lunes, 9 de abril de 2018

Lo que parece y lo que es


            Una de las diatribas en las que me sumerjo con frecuencia es en intentar discernir la diferencia entre lo que parece y lo que realmente es. Esto, que inicialmente puede parecer sencillo, se ha convertido en el día de hoy en un auténtico problema. Unido a la estratificación a la que nos someten las corrientes ideológicas y sus necesidades de clasificación nos llevan a estar más a las apariencias y sus prejuicios que a las realidades subyacentes, y esto, en determinadas cuestiones, es muy peligroso.

            No voy a engañar a nadie si me declaro como un tipo bastante anticapitalista, bastante anticonservador y bastante antirreligioso –tal y como se ha vendido la religión a sí misma desde hace siglos–. No obstante, también podría decir que no soporto la miseria con que las leyes de mercado carga a muchas personas, mientras que a otros les permite verlo desde la cubierta de su yate; o que cuando pienso en conservadurismos, algo inmune al paso del tiempo, me viene a la cabeza una charca con agua bien estancada y repleta de verdín; o que la religión que excluye y condena al ostracismo a quienes “pecan”, me parece uno de los inventos más crueles de la Historia de la humanidad, además de un arma de manipulación masiva. Por suerte para mi inteligencia, mi definición política no me exige ser rehén o vocero de la prensa de una única tendencia: soy asiduo lector de periódicos como Abc o La Razón, abiertamente conservadores y capitalistas, por mucho que tengan tertulianos cuya moralidad les llevaría de cabeza al infierno, de acuerdo a la doctrina católica. De hecho, hay días en que me encantaría que se confirmara como científicamente cierta tal creencia, para que algunos de sus más fervorosos y avaros seguidores se consumiesen en el fuego eterno que les desean a personas que, en realidad, no han hecho daño a nadie. Aunque a lo mejor, por estos comentarios me condenan penalmente por delitos de odio o de terrorismo y por ofender los sentimientos religiosos. Así que, donde he dicho cristianismo o catolicismo, poned mitraísmo, zoroastrismo, o la religión que os dé la gana y así diversificamos: puestos a ofender, ofendamos a todas las que se dejen.

            Leyendo periódicos de diferentes tendencias he sacado dos conclusiones básicas: hay energúmenos en todos ellos, tanto entre los escritores como entre los lectores que escriben sus opiniones en los foros; y jamás he encontrado algún medio de comunicación que siempre diga lo que yo quiero en cualquier circunstancia o noticia. Y os lo digo con total naturalidad: me he sentido aliviado. Me he sentido aliviado porque eso dice que no soy ninguna cerril cabeza de ganado tragando el forraje que un periodista me lance al pesebre. Me he sentido aliviado porque no me caso con ningún partido político, soy capaz de reconocer las luces y sombras de cada uno de ellos, sin ningún forofismo estúpido. Pero el principal motivo por el que me siento aliviado es porque me doy cuenta de una verdad fundamental y axiomática: el espacio que nos separa a la mayoría de ciudadanos es mínimo, pero entre los políticos y sus medios afines han conseguido que parezca que hay que medirlo en unidades astronómicas. Por algo lo harán, porque lo hacen de forma consciente y deliberada.

            Debido a este alivio, yo me permito discutir con quien haga falta de lo que haga falta, no me considero agredido, ni tampoco agresor. No considero que un votante del PP que sea obrero le guste el sadomasoquismo, y no considero que alguien que vote al PSOE tenga acciones en una empresa de cal viva. De los votantes de Ciudadanos o de Podemos, no tengo nada que decir, porque sus dirigentes, en contra de lo que muchos soplagaitas intentan hacernos creer, todavía no han demostrado su capacidad de gestión, pero sobre todo, no han demostrado hasta la saciedad que les guste salpicarse de mierda.

            Entre los amigos, hablamos de muchos temas, de la prisión permanente revisable o de Cataluña, y siempre hay varias opiniones, lo cual hace que me sienta orgulloso de los círculos en los que me muevo, en donde cada uno tiene sus particulares puntos de vista sin pretender hacer sangre, y en donde espero haber sido absolutamente respetuoso con mis apreciaciones. Me he dado cuenta que sólo necesitaría conocer fehacientemente la opinión mayoritaria para aceptarla. Si de mí dependiera, me encantaría hacer un referéndum y aplicar lo que saliese. Y esto lo digo a sabiendas de que perdería muchas de las votaciones, entre ellas la de la prisión permanente revisable. Una vez conocida la opinión mayoritaria sobre este tema –o del que fuese–, tomada ésta como dirección fundamental a recorrer, se podría entrar al detalle y a las negociaciones transaccionales – por ejemplo, a qué delitos se aplicaría y de qué manera–. Digo esto porque a mí, lo que me atrae de la democracia no son las diferencias maximalistas y su imposición grotesca mediante y sistema de mayorías, sino los mecanismos de acuerdo para lograr nexos comunes entre opiniones divergentes. Prefiero asumir la opinión mayoritaria y después negociar los detalles particulares a esta ridícula guerra sin matices tan ibérica que nos convierte en conjuntos disjuntos. En vecinos buscando una nueva excusa para volver a partirnos la cara, en humillar en lugar de convenir, en saldar cuentas pretéritas, negándonos de forma crónica la posibilidad de construir un edificio social que pueda dar cabida a la inmensa mayoría de personas que, en realidad, en las cosas más básicas, no nos diferenciamos tanto.

 

Alberto Martínez Urueña 26-03-2018

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