Lo pensaba el
otro día con motivo del esperpéntico espectáculo en que se ha convertido el
fútbol profesional. La encendida controversia sobre si fue o no penalti, como
si a todos los disputantes les fuera el comer en ello, como si les fueran a
subir el sueldo quinientos euros al mes en función del resultado, la energía en
España fuera a convertirse en algo razonable o las tasas universitarias de sus
hijos se hubieran reducido al diez por cierto del sablazo que nos cascan hoy en
día. El problema en España no es el de las dos Españas, sino que las dos
Españas son una consecuencia de nuestra verdadera tragedia: la necesidad de
pertenecer a algún grupo inamovible y titánico, y la necesidad de que el grupo
prevalezca por encima de otras consideraciones. Es una visión un tanto
marxista, lo siento por los neoliberales que abogan por la libertad del
individuo; no tanto por la visión economicista, o histórica, sino por la sociológica.
O quizá la genética.
Aquí, en
España, todo el mundo puede opinar lo que quiera, siempre y cuando puntualice
con precisión cada una de las afirmaciones, no sea que le casquen un delito de
enaltecimiento del terrorismo, o cualquiera de sus variantes legales. Ya
argumenté que no tengo problemas con que alguien me desee la muerte, o incluso
la visualice con toda clase de adornos: por suerte, no creo que exista, pero,
además, no está probada científicamente, ninguna relación causal que conecte el
deseo de algún imbécil con que yo después la espiche. El problema de las
opiniones radica no en sus efectos indirectos, o imaginados, sino en que han de
construirse con un fundamento que las respalde. Sin embargo, cuando ladramos al
aire lo que otros han dicho sin pensar en su contenido, sólo movidos por la
necesidad de pertenencia a algún grupo concreto que reafirme nuestra identidad,
tenemos un problema: no sabemos lo que estamos defendiendo.
Hay personas
que se sienten españoles y punto. Son patriotas desde el fondo de su corazón, y
nada de lo que les digas va a cambiar eso. No necesitan darle un par de hostias
a quien se siente de otras formas; menos español, por ejemplo, o español pero de
manera distinta. Sin embargo, otros muchos necesitan saberse españoles, y para ello recubren ese sentimiento con la melaza
incomestible del patrioterismo; y, además, tienen la absurda necesidad de defenderlo
enseñando los dientes. Ojo, igualmente, hay personas que no se sienten
españoles –esto ocurre incluso fuera de Cataluña–, pero entienden los
sentimientos de quien quiere agruparse bajo una misma bandera, y los respetan sin
enfrentarse a ellos. Claro, luego están esos que no saben de qué va la vaina de
las emociones, y les llaman de todo a los que llevan su españolidad bien
dentro, pero sin clavártela en la testa a cada palabra que dicen.
Pasa con los
partidos políticos. Todavía quedan personas que tiemblan ante el mínimo escándalo,
y entonces defienden lo indefendible. Y cuando la lógica del delito les
aplasta, matan al mensajero y argumentan el delito de sus contrarios. Como si
esto fueran matemáticas y un menos multiplicado por otro menos nos fuera a dar
un más. Lo de los estudios de nuestros políticos es de traca valenciana, y
quien pretenda excusarlo, se merece que le roben, ya sean los de su propio
partido o los del otro, rivales a muerte en horario de máxima audiencia
televisiva y colegas de negocios cuando tocaba firmar las actas de los consejos
de administración de las cajas de ahorros.
Los dos
bandos en España han provocado que, para que no pierda el mío, yo esté
dispuesto a legitimar las tropelías de mis líderes, tanto las de in vigilando,
como las de responsabilidad política como, si hace falta, las de
responsabilidad penal. Legitimamos durante años la dejadez en los temas
relevantes como la modernización de la justicia, la dotación de recursos en la
lucha contra el fraude fiscal, la creación de organismos de control verdaderamente
independientes. Y lo hicimos porque nuestros líderes siempre tenían la excusa
en la punta de la lengua para no hacerlo cuando pudieron. O para ponerse de
acuerdo y llevarlo a cabo entre todos. Así que ahora, que nadie se sorprenda si
Cifu no dimite: a pesar de las mentiras, hay varios cientos de miles, sino de millones,
de madrileños dispuestos a votarla nuevamente para que no pierdan los suyos.
La no
existencia de estos dos bandos, para aquellos que me nieguen la mayor, habría
hecho que ya tuviéramos un pacto por la Educación para los próximos veinte
años, no la LOMCE, y todas las que fueron anteriormente. Tendríamos una
política científica estructurada y eficaz, no la que está expulsando a nuestros
mejores científicos de España. Y tendríamos el telearbitraje en la Liga de
Fútbol Profesional para evitar no que el Madrid o el Barsa ganaran o perdieran,
sino para tener una herramienta que ayudase a hacer, sin llegar a ser perfecto,
algo más justo el sistema.
Y ésa es la
cuestión: anteponemos cualquier dialéctica suicida a los principios básicos
como son la honradez, la justicia y la buena educación, única y exclusivamente
para que no pierdan los míos, sin darnos cuenta de que, en realidad, esos que
pensamos nuestros están a bastante más distancia que el colega con el que nos
encalabrinamos, y a veces perdemos, en la barra del bar.
Alberto Martínez Urueña
18-04-2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario