseria bélica entre hermanos como el terrorismo fascista de ETA, para entender el auténtico valor del entendimiento, del consenso y de la palabra; y acatar de una vez por todas la responsabilidad de los discursos, renunciar a la manipulación de las emociones y dejar de utilizar y retorcer las leyes para acomodarlas a nuestros caprichos. El terrorismo de ETA se acaba, pero hay muchas lecciones que aprender del rincón más oscuro de nuestra historia reciente.

 

Alberto Martínez Urueña 20-04-2018

miércoles, 18 de abril de 2018

Los dos bandos


            Lo pensaba el otro día con motivo del esperpéntico espectáculo en que se ha convertido el fútbol profesional. La encendida controversia sobre si fue o no penalti, como si a todos los disputantes les fuera el comer en ello, como si les fueran a subir el sueldo quinientos euros al mes en función del resultado, la energía en España fuera a convertirse en algo razonable o las tasas universitarias de sus hijos se hubieran reducido al diez por cierto del sablazo que nos cascan hoy en día. El problema en España no es el de las dos Españas, sino que las dos Españas son una consecuencia de nuestra verdadera tragedia: la necesidad de pertenecer a algún grupo inamovible y titánico, y la necesidad de que el grupo prevalezca por encima de otras consideraciones. Es una visión un tanto marxista, lo siento por los neoliberales que abogan por la libertad del individuo; no tanto por la visión economicista, o histórica, sino por la sociológica. O quizá la genética.

            Aquí, en España, todo el mundo puede opinar lo que quiera, siempre y cuando puntualice con precisión cada una de las afirmaciones, no sea que le casquen un delito de enaltecimiento del terrorismo, o cualquiera de sus variantes legales. Ya argumenté que no tengo problemas con que alguien me desee la muerte, o incluso la visualice con toda clase de adornos: por suerte, no creo que exista, pero, además, no está probada científicamente, ninguna relación causal que conecte el deseo de algún imbécil con que yo después la espiche. El problema de las opiniones radica no en sus efectos indirectos, o imaginados, sino en que han de construirse con un fundamento que las respalde. Sin embargo, cuando ladramos al aire lo que otros han dicho sin pensar en su contenido, sólo movidos por la necesidad de pertenencia a algún grupo concreto que reafirme nuestra identidad, tenemos un problema: no sabemos lo que estamos defendiendo.

            Hay personas que se sienten españoles y punto. Son patriotas desde el fondo de su corazón, y nada de lo que les digas va a cambiar eso. No necesitan darle un par de hostias a quien se siente de otras formas; menos español, por ejemplo, o español pero de manera distinta. Sin embargo, otros muchos necesitan saberse españoles, y para ello recubren ese sentimiento con la melaza incomestible del patrioterismo; y, además, tienen la absurda necesidad de defenderlo enseñando los dientes. Ojo, igualmente, hay personas que no se sienten españoles –esto ocurre incluso fuera de Cataluña–, pero entienden los sentimientos de quien quiere agruparse bajo una misma bandera, y los respetan sin enfrentarse a ellos. Claro, luego están esos que no saben de qué va la vaina de las emociones, y les llaman de todo a los que llevan su españolidad bien dentro, pero sin clavártela en la testa a cada palabra que dicen.

            Pasa con los partidos políticos. Todavía quedan personas que tiemblan ante el mínimo escándalo, y entonces defienden lo indefendible. Y cuando la lógica del delito les aplasta, matan al mensajero y argumentan el delito de sus contrarios. Como si esto fueran matemáticas y un menos multiplicado por otro menos nos fuera a dar un más. Lo de los estudios de nuestros políticos es de traca valenciana, y quien pretenda excusarlo, se merece que le roben, ya sean los de su propio partido o los del otro, rivales a muerte en horario de máxima audiencia televisiva y colegas de negocios cuando tocaba firmar las actas de los consejos de administración de las cajas de ahorros.

            Los dos bandos en España han provocado que, para que no pierda el mío, yo esté dispuesto a legitimar las tropelías de mis líderes, tanto las de in vigilando, como las de responsabilidad política como, si hace falta, las de responsabilidad penal. Legitimamos durante años la dejadez en los temas relevantes como la modernización de la justicia, la dotación de recursos en la lucha contra el fraude fiscal, la creación de organismos de control verdaderamente independientes. Y lo hicimos porque nuestros líderes siempre tenían la excusa en la punta de la lengua para no hacerlo cuando pudieron. O para ponerse de acuerdo y llevarlo a cabo entre todos. Así que ahora, que nadie se sorprenda si Cifu no dimite: a pesar de las mentiras, hay varios cientos de miles, sino de millones, de madrileños dispuestos a votarla nuevamente para que no pierdan los suyos.

