El hombre se sentó en el jardín de su casa. Era esa hora mágica en que el sol se atrevía a acariciar las copas de los árboles de la ribera sin incendiarlos, calmado su calor después de todo un día de ardorosa dedicación. A su lado, en el derecho, sobre la mesita de madera barnizada, un botellín de cerveza fría. A sus pies, Troski, el perro de canela que respiraba fragoroso después de un par de carreras que había dado por el camino de vuelta del río. Entre los dedos descalzos, briznas de hierba. En el pelo cano, una ligera brisa, agitada por el atardecer límpido y bucólico. Era su momento.
Dio un pequeño sorbo mientras observaba por el rabillo del ojo como a su izquierda relucía el lucero vespertino, como un poco más atrás los retoques morados del pintor celeste iban tomando forma en una irisada paleta multicolor que recogía todos los tonos posibles. Se podía respirar en calma el ligero aroma del macizo de rosas, mezclado con aquel toque a romero que el pinar cercano traía aquellos días cálidos. A su alrededor, mosquitos inquietantes.
El seto se inclinaba en un vaivén acompasado, abriendo y cerrando ventanitas entre las pequeñas hojas, dejando ver los barrotes grisáceos de la valla, los ladrillos de las columnas, un par de telarañas fantasmales. Una hoja seca del centro de un plátano de indias bajó poco a poco, en un baile circular, hasta el suelo, cerca de su silla. Podría estar mirando aquel movimiento hipnótico durante días. Por el camino pasó un coche, y el polvo levantado se quedó a metro y medio de altura, coloreando en tonos pastel la puesta de sol, difuminándola en un cuadro impresionista.
El perro dio un suspiro y miró al amo; el amo dejó la cerveza sobre la mesa; los insectos revolotearon lejos del frío cristal: la naturaleza se equilibraba en sintonía pausada.
El astro rey se fue deformando al entrar en el horizonte, desparramándose sobre la tierra, haciéndose de hierro líquido. El cielo carmesí danzaba en una hoguera cuasiaquelarrística, con duendes difusos y magias misteriosas que antes de verse, se intuían en un lento difuminarse y regenerarse de nuevo. La hora mágica donde las visiones no es que fuesen una posibilidad, eran casi una obligación, y él la cumplía siempre que podía, distinguiendo como sus miedos y sus esperanzas tomaban forma momentánea en las nubes que danzaban en letanía, en un tecnicolor que avejentaba sus matices.
Era la hora en que podía paladear los sentimientos como un sumiller de la vida, a finos tragos, disfrutando de cada uno de ellos, de los buenos y de los malos, de la alegría por la muerte de un día tranquilo y la amargura por el nacimiento de una noche solitaria. Era ese momento en que las incoherencias era lo único real, y desde luego lo único verdaderamente lógico, cuando la razón desfallecía después del extenuante esfuerzo de tratar de explicar detalles, y algo superior cobraba forma para conseguir la odisea. Era cuando perro y amo eran tan similares entre ellos, y con los mosquitos, y la hoja muerta caída del árbol orgulloso, que tal parecido se burlaba de todos los conceptos que se habían ido construyendo por sí mismos y que se desplomaban en una hecatombe silenciosa provocada por la sonrisa de ambos.
Dio un nuevo trago a la cerveza, todavía fresca, cuando el último reducto del globo ardiente sucumbió a las leyes físicas, haciendo que cesase la brisa, que el seto se tranquilizase y su perro apoyase la cabeza entre las patas. El color morado crecía a sus espaldas, dispuesto a sorprenderle como un niño a su padre, mientras él esbozaba un gesto de comprensión y se iba dejando envolver por aquella caricia.
La noche sería cálida, y podría quedarse allí bastante rato. La cena aguardaría, fría, sobre la encimera de la cocina, para compartir su soledad, y podrían disfrutarla con la nostálgica balada que cantarían los grillos y que bailarían las luciérnagas. A lo lejos, finas gotas del mar de los recuerdos tratarían de llegarle y mojarle el rostro como si el golpeteo de la quilla de su barco vital las arrancase de entre el oleaje de su existencia.
Sin embargo, no se dejaría sucumbir a esas milongas. Entre trozo de pan con queso y trago de vino tinto, sentiría, degustaría y suspiraría. Se sentaría ante la luna y conversaría en ese idioma que sólo la experiencia sabe pronunciar, y las estrellas escucharían con sus titilantes pestañeos, que sabrían a sonrisa calmada y a asentimiento carente de juicio. Y sabría que todo su largo caminar había sido un solo instante que le había llevado a la eternidad de aquella noche, que todo había sido inevitable y que el sendero recorrido había sido, a pesar de correcto o incorrecto, el suyo. Y se alegraría de estar vivo.
