El padre entró, mirándole con gesto complaciente. Una amplia sonrisa profident en los labios y la cara del que se sabe necesitado, deseoso de ser deseado. Se inclinó sobre la cama y le dio un abrazo, mientras el niño, temeroso ahora de la vergüenza de sus terrores nocturnos, le puso alguna excusa extraña. No se atrevió a hablarle del monstruo que acechaba detrás de los abrigos del armario, allí donde la pared estaba algo más caliente, escondiendo una cueva con prominentes estalactitas y estalagmitas saliendo, verticales, como la boca de un demonio queriendo comerse su alma. Aunque la habitación estaba igual, con las estanterías, los posters y las figuritas de los muñecos de alguna colección de moda, de esos con cara de querer devorar a alguien, él sabía que a los auténticos demonios no se les veía nunca la cara. Si acaso un instante antes de que cerrasen las mandíbulas y te partiesen por la mitad.
El padre le acarició la cabeza y le alborotó un poco el pelo, y cuando él le suplicó que dejase la puerta abierta, le propuso quedarse con él un rato en lo que conciliaba el sueño. Su cara fue lo suficientemente explícita como para que no hiciesen falta insistencias, así que se sentó en el borde la cama y le contó cómo a él también le daba algo de miedo la oscuridad cuando era pequeño, pero que enfrentándose a ella consiguió disipar aquellas tinieblas que sólo existían en su cabeza.
El niño escuchaba aquellas palabras entremezcladas en distintas frecuencias con las carcajadas de aquel que esperaba al otro lado para llevársele consigo a otra dimensión espantosa. Era una certeza.
Después de suceder varias noches lo mismo, la tutora del colegio, les indicó que era mejor que el niño aprendiese a dormir solo y a quedarse en la oscuridad de su cuarto para dormir, o sus terrores se prolongarían hacia la adolescencia. Y más allá.
La primera noche que lo intentaron los gritos resonaron fuera de la casa. El llanto inconsolable duró media hora y los hipos entrecortados cinco. Esa noche, el niño les contó como una mano había intentado cogerle del tobillo, como había visto perfectamente las escamas de aquel brazo, las uñas relucientes de los dedos, la cresta ósea de la cabeza, que continuaba por la espalda, por la columna vertebral, perdiéndose en la oscuridad del armario. Todavía podía sentir la presa en su pie derecho, a través de la manta, como le había aferrado de allí y le había prometido llevarle consigo en una especie de gruñido que casi no había podido entender.
Los padres le miraron un momento y después se miraron entre sí, con esa mirada de complacencia ante los miedos de un niño pequeño. Abrieron el armario y le insistieron para que se acercase. Al parecer, por la pared de la que él hablaba, pasaban los tubos de la calefacción, y por eso estaba más caliente. La pinza que se había aferrado a sus tobillos era un pantalón del pijama que no había echado a lavar, tal y como le habían mandado, y que se le había enrollado en el pie. Las formas que había visto habían sido más complicadas de entender, hasta que apagaron la luz y vieron las sombras que llegaban desde el reloj del pasillo, que en un caprichoso movimiento, parecían crestas sobre una llanura.
No hay monstruos en la habitación, pero si quieres, nos quedamos contigo un poco hasta que te duermas. Una vez más.
Aquí termina el relato por un motivo: no sé muy bien cómo termina la historia, esa es la verdad. Me la contó un amigo de la facultad, que había oído contar a otro amigo en el pueblo, y que según le había contado aquel, en un fuego de campamento, se rumoreaba que había ocurrido en un pueblo vecino. Había dos versiones.
La primera cuenta que el niño se convirtió en un niño adolescente que no era capaz de controlar sus miedos, caprichoso y bastante tonto, que hacía de las suyas en clase, se reía de todos, mientras sus padres acudían una y otra vez con una sonrisa de complaciente sabiduría. Creían que se habían mudado a Barcelona, o Valencia, no sabían muy bien, y según se hablaba le habían expulsado de tres colegios, pero eso sí, todavía se hacía pis en la cama, y tenía que dormir con la luz encendida.
La segunda es algo más oscura. Mirando las hemerotecas he podido confirmar que algo sucedió en una casa de un pueblo de Castilla. Un niño muerto durante la noche con las puertas cerradas, sin aparente causa. Le había encontrado su padre por la mañana. Las manos las tenía crispadas delante de la cara, como protegiéndose de algo. Se había orinado encima y tenía arañazos por todas las piernas, el abdomen y los brazos. Curiosamente el rostro estaba a salvo. Salvo los ojos. Estaban blancos, como si hubiesen hervido, como si un espíritu candente hubiese entrado por ellos para llevársele el alma.
Alberto Martínez Urueña 26-12-2010
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