            La no existencia de estos dos bandos, para aquellos que me nieguen la mayor, habría hecho que ya tuviéramos un pacto por la Educación para los próximos veinte años, no la LOMCE, y todas las que fueron anteriormente. Tendríamos una política científica estructurada y eficaz, no la que está expulsando a nuestros mejores científicos de España. Y tendríamos el telearbitraje en la Liga de Fútbol Profesional para evitar no que el Madrid o el Barsa ganaran o perdieran, sino para tener una herramienta que ayudase a hacer, sin llegar a ser perfecto, algo más justo el sistema.

            Y ésa es la cuestión: anteponemos cualquier dialéctica suicida a los principios básicos como son la honradez, la justicia y la buena educación, única y exclusivamente para que no pierdan los míos, sin darnos cuenta de que, en realidad, esos que pensamos nuestros están a bastante más distancia que el colega con el que nos encalabrinamos, y a veces perdemos, en la barra del bar.

 

Alberto Martínez Urueña 18-04-2018

lunes, 9 de abril de 2018

Respeto siempre


            Andaba trasteando por Internet en esos ratos en que la vida me lo permite y me he encontrado con una noticia que, por afinidad artística, me ha calado profundo. Resulta que ciertos colectivos de rap, de ciudades diversas, se han unido para realizar una canción sobre la libertad de expresión, hilando ésta con temática real y cómo las opiniones y metáforas utilizadas en sus temas han conseguido meter en la cárcel a más de uno de ellos. No voy a colgar aquí el enlace porque no pretendo difundir ideas que puedan ser delictivas, pero, como siempre, lo que San Google nos da, queda bendecido en la red para siempre. Que cada cual decida sobre sus actos.

            Os voy a contar una historia muy interesante, porque en estas épocas oscuras en las que el borreguismo trata de imponer sus leyes fundamentales a base de discursos demagogos y publicidad confusa tenemos el sentido común para defendernos. Y una herramienta muy interesante que aplicar en nuestra faceta reflexiva y expresiva. Hay un libro muy interesante al que deberíamos recurrir con más frecuencia de lo que hacemos, aunque sólo sea por cubrirnos las espaldas. Os hablo del Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Ahí tenemos una infinidad de palabras, suficientes para poder expresarnos con la debida propiedad y que nadie nos hinque una patada en la bisectriz por haber traspasado ciertos límites. Porque, si en algo hay que dar la razón a la sabiduría popular, es en que el castellano es una lengua riquísima que, entre muchas de sus acepciones, tiene los insultos. Ya sabéis, esas palabras que son lo primero que se aprenden los extranjeros cuando vienen aquí a robarnos el trabajo y las divisas. Como los futbolistas. Yo no lo digo: lo he leído en Internet.

            Además de las palabras que tenemos, varias decenas de miles de ellas, está la sintaxis, es decir, cómo mezclar esas palabras en frases coherentes. No es lo mismo usar la palabra cabrón como adjetivo calificativo que usar la palabra necio, o la palabra estúpido, porque significan cosas distintas. Y en el campo de las calificaciones personales, teniendo en cuenta lo fino que hilan nuestros magistrados, tenemos que coser las frases como un buen sastre inglés: con elegancia. No es lo mismo hacerlo utilizando una frase dubitativa que afirmativa: no llegues y afirmes que tal político es un hijo de puta, entre otras cosas, porque te van a cascar una multa. Puedes utilizar una frase dubitativa en la que plantees la duda de que, por tal o cual hecho no probado judicialmente, si fuera cierto, un político determinado es un delincuente. O cuatrero, o cortabolsas, o directamente ladrón. Pero no le llames hijo de puta, porque su madre sólo tuvo la indecencia de no saber educarle correctamente; y de ahí, a ser puta, hay un trecho. Únicamente sería una incompetente, una ignorante o una torpe. Y siempre, desde tu punto de vista. Twitter, ahora con doscientos ochenta caracteres te lo permitirá, y también te lo agradecerá el sobresaturado sistema judicial español.