Dio un pequeño sorbo mientras observaba por el rabillo del ojo como a su izquierda relucía el lucero vespertino, como un poco más atrás los retoques morados del pintor celeste iban tomando forma en una irisada paleta multicolor que recogía todos los tonos posibles. Se podía respirar en calma el ligero aroma del macizo de rosas, mezclado con aquel toque a romero que el pinar cercano traía aquellos días cálidos. A su alrededor, mosquitos inquietantes.
El seto se inclinaba en un vaivén acompasado, abriendo y cerrando ventanitas entre las pequeñas hojas, dejando ver los barrotes grisáceos de la valla, los ladrillos de las columnas, un par de telarañas fantasmales. Una hoja seca del centro de un plátano de indias bajó poco a poco, en un baile circular, hasta el suelo, cerca de su silla. Podría estar mirando aquel movimiento hipnótico durante días. Por el camino pasó un coche, y el polvo levantado se quedó a metro y medio de altura, coloreando en tonos pastel la puesta de sol, difuminándola en un cuadro impresionista.
El perro dio un suspiro y miró al amo; el amo dejó la cerveza sobre la mesa; los insectos revolotearon lejos del frío cristal: la naturaleza se equilibraba en sintonía pausada.
El astro rey se fue deformando al entrar en el horizonte, desparramándose sobre la tierra, haciéndose de hierro líquido. El cielo carmesí danzaba en una hoguera cuasiaquelarrística, con duendes difusos y magias misteriosas que antes de verse, se intuían en un lento difuminarse y regenerarse de nuevo. La hora mágica donde las visiones no es que fuesen una posibilidad, eran casi una obligación, y él la cumplía siempre que podía, distinguiendo como sus miedos y sus esperanzas tomaban forma momentánea en las nubes que danzaban en letanía, en un tecnicolor que avejentaba sus matices.
Era la hora en que podía paladear los sentimientos como un sumiller de la vida, a finos tragos, disfrutando de cada uno de ellos, de los buenos y de los malos, de la alegría por la muerte de un día tranquilo y la amargura por el nacimiento de una noche solitaria. Era ese momento en que las incoherencias era lo único real, y desde luego lo único verdaderamente lógico, cuando la razón desfallecía después del extenuante esfuerzo de tratar de explicar detalles, y algo superior cobraba forma para conseguir la odisea. Era cuando perro y amo eran tan similares entre ellos, y con los mosquitos, y la hoja muerta caída del árbol orgulloso, que tal parecido se burlaba de todos los conceptos que se habían ido construyendo por sí mismos y que se desplomaban en una hecatombe silenciosa provocada por la sonrisa de ambos.
Dio un nuevo trago a la cerveza, todavía fresca, cuando el último reducto del globo ardiente sucumbió a las leyes físicas, haciendo que cesase la brisa, que el seto se tranquilizase y su perro apoyase la cabeza entre las patas. El color morado crecía a sus espaldas, dispuesto a sorprenderle como un niño a su padre, mientras él esbozaba un gesto de comprensión y se iba dejando envolver por aquella caricia.
La noche sería cálida, y podría quedarse allí bastante rato. La cena aguardaría, fría, sobre la encimera de la cocina, para compartir su soledad, y podrían disfrutarla con la nostálgica balada que cantarían los grillos y que bailarían las luciérnagas. A lo lejos, finas gotas del mar de los recuerdos tratarían de llegarle y mojarle el rostro como si el golpeteo de la quilla de su barco vital las arrancase de entre el oleaje de su existencia.
Sin embargo, no se dejaría sucumbir a esas milongas. Entre trozo de pan con queso y trago de vino tinto, sentiría, degustaría y suspiraría. Se sentaría ante la luna y conversaría en ese idioma que sólo la experiencia sabe pronunciar, y las estrellas escucharían con sus titilantes pestañeos, que sabrían a sonrisa calmada y a asentimiento carente de juicio. Y sabría que todo su largo caminar había sido un solo instante que le había llevado a la eternidad de aquella noche, que todo había sido inevitable y que el sendero recorrido había sido, a pesar de correcto o incorrecto, el suyo. Y se alegraría de estar vivo.
Alberto Martínez Urueña 14-02-2011
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