viernes, 27 de abril de 2018

Sobre violaciones


            Con lo del tema de los abusos sexuales, hay argumentos que resultan muy complicados de digerir. El hombre, o más bien el macho hijo de puta sin escrúpulos y carente de cualquier tipo de empatía, se pasa la vida buscando excusas para saciar sus impulsos sexuales. Que se le ponga el mango duro como las piedras graníticas de los Pirineos le lleva a pensar que ahí hay algo que justifica que deba dar rienda suelta a sus deseos, y les convierte en deseos irrefrenables por obra y gracia de su dios. Su propio ego, vamos. Todos hemos visto en la televisión esos documentales de animales en los que la parte masculina revienta a hostias, mordiscos, o a lo que sea a sus contrincantes, y después se lleva el premio dulce del orgasmo. El macho dominante usando la violencia para conseguir sus propósitos de procreación. En el caso humano, como hemos conseguido independizarnos del fin último de la transferencia de nuestra progenie, esto se traduce en que si me pica, me la rasco y punto. Da igual si es con la mano, o contra las paredes de una vagina. A fin de cuentas, es un impulso animal y los documentales nos han demostrado que esto es algo tan natural como el comer.

            Pero vamos a lo que nos interesa, no a esas mentes deformadas, vamos a esa parte de la humanidad que ha desarrollado su personalidad de una forma más o menos social, y en concreto, a las sociedades avanzadas occidentales que, sin que esto suponga un menosprecio para las otras, es donde yo me muevo y de las que puedo hablar. En primer lugar, diré que un hombre que no es capaz de controlar sus impulsos sexuales tiene un problema, y como tal ha de hacérselo mirar. Si alguno de vosotros piensa que no puede dejársela dentro del pantalón, es mejor que se la corte. Así, sin paliativos. Incluidas las gónadas, que también tienen que ver en el asunto. No hay ninguna justificación para no controlarse, no traslademos nuestra responsabilidad a que la abuela fuma, o a que las niñas de dieciséis van con poca ropa, o a que se me han insinuado, me han calentado, o me han guiñado un ojo. No seré yo el que niegue que hay cosas que te pueden poner muy cachondo, caliente hasta el punto de ebullición, pero colegir que ese punto de ebullición convierte a tus impulsos sexuales en algo irrefrenable, o incluso que puede justificar o atenuar una violación, es un paso que yo no estoy dispuesto a dar.

            Es más, existen circunstancias que van más allá de estas cuestiones. Existe, dentro de nuestra sociedad, incluso aplicable a todo nuestro planeta, la posibilidad de cambiar de opinión. A nadie le extraña que quieras ver una película de miedo y que, a los primeros acordes de la banda sonora que anuncian la aparición del psicópata, quieras cambiar de canal. Si estas acompañando al miedoso, te puede frustrar un huevo de pato quedarte con la intriga. Le puedes incluso exigir que se pire de la sala y que te deje ver la película. Pero a nadie se le ocurriría amarrar a la víctima al respaldo del sofá, engancharle los párpados con alfileres y obligarle a ver el resto de la película porque antes dijo que quería verla. Pues con el sexo pasa lo mismo: puedes tener un rato de tontería, de flirteo inocente o supersexual, pero si llega un momento en que a la otra persona se le pasan las ganas, cambia de opinión o lo que sea, tienes que respetar su decisión. Aunque ya estés con la gomita puesta y a punto de caramelo para la fiesta. Ojo, que nadie te está negando la opción del cabreo, la frustración, o que incluso te vayas al cuarto de baño a concluir la faena, pero, igual que con la película de miedo, a nadie le parece aceptable atarla a la cama y hacer lo que has visto en los documentales. Ya puestos, siguiendo el ejemplo del león, algo muy natural según cierta gente, puedes comerte a sus hijos después de acabar el trabajo.

            A ver si me explico con claridad: el delito sexual consiste en que una persona se aprovecha de otra para satisfacer sus deseos sexuales SIN SU CONSENTIMIENTO. Todo lo demás, lo de la intimidación, la violencia, o incluso el asesinato, son otros delitos que se cometen antes, durante o después, pero no pueden ser utilizados como herramientas para graduar el delito de violación. La violación no es graduable, es violación, punto. Y veinte años al talego. Luego, después, le has de juzgar por intimidar, o por pegar una paliza, o por rajarle el cuello a la víctima para que no hable, y en aplicación de la doctrina Parot, que cumpla de manera sucesiva y no acumulada todas las penas que le correspondan. Porque lo contrario, traslada a la víctima la necesidad de demostrar el miedo que sentía cuando se vio rodeada por cinco delincuentes sexuales, miedo que, según los expertos, suele paralizar a la persona violada de tal manera que no es capaz de reaccionar. Entra en estado de shock. Y eso, por desgracia, hay jueces que lo interpretan como ausencia de resistencia. Otros, muchas gracias por emitir sus votos particulares y retratarse como persona, son capaces de ver incluso excitación.

            No sabemos lo que pasará por su cabeza, pero la sociedad no puede estar expuesta a que los legisladores hagan diferencias tan vulgares como las que recoge nuestro código penal. Y mucho menos podemos exponernos a jueces capaces de ver excitación en una mujer bloqueada por un trauma. Entre otras cosas porque cualquier persona mínimamente inteligente desde un punto de vista emocional sabe que, en una relación sexual sin consentimiento, es imposible que no haya intimidación, del tipo que sea. Y trasladar el juicio por violación a cuál ha sido el comportamiento de la víctima nos lleva al comienzo del artículo: tal actitud sólo demuestra la necesidad que tienen algunos hijos de puta de justificar sus debilidades y su execrable depravación sexual.

 

Alberto Martínez Urueña 27-04-2018

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