            Por supuesto, los deseos son imposibles de controlar. Lo que controlas, en realidad, es lo de llevarles a cabo, pero si deseas que te revienten la cara con una vara de hierro, no tienes la culpa de nada. No obstante, si lo llevas a cabo, eres, cuando menos, una persona extraordinaria. Fuera de lo corriente, vamos. No pasa nada, o no debería pasar nada, por desear eso, o por desearle la muerte a alguien: a fin de cuentas, los pecados capitales fueron descritos hace siglos, por lo que podemos colegir que existen desde que el hombre es hombre, consustancial a su naturaleza, y dentro de estos siete pillos tenemos a la ira como una expresión descontrolada del odio. Personalmente, si mis padres hubieran sido estafados por un banco y les hubiesen robado los ahorros con unas buenas preferentes, además de interponer la correspondiente denuncia, es probable que pudiera sentir un odio profundo hacia ese director de oficina que les engañó con el producto. Y si en ello les va el comer, que hay a quien le ha pasado, debería utilizar una frase desiderativa y al mismo tiempo condicional, siempre matizada por un comentario en el que hicieras constar públicamente que lo que estás haciendo es utilizar una hermosa metáfora que nada tiene que ver con la realidad subyacente en la que, como buena persona, respetas toda vida. Sería algo así como: en el caso de que se demuestre que el señor director de la oficina conocía los riesgos de la operación y aun así se los ofreció a mis padres, siempre desde el más profundo respeto por su persona, el odio que esto me produce me lleva a imaginarme –solamente dentro de mi cabeza y sin pretender que nadie utilice mis palabras para planificar su asesinato, y también debido a que la avaricia es un pecado–, cómo la espada de Dios devora su carne al modo que Moisés dejó por escrito en el Deuteronomio, y sin que esto pretenda ser una ofensa contra el sentimiento religioso de nadie, disculpándome de antemano y en todo momento si con este sentimiento o con estas palabras he ofendido a nadie. Tengo serias dudas de si en este caso podemos considerar extrapolable el sentimiento de odio descontrolado, y por tanto, el deseo de que Dios, en la aplicación de sus propios códigos, usase esa misma espada contra el político que ha permitido que los bancos realizasen determinadas prácticas, o en ese caso, hay que pedirle que se la envaine. Habría que consultar jurisprudencia. Ojo, y siempre en sentido metafórico: no queremos que nadie se piense que rezamos todas las noches siete padres nuestros para que esto ocurra. No estamos ideando ningún atentado ni pretendemos que nadie lo haga en nuestro nombre. Tampoco queremos inflamar la llama del odio entre todos los afectados por las posibles situaciones que sean asimilables. Hemos de dejar claro este extremo, no sea que, por ejemplo, algún psicópata de manual sobreentienda algo que no pretendemos, como que él mismo sea ese Dios del que hablaba Moisés en su texto. Lástima para esos raperos que las canciones no suelan durar de diez a quince minutos y estén sujetas al rigor del ritmo y de la lírica: ha dado la casualidad de que no han encontrado la forma de rimar las palabras “respeto a toda vida humana” que el rap español siempre ha propugnado, más allá de las metáforas utilizadas, con “AK-47”.

 

Alberto Martínez Urueña 09-04-2018

 

PD.:

Yo respeto al ser humano siempre,

incluso al más delincuente,

por mucho que crea que hay personas que no entienden

qué significa la palabra respeto

y el alcance que tiene.

Lo que parece y lo que es


            Una de las diatribas en las que me sumerjo con frecuencia es en intentar discernir la diferencia entre lo que parece y lo que realmente es. Esto, que inicialmente puede parecer sencillo, se ha convertido en el día de hoy en un auténtico problema. Unido a la estratificación a la que nos someten las corrientes ideológicas y sus necesidades de clasificación nos llevan a estar más a las apariencias y sus prejuicios que a las realidades subyacentes, y esto, en determinadas cuestiones, es muy peligroso.

