jueves, 3 de febrero de 2011

El precio de las revistas

He estado unos días aguantando a ver qué pasaba. A ver si la mala ostia se me disipaba como el humo de un campamento de verano, ansiando que llegara el día y se llevase ese olor dulzón a resina y madera verde, pero aquí no ha pasado nada. Deduzco por la forma en la que empieza esto que, no es que se me haya pasado, es que se me han afilado las uñas y ahora puedo hablar de ello con la calma necesaria y el veneno preciso. Antes de que nadie aventure aquello de que debería calmarme, que no merece la pena llevarse malos ratos y demás consejos, diré que calmado procuro estar siempre y que mal rato por esto no, es ya casi costumbre.
Tengo el defecto, según afirmaba mi abuelo, de ver las noticias del mundo y sus tonterías. Es un tema conflictivo, pues poco a poco voy incrementando el número de conocidos que afirman que, o bien sólo dicen mentiras, o bien solo dicen bobadas, y no sabes nunca cuál de las dos opciones es peor. Me gusta además la prensa digital por motivos ecologistas y porque me permite contrastar ideas de todo el arco ideológico con facilidad económica y de tiempo. Echándole un ojo al veinte minutos del día dieciocho conocí por fin cómo empezará el Armagedon que se nos llevará a todos al otro barrio. Es decir, el barrio de la frivolité gratuita y el colapso cultural y ético. Pensaba que ya había visto de todo, pero claro, esa es una de esas frases que dices un día, y al siguiente ahí tienes al hijo de puta de turno para enmarranarte de nuevo la moral. La cuestión en liza es la portada que esa revista de referencia en el mundo de la moda, llamada Vogue, ha realizado para su último número en Francia. En ella, atentos a la imagen, se ve a mujeres hechas y derechas de aproximadamente cuatro a cinco años, vestidas con todo glamour, cual prostituta de lujo en hotel de Las Vegas, con trajes de esos ejemplos a seguir por las generaciones venideras como Lanvin o Yves Saint Laurent, peña dedicada a un trabajo incluso menos productivo que el de un funcionario pero del que nadie se queja y con el que consiguen dos cosas: la primera y más importante para ellos, que es forrarse; y la segunda y más esperpéntica para todos, demostrar como se puede llegar a parecer más estúpida todavía.
No os engañéis, ni penséis en que se me ha ido la pinza sin remedio y que estoy que chorreo demagogia por los poros. Eso, o que se me ve el miedo a distancia, que soy un carca con treinta años o algo parecido. Por todos es conocido mi ideario con ciertos temas como pueda ser el consumismo, dentro del que cae por supuesto la moda, esa falacia que alguien creó para crearnos una sensación de ansiedad cada primavera-verano que nos lleve a seguir comprando cosas que no necesitamos para nada. Pero bueno, a fin de cuentas, cada uno gasta su dinero en lo que le da la gana: mucho peor es gastárselo en drogas, por ejemplo, o en yates; pero quizá mejor donarlo a ONG’s y no a Versace. Y ya ni te digo en campañas políticas: eso sí que es el absurdo más absoluto.
Pero claro, cuando tocamos la infancia el tema cambia considerablemente. Puede que los niños sean los últimos libertos que nos queden, pero también es cierto que son los que menos creada tienen la personalidad y por tanto más moldeables según quien se les acerque. Iba en estos momentos a poner una tontería y decir que seguro que a nadie en su sano juicio se le ocurriría dar veneno a un hijo, pero me ha temblado el dedo índice al empezar a teclear la frase, y eso es síntoma inequívoco de duda. No en vano, asistimos atónitos primero y después ya amargamente acostumbrados al pavoroso espectáculo de ver como padres someten a sus hijos a una educación basada en no educarles porque no pueden con ellos. ¿Qué tiene esto de venenoso? Muy fácil: dentro de unos añitos, cuando estén acostumbrados a esa catástrofe lógica de “hago lo que quiero, cuando quiero y como quiero”, la hiel que les provocará la frustración de enfrentarse a un mundo en el que eso no existe por defecto será tan venenosa que tendremos que recoger los cadáveres de las aceras con una pala mecánica, entre los que se mueran porque sí, los que se maten entre sí y los que vivan en una soledad tan angustiosa que se maten a sí mismos.
La infancia debería ser intocable. Pero no en el tema físico, que nadie se murió por una galleta bien dada de pequeño, sino en el tema de la correcta educación. No hablo de ser buen chico, bien vestido y peinado como Aznar, así como con media melena de rebelde sin causa: allá cada padre y la pinta de gilipollas que le quiera poner a sus retoños; sin embargo, creo que hay precios que no deberíamos estar tan dispuestos a pagar. Hay una frase en una de mis canciones que me permito el lujo de reproducir en esta columna, y que dice lo siguiente: “Por eso cuando veo a esas niñas de quince/ vestidas de putón porque lo han visto en el cine/ lo único que pienso es vaya mierda de cultura/ que mata la inocencia para que niños consuman.” Creo que resume suficientemente bien lo que pienso; y es que lo que viene da tanto miedo que lo único que me salva es que, con esto de la crisis, los trabajos precarios y los sueldos de mierda, dentro de treinta años viviremos todos en la indigencia y no habrá nadie para poder comprar revistas de m… moda.

Alberto Martínez Urueña 2-02-2011

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