            No voy a engañar a nadie si me declaro como un tipo bastante anticapitalista, bastante anticonservador y bastante antirreligioso –tal y como se ha vendido la religión a sí misma desde hace siglos–. No obstante, también podría decir que no soporto la miseria con que las leyes de mercado carga a muchas personas, mientras que a otros les permite verlo desde la cubierta de su yate; o que cuando pienso en conservadurismos, algo inmune al paso del tiempo, me viene a la cabeza una charca con agua bien estancada y repleta de verdín; o que la religión que excluye y condena al ostracismo a quienes “pecan”, me parece uno de los inventos más crueles de la Historia de la humanidad, además de un arma de manipulación masiva. Por suerte para mi inteligencia, mi definición política no me exige ser rehén o vocero de la prensa de una única tendencia: soy asiduo lector de periódicos como Abc o La Razón, abiertamente conservadores y capitalistas, por mucho que tengan tertulianos cuya moralidad les llevaría de cabeza al infierno, de acuerdo a la doctrina católica. De hecho, hay días en que me encantaría que se confirmara como científicamente cierta tal creencia, para que algunos de sus más fervorosos y avaros seguidores se consumiesen en el fuego eterno que les desean a personas que, en realidad, no han hecho daño a nadie. Aunque a lo mejor, por estos comentarios me condenan penalmente por delitos de odio o de terrorismo y por ofender los sentimientos religiosos. Así que, donde he dicho cristianismo o catolicismo, poned mitraísmo, zoroastrismo, o la religión que os dé la gana y así diversificamos: puestos a ofender, ofendamos a todas las que se dejen.

            Leyendo periódicos de diferentes tendencias he sacado dos conclusiones básicas: hay energúmenos en todos ellos, tanto entre los escritores como entre los lectores que escriben sus opiniones en los foros; y jamás he encontrado algún medio de comunicación que siempre diga lo que yo quiero en cualquier circunstancia o noticia. Y os lo digo con total naturalidad: me he sentido aliviado. Me he sentido aliviado porque eso dice que no soy ninguna cerril cabeza de ganado tragando el forraje que un periodista me lance al pesebre. Me he sentido aliviado porque no me caso con ningún partido político, soy capaz de reconocer las luces y sombras de cada uno de ellos, sin ningún forofismo estúpido. Pero el principal motivo por el que me siento aliviado es porque me doy cuenta de una verdad fundamental y axiomática: el espacio que nos separa a la mayoría de ciudadanos es mínimo, pero entre los políticos y sus medios afines han conseguido que parezca que hay que medirlo en unidades astronómicas. Por algo lo harán, porque lo hacen de forma consciente y deliberada.

            Debido a este alivio, yo me permito discutir con quien haga falta de lo que haga falta, no me considero agredido, ni tampoco agresor. No considero que un votante del PP que sea obrero le guste el sadomasoquismo, y no considero que alguien que vote al PSOE tenga acciones en una empresa de cal viva. De los votantes de Ciudadanos o de Podemos, no tengo nada que decir, porque sus dirigentes, en contra de lo que muchos soplagaitas intentan hacernos creer, todavía no han demostrado su capacidad de gestión, pero sobre todo, no han demostrado hasta la saciedad que les guste salpicarse de mierda.

            Entre los amigos, hablamos de muchos temas, de la prisión permanente revisable o de Cataluña, y siempre hay varias opiniones, lo cual hace que me sienta orgulloso de los círculos en los que me muevo, en donde cada uno tiene sus particulares puntos de vista sin pretender hacer sangre, y en donde espero haber sido absolutamente respetuoso con mis apreciaciones. Me he dado cuenta que sólo necesitaría conocer fehacientemente la opinión mayoritaria para aceptarla. Si de mí dependiera, me encantaría hacer un referéndum y aplicar lo que saliese. Y esto lo digo a sabiendas de que perdería muchas de las votaciones, entre ellas la de la prisión permanente revisable. Una vez conocida la opinión mayoritaria sobre este tema –o del que fuese–, tomada ésta como dirección fundamental a recorrer, se podría entrar al detalle y a las negociaciones transaccionales – por ejemplo, a qué delitos se aplicaría y de qué manera–. Digo esto porque a mí, lo que me atrae de la democracia no son las diferencias maximalistas y su imposición grotesca mediante y sistema de mayorías, sino los mecanismos de acuerdo para lograr nexos comunes entre opiniones divergentes. Prefiero asumir la opinión mayoritaria y después negociar los detalles particulares a esta ridícula guerra sin matices tan ibérica que nos convierte en conjuntos disjuntos. En vecinos buscando una nueva excusa para volver a partirnos la cara, en humillar en lugar de convenir, en saldar cuentas pretéritas, negándonos de forma crónica la posibilidad de construir un edificio social que pueda dar cabida a la inmensa mayoría de personas que, en realidad, en las cosas más básicas, no nos diferenciamos tanto.

 

Alberto Martínez Urueña 26-03-2018